Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria

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Treinta y siete cuentos inéditos del escritor mendocino fallecido en 2014 que, en un estilo entre surrealista y policial, recrea figuras conocidas y paisajes de nuestra provincia, con perspectiva de juego y sátira social que trascienden lo local.

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Timba, timba y libros antiguos. De eso había vivido, tales habían sido sus recursos económicos. Todavía lo eran. Con calculada frecuencia, viajaba a Buenos Aires y elegidas provincias, compraba y vendía libros exóticos, practicaba martingalas infalibles en los casinos y casas de juego, clandestinas u oficiales. Y regresaba a la Villa con provisiones dinerarias como para tres o cuatro meses. Jugaba póquer y chinchón con vecinos selectos o gentes finsemaneras. Además, algunas muy pocas veces, buscaba oro en las montañesas inmediaciones con relativo éxito, pero éxito al fin. Sus deleites, aparte de los libros, eran frugales salvo los postres. Allí no medía gastos ni dulces.

—¿Le queda algo atragantado en el buche? —quiso saber, un momento en que amañanábamos acostados en el pastito del fondo, bajo los pinos, entre ginebras.

Unos cien mil libros en los recintos de la cabaña y en los sótanos. Alrededor de esa cantidad, acumulados durante años —para leer, para vender, para comer—. Por sí mismo, y gente contratada que recorría las librerías del país comprándolos. Gente instruida por él. Y, además, adquiría por catálogos, informes y publicaciones concernientes.

—Haga la última y ya no pregunte más —intimó en los finales de una cena de truchas a la parrilla y arrolladitos de higos, nueces y miel. Dejó el tintillo, e hizo volar el corcho del champán francés allende las tinieblas alunadas.

Asentí. Brindamos por la Literatura y los amigos que conlleva entre vida y palabras. Puse un hollywoodense suspenso, prendí un cigarrillo. Pité hondo y dije:

—Es un trato, estimado Flichman. Descubrió usted la fuente de la juventud. Ahora bien, ¿cuándo se detendrá ese tránsito hacia atrás? Y, claro, ¿cuánto durará?

—Son dos —respondió ojos en la Luna. Y enmudeció, como si midiera qué decir, qué tanto confiar en mí, qué. Como si pusiera su vida en mis manos. O en mi lengua. Luego, desquitándose, introdujo un británico suspenso que duró lo que tardó en llenar su pipa con tabaco irlandés, echarle un fósforo y soltar humo hacia el cielo de pinos.

—Por siempre —profirió, como si hablara del clima—. Durará siempre. A perpetuidad. Usted, estimado Lautaro, según oigo, no entendió por completo. No encontré la fuente de la juventud. Encontré la eternidad.

Me ahogué en la saliva de mi pensamiento. Tosí. Bebí de la botella hasta verle el poto. Vomité. Pedí disculpas. Fui hasta el baño de la cabaña. Volví con una damajuana de café negro. Y un par de vasos con ginebra.

El silencio podía masticarse como un arrolladito de Flichman. Mi mente crujía espasmos de rotas cadenas. Flichman sonreía por sus fosas nasales. Le mandé el vaso a mis tripas revueltas. Dejaron de hacer piquetes. En mi cerebro había una manifestación irreprimible. Vacié su vaso, el que había traído para. Insistí con un cigarrillo. Me quedé viendo la Luna como si fuera una mujer desnuda. Algo redonda, claro. Pero igual de bella. Me quedé viendo la noche. Me quedé viendo. Al rato, uno de media hora como mínimo, grité: “¡¡¡La puta que lo parió, Flichman!!!”. Hecho, me desmayé.

Al volver de vaya uno a saber qué inconsciencia, estaba en “mi” habitación. Vestido y con hedor a basura podrida. Pasé por la ducha dos veces, una vestido y otra sin ropas. Cuando aparecí en el sombreado porche, el mediodía rajaba la verde–piedra circunstancia. Busqué al anticuario, en vano. El tipo habría tenido algo que hacer en el pueblo. Me serví unos amargos con dos puñados de aspirinas y aguardé.

Volvió en su sulky. Sí, el muy ladino tenía un sulky con un bello matungo alazán carapinta al que, claro, había rebautizado “Marlowe” no había subido a un carruaje traccionado por caballos desde las calesitas de mi infancia, pero pronto aprendí a conducir a Marlowe como una bicicleta. Eso fue después—. En loable gesto, me extendió un manojo de yuyos secos. “Hágase un té con esto y adiós resaca”, dijo. “Mire que la bruja me cobró dos libros de religión, así que tómese el té nomás”, añadió, mientras bajaba un chivo pelado y desnudo y muerto, del sulky.

Obedecí. Santo, o brujo, remedio. Caminé hacia el fondo. Flichman, con un circense sombrero cowboy —odiaba el Sol, más de una vez le oí decir: “El Sol o yo”—, encendía el fuego para asar al pobre chivo que resultó ser una inefable chimichurreada delicia.

Más tarde, al disfrutar el exquisito helado casero hecho de frutas y ginebra, el hombre, que podría haber sido renombrado chef en la Costa Azul, y no librero cordillerano, disparó uno de sus inesperados, el más escalofriante:

—Lautaro, ¿le placería venirse a vivir aquí, conmigo? Me cae bien y tengo planes para usted... para nosotros…

Lo miré como se mira el futuro, con una mezcla de temor y dicha, con esa incierta certeza de lo porvenir no llegado. Lo miré como tratando de predecirme una vida por completo impensada, jamás vislumbrada. O soñada.

Pero Flichman no había acabado, había hecho un parate. Terminó:

—Si me dice que no, tendré que matarlo.

Hacen ya exactos treinta y siete años, dos meses, dos semanas, tres días, siete horas, diez minutos y un segundo, de aquella singular propuesta.

Regresé a la ciudad. Renuncié a mi puesto de “empleado público” a pesar de restar una miaja para jubilarme—, puse mi automóvil y casa en venta, me despedí de algunos amigos y —por separado— de dos furtivas amantes, mentí que viajaba a España, quizás a radicarme, que ya vería, que les escribiría. Más tarde, cargué ropas y textos, y retorné a Villa Las Luces.

Al siguiente día, empecé a comer libros.

Flichman es tres años mayor que yo, retrocedimos el almanaque de la vida y ahí nos estacionamos. Él en los treinta y siete, yo en treinta y cuatro. Ahí nos estacionamos. Ahí comenzamos la eternidad.

Compartimos el destiempo.

No el lírico —usó esa palabra en decenas de poemas—, sino el destiempo concreto, real.

Durante años he andado por la república, y países alrededores, comprando libros antiguos y practicando sus infalibles timberas técnicas. A veces, muy pocas, le gano al chinchón. Y no aprecia para nada mis pullas vindicatorias.

Juntos fundamos la Biblioteca de Villa Las Luces, en un local cedido por el Delegado Municipal. Mas, cuando pasen los años, tendremos que abandonarla en otras manos porque sospecharían de bibliotecarios inmutables. Tenemos ese dilema. Con el aletear del tiempo trasladarnos a otro pueblito aislado o, en modo progresivo, maquillarnos de envejecimiento.

Juntos pretendimos dar un Taller Literario en la Villa. Lo llamaríamos “El Adjetivo Asesino”. Pero desistimos antes de iniciar las clases. El único alumno que se inscribió fue el cura Tranquilino Rodríguez.

Juntos hemos escrito cuentos y novelas negras, rosas y verdes, algunos ensayos sobre Literatura y hasta aprendí a parir poesías —con tal maestro, cómo no—. El drama es que tanto escrito permanecerá inédito hasta que demos con un testaferro de confianza que se atreva a estampar su nombre al pie. Tal vez vos, querido Manu, podrías ocuparte del asunto, aconsejarnos o sugerirnos una solución. No podemos hacerlo nosotros. Flichman superó los ochenta y yo le piso las sandalias, pero todavía no cruzamos los cuarenta. Ni lo haremos. Nos hemos volatilizado del rostro del planeta.

Vivimos felices. Nos llevamos bien. Pocas veces discutimos. Puedo aseverar, sin vacilaciones, que nos hemos hecho buenos camaradas. Hermanos de sangre amiga. O de amiga sangre. Compartida.

Ah, y algo fundamental: ¡Disfrutamos de la vida sin prisa alguna!

Los libros nos han dado eternidad. Pero algo, que escuchamos por radio el otro día, nos inquieta. Quizá sea un rumor infundado. El locutor anunciaba que tras probar con escondido triunfo una peculiar instalación tecnológica para conexiones entre computadoras, militares de la Defensa de EEUU tendrían intenciones de divulgar su experimento con fines de uso civil. Hablaba de una red virtual que podría ampliar al infinito las comunicaciones mundiales. Tal notable invento llevaría, en un futuro muy lejano, a reemplazar cartas, diarios, cine, televisión e incluso libros.

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