Vista 1. «Nadie me conocía…». Primera página reescrita a la izquierda en el «Cuaderno negro».
Vista 2. «Nadie me conocía…». Primera página escrita en la cara derecha del «Cuaderno negro».
Vista 3. «Nadie me conocía...». Segunda página reescrita en el lado izquierdo.
Vista 4. «Nadie me conocía...». Primera versión de la segunda página.
Vista 5. «Nadie me conocía...». Penúltima página escrita a la derecha.
Vista 6. «Nadie me conocía...». Última página.
En la página en la cual Varela hace las primeras anotaciones la hablante se autodefine como «emparedada, rota, / rescatada del naufragio / … / más perra aún que el perro, / sorprendida por la primavera, / famélica, suicida, dichosa, / era yo, la extranjera» (vista 2). Esta hipercalificación de signo prioritariamente negativo, pero también antitética, pues le da el mismo valor a los términos que enuncian el hambre, la muerte y la felicidad, es descartada en la reescritura que se lee en la página de la izquierda (vista 1). No censura esta serie de calificativos con tachaduras, los descarta luego de haberlo pensado y los invalida cubriéndolos de silencio. Esos términos acentúan la inmovilidad, el encierro, una condición más baja aun que la del animal, la carencia y la conquista de una precaria dicha en el contexto de un mundo que empieza a ser descubierto; al silenciarlos, visibiliza la opción del autocontrol y la concentración del sentido en pocas palabras. Lo que queda en el texto reescrito es la expresión de la anomalía con respecto al entorno, la diferencia en relación con los otros, que consiste en ser «extranjera» y «único fantasma», es decir, casi invisible en un ámbito que de por sí anula la identidad por su vacuidad: «único fantasma en el mediodía de los parques vacíos» (vista 1). Además, la definición del yo se halla estrechamente ligada a los otros, un colectivo borrosamente delineado en esta primera página, pero marcado como ajeno («entre ellos», «en sus mesas de alquiler»), aunque, a través de la mirada, le da existencia a quien habla («rescatada del naufragio por los ojos veloces del pasante»).
El espacio que el poema va trazando contrasta lo abierto y lo cerrado (calles y parques y cafés), por un lado, con el paisaje de la memoria, por otro. El solitario sujeto lírico se reconoce «entre el senegalés de morada / sonrisa y el solitario / bebedor de ajenjo» (vista 3), personificaciones del inmigrante y el bohemio que no solo completan el diseño de la ciudad de París, sino aportan a la definición del yo esos mismos atributos. Es más, en la penúltima página, Varela insiste en ese punto de vista que le otorga al yo la calidad de reflejo, la hablante le debe a otro cierta condición de su ser que, de ese modo, va adquiriendo rasgos proporcionados por el contexto, el mismo en la experiencia de la autora y en la realidad creada del texto, y que no se observa en los poemas de los años cuarenta: «y dios, bordelés patrono de café, / me sonreía desde la caja / y el milagro de estar viva / costaba apenas / unos pocos centavos» (vista 5). La identificación del «patrono de café» como «dios» se relaciona con una serie de alusiones a lo divino de diversa índole que, a lo largo de su obra, Blanca Varela irá nutriendo de sentido y de implicaciones complejas a las que volveré más adelante. Es significativo que en esta página la autora haya decidido tachar el nombre de otro personaje, el intérprete de acordeón Roland Letellier, decisión que le da protagonismo a la música y es un indicador de cómo al elaborar a partir de la realidad no incurre en la necesidad de retratarla. También eliminó en esta página ocho versos centrados en la expresión de sentimientos de ansia de cariño, de tristeza y de abandono, como una forma de trazar una vía que la alejara de la confesión personal.
En ese paisaje urbano, el sujeto lírico rememora y por ello actualiza otro paisaje que establece un contraste con aquel en que se encuentra. Este rescate surge de una rápida anotación sobre la palidez de la luz del crepúsculo, a la cual contrapone la visión de un sol que «llameaba en la memoria» (vista 3). De ese modo ingresa el paisaje de la infancia, el de la costa desértica tantas veces mencionado en su obra posterior, alentado por la distancia a la que se somete el yo empírico: «sol lejano, sol de desierto, / sol de infancia, / alta isla rodeada de sueño y miseria» (vista 3). El mecanismo es similar al practicado en «Puerto Supe», aunque en dicho poema el detonante es el distanciamiento en el tiempo y se plasma la afirmación de pertenencia a dicho entorno desde el discurso actual de la voz poética; es destacable en ese sentido el hecho de que todos los verbos de dicho poema estén en tiempo presente. La mención a la distancia en este inédito motiva también la rememoración de la despedida y de la ausencia, pero en el contrapunto entre lo tachado y lo reescrito se reconoce un ser en la ausencia. Varela descarta sin tachar la concesión a la nostalgia: «y luego como un relato ajeno / la partida sin adioses / la neblina de rostros vagamente / amados» (vista 4). Hay un antes y un ahora, un lugar distante vagamente dibujado desde el nuevo emplazamiento del yo, cercano y con nítidos contrastes. Si bien no queda constancia de una versión definitiva de este poema abandonado, «Nadie me conocía…» introduce la configuración de una voz lírica en relación con un nuevo mundo creado que se abre al espacio de la ciudad, distinta de la de los poemas limeños de la década de 1940 y probablemente anterior a la que se expresa en «Puerto Supe».
En la etapa inicial de su obra, representada por «El fuego y sus jardines», la parte eliminada posteriormente de Ese puerto existe, Blanca Varela tiende a ocultar la identidad del hablante lírico que, aunque es un enunciador, no se define ni se autocalifica y permanece velado por el objeto de la enunciación, preferentemente descripciones de lo sensible y construcciones simbólicas. Solo cuando se confronta con otro dice algo de sí, como en «Esta oscura flor», en la que el yo es un ser que huye del que fue su «amado», concreto o simbólico («huyo de tus pálidas alas; de tu cuello delgado y transparente, viejo cisne, huyo»); o como en «En el espejo», en el cual la voz lírica se inclina a conjugar el placer y el dolor o, mejor dicho, a encontrar uno en el otro, como se leerá en diversos pasajes de su obra poética («Exploro la llama y no la extingo porque amo su calor doloroso, / sus angustiadas lenguas sin sonido»). En Ese puerto existe, o en lo que Varela decide que sea finalmente ese libro, el hablante lírico tiende a perderse en formas indeterminadas o a manifestarse como un yo masculino que más bien parece vincularse a la especie, humana o animal, sin un propósito visible de negar lo femenino o afirmarlo por ausencia; es el que ama la costa donde ha echado raíces, el que asciende desde el pozo y profundiza en la noche, pero también el simio («Primer baile»), el «único viviente», el que se mueve en el lodazal y con dificultad asciende. Humano y animal en similares desplazamientos y condiciones.
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