Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria
Здесь есть возможность читать онлайн «Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria» — ознакомительный отрывок электронной книги совершенно бесплатно, а после прочтения отрывка купить полную версию. В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: unrecognised, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Insomnios de la memoria
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Insomnios de la memoria: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Insomnios de la memoria»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Insomnios de la memoria — читать онлайн ознакомительный отрывок
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Insomnios de la memoria», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Fui a la seccional que había llevado la investigación. Me facilitaron los antecedentes de Dalmiro Flichman y el sumario. Supe así que no había sido muy difícil dar con la cabaña puesto que pertenecía a un familiar de los conjurados. Y que el librero tenía medio centenar de inviernos en su alma, y el prontuario de un bebé de tetas. Con omisión de la de encerrar clientes, no constaba allí ninguna infracción legal. A menos que consideráramos que casarse cuatro veces —con pertinentes divorcios entre— y haber vivido en concubinato con tres damas —de a una por chance, claro—, lo fuere.
Leí sus libros, indagué entrevistas, notas publicadas, currículo social y profesional y, discreto, entre sus conocidos más frecuentados. Me anoticié de que usaba florido pañuelo a rajacuello, de que era buen hombre y mejor amigo, brillante poeta, gran bebedor, cocinero envidiable, pésimo jugador de billar, neófito en deportes, mediocre narrador de chistes judíos y colosal fumador. Flichman comenzaba a caerme bien. Un solitario detalle me espinó: amaba el folclore. Los argentinos tenemos muchos defectos, pero ese era imperdonable. Sin tal, quizás hasta hubiera merecido mi simpatía.
Saciado de información, ya preparado para conocerlo, fui a la librería. No estaban. Él ni la librería. Tampoco había libros, muebles, carteles, folletos o avisos oportunos. Nada. Nada más que un local vacío. En el bar de enfrente, relataron que Flichman había pagado su última semana de cafés con una enciclopedia incompleta. Y que se había despedido con la promesa de un futuro poema dedicado al personal del menudo rincón. No, ni por qué ni adónde.
Mis jefes, indignados por lo que barruntaban una artimaña de Flichman destinada a ridiculizarlos, triplicaron viáticos, proporcionaron ayuda científica y experta, me libraron de otros casos y solicitaron lo encontrase sin reparar en medios ni gastos. Sin eufemismos: lo ordenaron so pena de voluntaria renuncia involuntaria al servicio. Y chau, jubilación.
No te he contado, mi querido Manu, que por esa época —Gardel aún vivía— revistaba en la SIAE, Secretaría de Investigaciones de Asuntos Extraños. Pesquisábamos cada suceso, cada fenómeno “raro” que acaeciera. Con fines desconocidos. Al menos por mí. Pasábamos por ser una negra —más allá del gris— oficina de ignotas funciones, dirigida por anónimos funcionarios que respondían a un inexistente organismo oficial de dudosa ubicación, ubicado en una de las trastiendas del edificio de Turismo. Pero, en lo formal, no te mentí. Era un verdadero “empleado público”.
Te aclaro, antes de que lo presumas, que la oficina ni mi empleo tuvieron en absoluto relación política ni ideológica con los gobiernos de turno. Nuestras funciones eran tan ocultas e ignoradas que jamás nadie las conoció. Además, cuando el feroz genocidio sangró esta tierra, ya no pertenecía a la Secretaría y estaba inmerso en otro tema y en otro tiempo y lugar. Ya te enterarás.
Los años se deshojaron, cada uno en pos del anterior —inútiles—, hasta sumar diez. Pero, a la semana de cumplirse esa década de improductiva búsqueda, di con el paradero de Dalmiro Flichman. La pista que me llevó a su hogar fue, de veras, una corazonada de casualidad. No puedo decir como en las novelas: “Cuando ya me había olvidado de Flichman...”, porque nunca me olvidé de él. Pero sí que había desistido de encontrarlo. Algún accidente no denunciado, algún naufragio aéreo o marítimo con muchas víctimas no identificadas, algún incendio colectivo, algún terremoto e inclusive algún tsunami. En fin, que apostaba que, por alguno de esos “algunes”, ya no lo vería. Perdí la apuesta.
Sabés, Manu, que, de tanto en tanto, tomaba unos días de vacaciones para imaginar que descansaba y que, por lo general, elegía sitios bastante tranquilos. Bueno, fui un fin de semana montaña arriba, a un pueblito llamado Villa Las Luces . Escaso de habitantes y de comunicaciones. Unas tres horas en auto.
A pie, daba una vuelta por el agreste paraje cuando, en el atrio de la iglesia, descubrí una exigua reunión de vecinos. Curioso, ¿qué tratarían?, me acerqué y resultó ser una feria de platos. Los pueblerinos exponían sus frescas obras culinarias y un jurado, tras probaditas varias, daba el fallo in situ . Al entrometer mis oídos en las voces, advertí que eran quejas. El ganador no se había presentado e interpretaban la cuestión como una falta gravísima por lo que, luego de deliberar, se revolvió anular el veredicto y otorgar el premio al segundo concursante seleccionado. Una señora muy aseñorada, riendo muelas impolutas —y postizas—, pasó al frente y, entre aplausos, recibió la distinción.
Cuando el grupo se dispersaba y comentaba el acontecimiento, oí el nombre del falluto inasistente: Oscar Poe. Y el corazón, por muy poco, no se me desparramó en pleno atrio. Cerré la boca. Busqué, y hallé ahí nomás, una placita con cinco bancos y me senté a la sombra de un aguaribay. No podía ser otro. Flichman era fanático de Edgar Allan y de Wilde. Suponía que había cambiado el nombre y suponía que debía ser un cambio literario, pero jamás supuse que estaría tan cerca de la ciudad. Claro que en ese pueblo... ¿Quién lo encontraría? Y, más aún, cuando lo vi en persona... ¿Quién lo identificaría?
Pregunté al cura —después supe que se llamaba Tranquilino Rodríguez— la dirección del tal Poe. Respondió que el señor de mi interés no había ido a comulgar ni por error y que no asistía a misa ni para Semana Santa. No hacía falta que aclarara, Flichman era ateo de nacimiento. Sin embargo, sí me indicó adónde encontrarlo. Era muy lógico, qué imbécil. Me reproché no haberlo deducido y evitar mostrarme ante el ensotanado. El bar de la Villa quedaba, si atravesaba la microscópica plaza, a dos cuadras.
Flichman no me conocía, entré sin precauciones. Los domingos solían vueltear por el pueblo algunos turistas, así que nadie se fijó en mí. Tampoco él. Pero... ¿Era él? ¿Ese hombre era Flichman?
A hurtadillas, eché una ojeada —tal vez la millonésima— a la fotografía que portaba en el interior de mi gabán. El hombre en mi bolsillo, semejaba el padre del Flichman que se hallaba a tres metros bebiendo ginebra. Este, que había sido un hombre salido de carnes, se veía delgado como un deportista flaco. Su cabello tupido y blanco como una brocha de cal blanca, era ahora castaño oscuro y su larga barba nívea se había evaporado. Su tez, amarillenta y venada, relucía fresca como la de una manzana silvestre. No solo no había envejecido en los años transcurridos. Parecía un fulano de... ¡De unos cuarenta y algo!
¿Qué cuernos había sucedido con Flichman?
Imitándolo, pedí una ginebra, desplegué el diarucho regional que llevaba, me dediqué a estudiarlo. El tipo no había notado mi presencia. El tipo estaba por completo ausente del bar. El tipo hablaba bajito con una silla vacía a su costado. ¡El tipo estaba chiflado!
En su recorrido, mis ojos toparon con un atado de sus religiosos negros —la única religión que él practicaba— y una caja de fósforos. Decidí moverme. Me levanté, me detuve junto, le pedí fuego y exhibí uno de mis rubios como excusa. Tardó en regresar. Pasó sus manos por el pelo con frenesí, despeinándolo. Pero el cabello tornó de inmediato a su emplazamiento original. Repetí la solicitud, con voz un tono más alto, acababa de recordar que el sujeto carecía de audición normal. Me miró de botas a calva embrionaria. Me miró con morosa calma. Por fin:
—Sírvase —dijo, como si recitara un extendido discurso y, cansado, señaló la caja de fósforos.
—Gracias, señor —hablé de nuevo. Tomé la caja. Abrí. Saqué un fósforo. Raspé su cabeza en el áspero trasero de cartón. Encendí. Devolví. Fui a mi silla. Y, al pitar, desocupé la copa.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Insomnios de la memoria»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Insomnios de la memoria» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Insomnios de la memoria» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.