Hasta tal punto llegó la fascinación de Mónica que cuando se casaron fue ella y no Pepe quien se aseguró de que los frascos de bolitas quedaran en la casa que empezarían a compartir. El gesto a él lo sorprendió, le pareció de un fanatismo exagerado y hasta le provocó cierto enojo, siempre había sentido que quedaba afuera de un encantamiento inentendible para él y que ella no le compartía.
Moni destinó a las bolitas un lugar de privilegio en un estante de la propia habitación. Pero al tiempo eso no le fue suficiente, las quería más cerca, y logró que Pepe –aunque refunfuñando y preguntándole ¡para qué! si ya tenían chucherías en el rincón del escritorio junto a la ventana en el mismo cuarto– le pusiera un estante de su lado, cercano a la cabecera, casi sobre la mesita de luz.
Poco después algo especial le ocurrió a Moni: por primera vez en su vida comenzó a experimentar sueños eróticos. Fue la época en que Pepe empezó a viajar por trabajo, aunque ella no pensó que los sueños se relacionaran con la ausencia de su marido; de hecho casi no lo extrañaba, porque durante el día se mantenía ocupada con su trabajo y luego todas las noches dedicaba un rato a poner orden a la colección de bolitas, que se merecía una puesta en valor.
El primer sueño tuvo lugar una noche en que se había quedado hasta tarde clasificando las piezas; se había sentado en la cama de dos plazas, con la espada apoyada en la cabecera, y entre las piernas rectas abiertas en V había volcado algunos frascos y se había puesto a pensar los criterios para agrupar –esmalte y color exterior, formas interiores, tornasol, etc; en un momento se quedó dormida con la cabeza hacia atrás y la despertó horas después un cosquilleo estremecedor y placentero en el final de la espalda. Al instante recordó el sueño, y sonrió anchamente; bajó todo el material de vidrio a la alfombra y siguió durmiendo; asunto terminado, aunque por lo placentero no le pasó desapercibido, desde luego.
El siguiente sueño fue unas semanas después. Al acostarse había bajado del estante de la colección ya ordenada el frasco de bolitas de tornasol anaranjado, eran hermosas, realmente, y se durmió contemplándolas. En plena madrugada la despertó un estremecimiento delicioso en la nuca y el cuello. Al instante recordó: había soñado que la besaban con arrobamiento y dedicación en varios recovecos, aaah volvió a estremecerse al recordar. Y sonriente, sacudiendo la cabeza, como negándose a creer lo que había sentido, giró en la cama para seguir durmiendo.
La tercera vez se había dormido sosteniendo una de vidrio azul muy oscuro pero translúcido, que parecía un zafiro, y otra negra como de obsidiana… eran de una belleza indescriptible. No entendía cómo Pepe no seguía maravillado como en la infancia con ese tesoro. Cuando despertó en un espasmo de placer llegó a escuchar el final de su propio gemido, estaba transpirada y el estremecimiento le duró unos segundos mientras aparecían imágenes del sueño –una sonrisa agradable y blanquísima, una nariz rozando con su respiración un cuello, una mano firme en la nuca, unos dedos morenos jugueteando en su pezón rosado, una espalda varonil oscura y musculosa, y más lejos unas piernas blancas de mujer abrazadas a la cadera del hombre. ¡¿Qué le pasaba?! La sorpresa no le impidió admitir que había sido un sueño feliz… Mónica, todavía acalorada, se abanicó con las sábanas, apagó la luz que había encontrado encendida, y sonriendo, todavía sin creerlo, se abandonó al sueño invitada por la flojera que sentía en las piernas.
Al despertar aquella mañana ató cabos, descubrió las coincidencias de los tres sueños con la cercanía de las bolitas de Pepe. Y por unas noches, decidió comprobar sus sospechas. El experimento, al que se dedicó con ahínco, resultó un éxito. En todo sentido. Porque hasta el humor le cambió a Moni y se le hicieron más llevaderas las ausencias de Pepe, y disminuyeron la intensidad y la frecuencia de sus reclamos. Extrañado por el cambio, en alguna ocasión Pepe le preguntó a su mujer a qué se debía y Moni salió del paso con algo inventado: había decidido que se guardaría bien su secreto. Y lo había logrado.
¡Pero ahora habían llegado a este punto! ¿Con qué argumento defendería la posesión de las bolitas? ¡Si eran de él!...
Tuvo que ofrecer bastante para salirse con la suya: unas cuantas joyas de oro heredadas de las abuelas, una oferta que Pepe no entendió pero finalmente aceptó gustoso.
A veces se paga cara la voluntad de soñar.§
Pierre Dumas
Gustavo Cerati / Déjà-vu
Miró una vez más a su alrededor para tratar de ubicarse y fijar algunas referencias. Era irritante esa propensión que tenían los espacios a cambiar de tamaño y de volúmenes. Se comportaban como niños traviesos que hacían bromas de mal gusto y salían corriendo para que no los retaran. Estaba en medio de una pieza o de una habitación que podría haber sido también una casa entera, porque tenía esos recovecos que se alejaban, se acercaban, se agrandaban o se achicaban a medida que él fijaba la mirada sobre algún objeto en especial o la relajaba para tratar de poner orden en su mente. Ese movimiento perpetuo hacía difícil concentrarse en algo en particular. Los ojos y el espíritu saltaban de una cosa a otra sin lógica y sobre todo sin descanso. Aturdía, porque todas las paredes estaban tapizadas de cuadros, de imágenes, de mapas y al mismo tiempo estaban llenas de estantes y de vidrieras. Había además mesas por todos lados y el único lugar donde uno podía quedarse parado era en el centro. Apenas si podía girar sobre sí mismo para seguir investigando con la mirada, tratando de encontrar una razón a esa acumulación impresionante. Se dio cuenta desde el principio de que era una tarea ardua, porque los espacios eran tan fluidos que los objetos, al parecer distantes a primera vista, se pegaban uno al otro un segundo más tarde. La cantidad de cosas acumuladas, además, era tal que resultaba imposible aferrarse a algo que pudiera tomar como punto de partida. Parecía imposible siquiera poder captar la idea general de ese amontonamiento. Si bien había algunas colecciones o algunos esbozos de armonía en ciertos rincones, no era el caso del espacio en su generalidad. Aunque era sumamente agotador tener que soportar una visión semejante en perpetuo movimiento, era intrigante a la vez, porque emanaba una impresión de déjà-vu permanente. Tanto los paisajes en las fotos como las caras en los retratos o los bibelots sobre los estantes tenían algo de familiaridad, de cercanía y hasta de intimidad. Aquel señor bigotudo en una foto en blanco y negro, sobre la pared que acababa de alejarse a toda velocidad para hundirse en lo más profundo de uno de los recovecos ¿no se parecía al tío Zacarías? Aquella llama tallada en un bloque de sal, sobre un estante que venía acercándose de costado, ¿no era idéntica a la que sus padres le trajeron alguna vez, cuando era niño, de un viaje a Jujuy? Imposible fijar la mirada porque todo iba y venía como en medio de un baile frenético, al igual que cuando uno quiere clavar la vista sobre una persona entre miles de parejas que bailan un vals vienés en una sala diminuta. Ni él ni nadie podría haber dicho cuánto tiempo se quedó en medio de esa pieza. Toda una vida. O un solo segundo. El movimiento perpetuo de esos espacios parecía haber aniquilado el tiempo, o por lo menos lo reemplazaba. Se sucedieron así rostros, escenas y paisajes u objetos. Seguramente estaba parado desde hacía mucho tiempo pero no sentía cansancio en las piernas, aunque no soportaba más la irritación en los ojos y se sentía algo mareado. Sin embargo, tanta paciencia fue recompensada porque poco a poco empezó a entender que el único orden de la muestra y la única lógica de las idas y venidas de las paredes eran sus propios recuerdos. Descubrirlo fue como una revelación fulgurante. De repente se sintió más afianzado, más robusto sobre sus piernas y ya no necesitó aferrarse a una especie de baranda que tenía al costado. Pero fue cuando también se dio cuenta de que no había casi ruidos en esa pieza. Solo escuchaba algunos murmullos que se iban atenuando poco a poco, como la oscuridad se refugia en los rincones más alejados cuando uno prende una luz. Pensando en la luz... se dio cuenta de que la pieza iba quedando ahora en las penumbras. Ya no distinguía los estantes más lejanos. Justo cuando lo había entendido todo y podría haber aprovechado el encadenamiento de los movimientos de esa… muestra, por decirlo así. Al final, solo pudo discernir lo que pasaba muy cerca de sus ojos. Fue entonces cuando decidió que era tiempo de abandonar la pieza y de empujar la puerta. La única puerta que había, en realidad. Era tiempo de salir afuera y respirar un poco luego de tanto encierro. El silencio ya era total y la negrura tan espesa como una cortina de teatro caída sobre el escenario al final de una representación. Lo único que se podía discernir en ese momento era el marco de la puerta, alrededor del cual se filtraba un rayo de luz blanca que dibujaba a la perfección el rectángulo de su forma. No era de noche, por lo visto. Era la pieza, o esa casa, las que se habían quedado en la oscuridad. Pero afuera era pleno día. Empujó la manija con mucha energía y mucha alegría, abriendo la puerta de golpe. La luz era tan blanca, tan intensa, que se cegó de inmediato. Tardó varios minutos en adaptar sus ojos a tal claridad y pudo darse cuenta de que se encontraba frente a un largo túnel de piso y paredes brillantes e inmaculadas. Desde alguna parte filtraba una música ligera y atrapante. Pensó en estos éxitos de verano de antes y le pareció adivinar playas, olas y velas que pasaban fugazmente por encima de la blancura de aquel singular lugar. Decidió emprender la marcha. No sabía cuán larga iba a ser, pero eso lo llenaba de felicidad. Entonces cerró con mucha delicadeza la puerta, le dio la espalda y se lanzó a la aventura. §
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