Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria
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El encierraclientes

“Al Dr. Manuel Alejo Croce
Presidente Editorial Multilibros S.A.
Avda. Corrientes 348 — 2º Piso
Ciudad de Buenos Aires
S_____________/____________D
Manu, mi querido amigo, mi cadáver no existe, jamás podrán encontrarlo.
No sé cuándo verás estas líneas ni en qué circunstancias. Pero quiero que sepás la verdad. No creás nada de lo que dicen. O dirán.
Tal vez, tampoco a mí.
Nunca te hablé de mi auténtico trabajo. No podía hacerlo. Ahora sí. Porque todo ha cambiado.
Ha cambiado mi vida. Y ha cambiado mi muerte.
A pesar de que nuestra relación, epistolar en gran parte, fue rica y bienhechora, y de que constante has estado en mi memoria, dejé de escribirte por una decisión de especial prudencia. Cuando terminés este mamotreto, entenderás.
Sin embargo, mi corazón suspiró alegrías al leer tus preocupadas palabras. Hace bastante, contraté una casilla —en el Correo Central de la ciudad— con la característica de que se conservara allí la correspondencia a mi nombre, cualquiera fuese la dirección anotada en el sobre, y por tiempo indeterminado. De tanto en vez, bajo a revisar. Fue así como di con tu carta de hace unos meses. Y, bendito sea el azar, me enteré de que cumpliste tu sueño de ser editor. Un destino que, sin duda, llevabas impreso en los genes.
No puedo acertar tu edad actual. Sos menor que yo. ¿Cuántos años? ¿Tuviste hijos, tal vez nietos y bisnietos? ¿Aman ellos los libros —y las mujeres— como vos? ¿Cómo siguió tu vida, querido Manu? Contáme en la próxima.
Agradezco, mucho, tus cálidos deseos de que el asunto fuera un error. Me decís que te hallabas en Francia cuando te llegó la noticia de mi fallecimiento. Estoy vivo, amigo mío, y lo estaré largo tiempo.
Hubo un accidente, sí. Iba a Chile por negocios, el avión tuvo un fatal desperfecto y se incendió al aterrizar. No hubo supervivientes. Mis datos figuraban en la nómina de vuelo. Pero, excepto el susto, no sufrí daños. Sin testigos, salí de la destrozada nave y retorné a casa por otros medios.
Recuerdo, con placer, aquellos años de la adolescencia y nuestra amistad inoxidable, los picnics y paseos por el Parque, los cafés en las confiterías de la Avenida San Martín, los libros, revistas y amiguitas compartidas. Los primeros bailes. Los primeros besos. Luego, la vida. Vos viajabas por la cara del planeta y escribías jugosas crónicas sobre estallidos y revoluciones. Yo seguía tu carrera desde mi empleo público. Igual supimos mantener contacto postal y contarnos las experiencias. Igual logramos salir incólumes —en lo físico, digo— de los años de plomo y espanto que desangraron la patria.
Estoy feliz porque sigás apegado a los libros. Ya sabrás el motivo.
A continuación, te confieso algunos inconfesables…
Hace casi cincuenta años, por estos mendocinos lares, ocurrió un hecho extraño —extraño es la palabra—. Un hombre proveniente de Estambul y de Tunuyán, que decía descender de Salomón y María, de Isaac y Rebeca, de Jacobo y Raquel, fue detenido por un extraño —extraño es la palabra— delito. Solía encerrar clientes en su librería. Una y otra vez. Hasta siete veces siete.
La policía de entonces, ante las siete veces siete denuncias, lo puso entre rejas. Y lo acusó de secuestro pernicioso. Decían que exigía que los ingenuos cautivos le compraran al menos un libro para concederles libertad. Aunque criticable, un sistema de ventas efectivo y original.
Interrogado, se supo que varios tantos sordo. Ochenta y tantos por ciento del oído izquierdo. Noventa y tantos del derecho. Y también poeta. Cien por cien.
“Que no se había dado cuenta ninguna de las siete veces siete”, arguyó. Porque, además, distraído probado. Doscientos por ciento.
Lo dejaron libre. Era inimputable. De cualquier mal.
A la semana de su excarcelación, desapareció.
Pero no “Lo había tragado la tierra”, como alarmaron las planas. Su esfumación resultó ser corolario de un complot muy particular.
Siete de sus víctimas de privación ilegítima de la libertad, conspiraron y confabularon hasta que ejecutaron una inaudita venganza. Un oscurecer, cuando la noche empezaba a desnudarse sobre la ciudad, lo esperaron a la salida. Le propinaron propina con una culata en la cabeza, lo metieron en un auto y.
Los tipos —había encerrado a varones en exclusiva—, lo llevaron a una cabaña en Potrerillos. No cualquier cabaña, sino una que habían enrejado de pies a techo y colmado de libros. Que escarmentara. Que penara como ellos. Pero no por largos minutos, sino más. Y allí lo dejaron, preso entre libros y a agua. Porque ni siquiera pan.
Consumido un mes, cuando quizás era demasiado tarde, la policía entró a la cerril construcción. Para estupor de los esbirros del Orden, para asombro de bomberos y médicos auxiliares de por si acaso, Dalmiro Flichman estaba vivito y sonriendo. Lucía rozagante y —no siendo precisamente un fulano acostumbrado a regalar— regalaba macanudo semblante y buen humor. Preguntado por la prensa, se limitó a responder, con apretada ironía: “No solo de agua vive un hombre”.
Flichman, habituado a la palabra “piedad”, decidió no hacer cargos contra sus captores y el tema cayó, manso, en la amnesia periodística, hasta extinguirse.
Al mes, los jefes me dieron el caso. Querían saber todo, pero, en lo básico, aspiraban a dilucidar dos intríngulis: a) Cómo había sobrevivido —y de modo tan espléndido— sin sustento, un mes íntegro y, b) Por qué razón no había acusado a los autores de su clausura y tampoco exigido retribución monetaria, siendo que apenas tenía ingresos. Algo olía mal en Mendoza y debía averiguar la causa.
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