Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria
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Semanas pasadas, presentíamos con Flichman que, a dieciséis diecisiete años del Siglo 21, tal vez, los adelantos científicos nos complicarían la calma existencia. Y, ayer, nos preguntábamos: ¿Habrá libros eternamente?
Si bien ese es un grande problema, el actual no es menos esencial. Durante años hemos abrevado en féminas de ocasión, tanto en viajes de negocios como en turistas que visitaban el pueblo y hospedábamos con harto placer. Pero, enigmas del corazón, nos vinieron ansias de amor duradero. Hace meses, logramos que un par de muchachas se quedaran a vivir con nosotros. Hace meses, también, que tratamos de convencerlas –hasta ahora sin resultado— de que los libros constituyen un magnífico alimento.
Querido Manu, quedo a la espera de chismes de tu vida. Y comentarios.
Recibí mi estima y un abrazo gigante.
Lautaro”.
Gracias

Rulfo Vázquez —sí, su madre admiraba al genial escritor mexicano— era abogado, pero no ejercía. Practicaba oficio más justiciero. Estafador inmobiliario y bursátil. Tráfico y falsificación de moneda extranjera. Simulación de herencias y testamentos. Estafador y cuarentón. Bien relacionado en los cielos empresarios y sociales, se había encamotado hasta la billetera de una damita de quizá veintiocho. Trajinaba diez años de casado. También, entonces, estafador de afectos.
Ese viernes, pretextó a su esposa una importante reunión de negocios. Cenó con Emma, su chica amante, en un exclusivo boliche. Más tarde, caricias con champán en el depto que había alquilado en el centro para esa clase de. Enseguida, la construcción sexual del amor. Hasta que don Sol bostezó el amanecer.
La alcanzó al domicilio. Tomó grande café en un ídem y hojeó el diario. Regresó. Guardó el BMW en la cochera. Se dio una ducha rápida. Puso, suave, la cabeza en la almohada en el esmero de no inquietar a Lilí. Suspiró. Perfecto. Si no fuera porque tenía a Emma metida en los bolsillos del corazón. Si no fuera porque le gustaría vivir con ella. Aunque más no fuese un tiempito. Si no fuera porque sonaba el celular. ¿Quién carajo, a esta hora, y en sábado?
El Pipi. Un amigo confidente. Ministro de Seguridad. El Pipi, un amigazo. Que Emma había muerto. Que el cadáver había sido encontrado en el living de la vivienda de ella. Hacía minutos. Que a un vecino le extrañó ver la puerta abierta y se asomó. Que Emma en la morgue.
Palideció los latidos. Saltó de la cama. Se encerró en el baño. Confesó que habían comido juntos y. La había transportado a su casa, visto entrar y cerrar. Que gracias. Que lo tuviera al tanto. Cortó. Abrió de nuevo la ducha. Lloró como jamás.
Lilí, su santísima esposa, vio que desayunaba whisky. ¿A esta hora?, pensó. Pero, ni mu. Le puso un tazón de café entre las manos. Se fue de compras. Antes, le frotó un beso en la entrecejada frente. La ignoró. Su esperma le ocupaba la mente. En la autopsia le darían “el piedra libre”. Ahora se hacían análisis de adeene en la provincia. Le saldría una fortuna. Si es que podría untar. Si no, un escándalo memorable. Casi tanto como Emma.
Otra vez el celular. Otra vez el Pipi. Que omitió un importante. Que Emma se había abierto las venas con un trozo de vidrio. Botella de vino. De vino fino. Que investigaban huellas digitales, por cumplir. Pero, suicidio clavado. Sin embargo, había un detalle que... “¿Tomaste mucho anoche? Porque el forense dijo que Emma no había tenido relaciones sexuales en, por lo menos, cuarenta y ocho horas”.
Salvado. Minga de adeene. Pero... ¿Emma suicidada después de amarlo? ¿Emma sin rastro del íntimo ejercicio? ¿Cómo podría ser? Se comunicó con una amiga médica. Confiaba en ella. Sabía mucho. Y era muy linda. Quedaron para la tarde. Tenía que dormir.
Raquel. Café descafeinado en la sonrisa. Sacarina en la cara. Golosinas light en el cuerpo. Dijo: “Existen espermicidas poderosos, pero, incluso usándolos, se puede extraer adeene de los espermatozoides muertos”. Rulfo le explicó que un amigo escritor le había pedido asesoramiento acerca de cómo podían borrarse los vestigios de semen en una vagina. Raquel rió como si no le creyera ni medio y respondió que muy simple, con lavar. Lavar bien, de arrastre, meticulosamente. En el bidé, largo tiempo y con jabón neutro. O bien, con una pera de goma, varias veces. Meditó un instante. Preguntó: “¿Eso podría hacerlo un hombre? Digamos, ¿en una mujer inconsciente... o muerta?”. Raquel respingó. “Supongo que sí. Pero, ¿por qué un hombre? ¿por qué muerta?”, inquirió. Rulfo encogió los hombros. “Solo una idea que me vino”, soltó. Y chistó al mozo.
Cuando, tras reconocerle el favor, le miró el irse, lamentó sentirse de velorio. Pidió un whisky. En el mismo bar. Bebió pausado. Especuló en tanto fumaba. No podía poner un pelo en la morgue ni en la oficina fiscal. No quería molestar al Pipi en sábado. Pero usaría las influencias que la plata le otorgaba. Marcó el número de un diario. Pronunció dos nombres. El del periodista de Policiales que estaba en el caso Emma, y el suyo. Con el segundo whisky, y el cuarto cigarrillo, el tipo llegó.
Pretextó no beber cuando trabajaba, pero aceptó una picadita y un café doble. Rulfo le sirvió unos cuantos dólares envueltos en servilletas de papel. El cronista escondió, recuperó la respiración, dijo: “¿Qué quiere saber?”.
El dictamen de la cana era suicidio. No habían hallado notas. Pero, como la chica vivía sola, y hacía terapia, se quedaron con eso.
Tembló. El psicólogo, o la, sabría de él. Pero no podían delatar. ¿O sí? Otro whisky. Otro llamado. Respiró. El analista —compañero de póquer— expresó que: “El secreto profesional los amparaba. Salvo orden judicial, se les impedía hablar”. Bien. Basta de alcohol. A casa.
Hizo lo que pudo por simular buen ánimo. Pero no lo logró. Lilí se dio cuenta. Lo miró con sus ojazos selváticos. Verdes. Marrones. Negros. Lo miró de ese modo. Mintió un: “Temas de corruptos que quieren más, pero lo voy a arreglar”. Le dio un beso. En la mejilla. Fue a la ducha. Lloró como un perro llorón. Se desplomó. En la cama. En su lado de la cama.
A las seis de la mañana, llamó al periodista. Indagó si había fotografías de Emma difunta. Quería verlas.
Ocho en punto. Esta vez, sendos tostados y cafés. El mismo sitio. El del diario le mostró. Los cortes en las venas eran muy groseros. Demasiado profundos. Por más loca que estuviera... Advirtió algo extraño: ¿Emma se había cambiado de ropa para suicidarse? Cuando se vieron, usaba un exótico vestido rojo que él le había comprado. Pero, cadáver, lucía yin y remera. El asunto olía mal. A cloaca. Quiso saber quién había hallado el cuerpo y si había hecho declaraciones. “No tengo acceso a esa información”, esquivó el hombre. “Trate”, ordenó. Le entregó un sobre de verde contenido. Se quedó con una foto.
Era mediodía de domingo, pero se tiró el lance. Raquel lo atendió. Amable. Gentil. Hermosa. Le enseñó las venas abiertas de Emma. Diagnosticó que los tajos eran innecesariamente hondos, por más que hubiera utilizado un vidrio de botella. Muy raros en una muchacha. Como si alguien —con fuerza— la hubiese ayudado a autoeliminarse. Le agradeció. Le rogó que guardara reserva de lo que había visto. Lo miró, ofendida. Pidió perdón. Se fue rápido.
Telefoneó el de Policiales. Que había sido tal cual. Un vecino distinguió la puerta entreabierta. Dio unos pasos, golpeó palmas. Y se sorprendió. Dos veces. Una, de ver tanta sangre en el piso. La segunda, al descubrir a la sin vida en un sofá. Salió a la carrera. Discó el 911. No hay más. Ni siquiera el nombre del coso.
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