Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria

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Treinta y siete cuentos inéditos del escritor mendocino fallecido en 2014 que, en un estilo entre surrealista y policial, recrea figuras conocidas y paisajes de nuestra provincia, con perspectiva de juego y sátira social que trascienden lo local.

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Al llegar, los residentes, los tal vez siete que había en la calle principal, la que transitaba, me miraron como si vieran a Alonso Quijano pasear por el pueblo. Después supe, en verdad de inmediato, que no se fijaban en mí sino en lo que colgaba de mi espalda.

Un hombre de mediana edad y de abdomen asaz más que mediano, desprendiéndose de los curiosos, se cruzó en mi derrotero y saludó al hacer la venia con mano derecha en la sien del mismo lado. Aunque lucía –es un decir— boina blanca, camisa amarilla, overol azul y alpargatas negras, se presentó como el sargento Costilla, a cargo del Destacamento Policial de Villa Las Luces. Saludé, enuncié mi nombre y apellido, pregunté por un hotel.

El representante de la Ley y el Orden, con un gesto de molestia que descifré como “Eso es secundario”, dijo, con su voz: “Lo que lleva en la espalda, esa funda, ¿tiene adentro una guitarra?”. Emulándolo, dije que “Sí” con la cabeza y, mientras un gordo murmullo se alzaba como una humareda desaprobatoria desde el sector de los fisgones, agregué, con mi voz: “¿Por qué lo pregunta?”. Para mi asombro, el sargento retrocedió medio metro e hizo el ademán de sacar un arma de la cintura. A mi vez, reculé un tanto y, cuando me disponía a correr, el tipo, quizá desilusionado al no hallar nada más que un lápiz en el bolsillo del overol, pero apuntándome con él, respondió, con contenida furia y tono de amenaza no contenida: “¡Porque en este pueblo está absolutamente prohibida la música, por eso! ¡Y, por lo tanto, está prohibido escuchar música, oír música, tocar música! ¡Por eso!”.

Presumo que trastabillé ante semejante declaración, y sospecho que me aferré del aire para no caer de bruces traseras sobre la tierra que pavimentaba la calle. Abrí la boca para dejar salir el grito de protesta que vomitaban mis entrañas, pero, el muy... energúmeno, no me lo permitió. Puso una mano, izquierda creo, sí, izquierda, porque con la otra aún blandía el lápiz, a centímetros de mis labios para hacerme callar, relojeó a los figurantes buscando consentimiento y, cuando lo obtuvo, largó un: “Así que ya sabe, che. Ni se le ocurra tocar esa guitarra porque si no me va a obligar a que se la decomise. ¿Está claro?”. No era una pregunta, era una orden. Afirmé un “Sí” con los ojos —todavía tenía la boca abierta—, repentino el rostro de halcón se volvió paloma y oí un condescendiente: “Bueno, nos vamos entendiendo. Pase, el hotel queda en la otra esquina”, y se hizo a un costado, cediéndome la ruta.

El hotel, seis habitaciones en planta baja —todo el poblado subsistía en planta baja—, más que hotel era escasamente un albergue no transitorio, pero se veía limpio y tranquilo. Bueno, en ese lugar, y sin música, la supervivencia entera sería, era evidente, muy tranquila. Tenía, no obstante, un inesperado encanto: Trilce. Trilce la chica a cargo del establecimiento. Trilce que indicaba que alguien, cuanto menos sus padres, había leído a Vallejo en esa aldea si no de Dios, olvidada de pentagramas y semicorcheas. Trilce, con mi edad, la de aquel momento, refulgía en ese silente sumidero cual una gota en un erial, es decir, como una gota en un erial.

Trilce, recibiéndome con una sonrisa de Luna en la cara y un kilo de azúcar en la voz, quiso saber mi nombre, vio el estuche pegado a mi espalda como una desmesurada joroba extraterrestre, guiándome enamorándome seduciéndome hasta la habitación más cercana al baño, el solo baño, del hotel. Trilce, enfiestándome la circunstancia y la vida íntegra, mostrándome la cama, abriéndola para que viera la perfumada pureza de las sábanas, señalándome el ropero, la silla y la ventana que daba al patio trasero. Trilce, indicándome que allí, al final del patio trasero, a escasos siete metros, se hallaba su cuarto.

Apenas una ducha rápida para quitarme la transpiración, nunca el polvo. Nunca el polvo en los días que padecí en ese averno sin armonías. Eso le pregunté a la linda mientras sorbía lento, bajo el café de sus ojos, el café dispuesto por sus manos de café con leche: “¿Por qué la prohibición de la música?” .

Juró que no lo sabía. Que “el asunto” había ocurrido antes de que la trajera la cigüeña. Que había crecido y se había desarrollado –y con qué formas— sin oír en su corta vidita un solo acorde. Que no había, en el pueblo o sus alrededores, artefactos que irradiaran música. Que las radios y televisores debían enmudecer ante el minúsculo amago de canciones o melodías.

Igual respuesta obtuve en cada sitio que indagué. Nadie, ninguno, ninguna, hombre, mujer, niño, niña, jubilados, jubiladas, empleados, vagos, jóvenes y no tanto, nativo o foráneo, cartero, bibliotecaria, cura, monjas, nadie, ninguno, ninguna, sabía de “el asunto”. O no quería saber. Ni contar. Pero “el asunto” ya me tenía putrefacto a las pocas horas de recorrer casas, ranchos, huertas y corrales. Iba a descular el enigma aunque me fuera la existencia en ello.

Con la guitarra en el ropero, fui a cenar al único comedor, no daba para restaurante, que vi en mis caminatas. Puchero del mediodía, y gracias que quedaba. Y con soda, “Gaseosas no, señor”. A resultas, mejor que el vino de la casa que pedí otro día que, como vinagre para las ensaladas, contentas las lechugas. Nadie, de los otros comensales, unos tres como máximo, me dirigió un “¡Buenas Noches!” ni tampoco palabra suelta. O atada. Se pasaron, el completo puchero con soda, observándome como si fuera Lucifer sorbiendo el tuétano de un caracú.

De regreso, Mirta, es decir, Trilce, compadeciéndose de mi situación de ermitaño errante, me invitó con un cafecito a siete metros de la ventana de mi habitación. En la suya.

Cuando el Sol se ponía las pilas y yo volvía, muy ufano, surcando las sombras claras a través del patio, un palo en la nuca me mató la libidinosa risita de golpe, de un golpe. Con la conciencia desbarrancada, y el inconsciente en cueros, logré, diminutamente, percibir que era aupado por media docena de brazos, tal vez más, y transportado un largo trecho. Luego, fui arrojado, estrellado con harta brusquedad, contra el piso que debió ser de roca imbatible porque, a pesar de los años, aún me duele el recuerdo. Acto seguido, fui pateado y pateado y pateado sin misericordia alguna por media docena de pies, tal vez más, durante dos o tres siglos hasta que dejé de sentir dolor, hasta que dejé de sentir.

Me reavivó un perro que, sediento, lamía baba de mi boca y sangre de mi cara. El Sol estaba ya en su cenit y, en lo alto, distinguí el rondar de una patota de chimangos que, defraudados, se alejaron en cuanto vieron que me movía. Me apoyé en el choco para levantarme y, sufriendo como un murciélago apaleado, a durísimas penas, en dos horas, conseguí recorrer las tres cuadras que separaban el hotel del descampado de la artera paliza.

Trilce maullando, llorando, abrazando, sosteniendo, desvistiendo, acostando. Trilce lavando, acariciando, sobando, curando, vendando, calmando. Trilce introduciendo gotas de caldo por lo que habían sido mis labios, y gotas de agua, y gotas de amor. Trilce.

Los rayos del día después, y las palomas de todos los días, me despertaron al unísono. Despegué los ojos, y vi la puerta abierta del ropero. Y la ausencia de mi guitarra. ¡Los malparidos, no satisfechos con molerme a patadas, también habían sustraído la guitarra!

Me vestí muy rápido, en unos cincuenta minutos, y caminé deprisa hacia la recepción. En media hora, estuve frente a la más diestra enfermera de la Tierra. Enfermerita. Me preparó un reconfortante café y, luego, como ya me sentía a la perfección, le pedí que fuera a buscar al sargento Costilla. Yo no llegaría ni a la vereda.

Costilla entró como Trilce por su casa y saludó más cordial. Esta vez, vestía el uniforme. Una lástima, el overol le quedaba mejor. Se mostró muy sorprendido por la pinta de gato atropellado por una aplanadora que ostentaba y le conté del ataque del que había sido víctima y del robo de la guitarra. También le informé que me había comunicado con mi señor padre, Juez de Cámara en mi provincia. Arrugó el ceño de manera muy policial y, ofendido, como si le hubiera insultado la madre, dijo: “Quédese tranquilo, yo me hago cargo”. Y se fue como si le urgieran los intestinos. Sin darme ocasión de que le añadiera que mi señor padre, por esos días, asistía a un congreso de juristas en Chile.

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