1 ...6 7 8 10 11 12 ...32 Sin embargo, Buero no iba a recuperar su plena libertad de movimientos sin antes encajar algunos reveses en su difusión internacional. Que una editorial alemana rechazara traducir El concierto le molesta, que Sir Lawrence Olivier desestime llevar a la escena inglesa En la ardiente oscuridad por «excesiva amargura» le decepciona, que Claude Planson, director del Théâtre des Nations de París, pretexte que no dispone de fechas libres para programar una obra suya le indigna. Especialmente porque Planson sí estrenó a Alfonso Sastre, con el que tres años antes Buero había mantenido una polémica acerca de la posibilidad o imposibilidad de hacer un teatro crítico bajo la dictadura. Desde posiciones ideológicas semejantes, frente a Sastre, que postulaba una escritura sin autolimitaciones, como si no existiera la censura, Buero propugnaba «la necesidad de un teatro difícil y resuelto a expresar con la mayor holgura, pero que no solo debe escribirse, sino estrenarse», es decir, un teatro no iluso respecto a sus condiciones reales de posibilidad, teniendo en cuenta que el objetivo primordial del autor es llegar al público. Es lo que Buero llamó un teatro «“en situación”, lo más arriesgado posible, pero no temerario». Esta disparidad de criterios venía de atrás, como prueba la carta a Guillermo de Torre que he citado más arriba (o sus declaraciones en Índice de 1958), y se había mantenido en un terreno privado, pero en 1960 Alfonso Sastre dio publicidad al debate desde la revista Primer Acto con el artículo «Teatro imposible y pacto social». Buero, directamente aludido como culpable de un «larvado conformismo», respondió en el número siguiente con una «Obligada precisión acerca del imposibilismo». Aquella controversia se enconó y dejó una estela muy duradera en el debate en torno a la libertad intelectual y la ética del escritor bajo la vigilancia coercitiva y punitiva de la censura.
Un irónico azar quiso que, en la protesta que ciento dos intelectuales firmaron en octubre de 1963 contra la represión policial sufrida por los mineros asturianos, Buero y Sastre figuraran uno detrás del otro, entre José Bergamín (a quien dirigió el ministro Manuel Fraga su respuesta) y Gabriel Celaya por delante y el editor Fernando Baeza y el crítico José María Castellet por detrás. Suscribir aquella protesta no le iba a salir gratis a Buero ni a nadie.
D. R. M.
A Antonio Buero Vallejo
Londres, 5 de diciembre de 1954
Querido amigo Antonio:
Hola.
Más de tres meses llevo aquí, pero solo hace diez días que tengo concedido permiso legal. Hasta entonces no he sabido a ciencia cierta si podría continuar aquí o si habría de preparar las maletas. En tal estado de ánimo, lo que menos deseaba era escribir cartas faltas del contenido más substancioso para mis amigos: la información acerca del resultado de un viaje, el éxito o el fracaso. Puedes estar seguro, no obstante, de que te he recordado con frecuencia y de que no rara vez he hablado de ti.
Estoy contento. He tenido una suerte disparatada y, a los nueve días de mi llegada, comencé a trabajar como ¡The Secretary! de un importante restaurante. Desde hace unos días, además, como antes te digo, actúo con contrato legal de trabajo. Espero tener conmigo a Blanca y a la niña antes de quince días. Bien, esto va bien.
Para que te des idea de mi buena fortuna, te diré que los únicos raros empleos que al extranjero se le conceden son de tipo doméstico, modestísimos. En mi caso se produjo una carambola de bulto: el mismo día en que entraba en un restaurante, a pedir trabajo como lavaplatos, el secretario —gerente, en los restaurantes españoles— se iba de la casa. Entonces el dueño —exespañol— me sentó en la oficina.
He tropezado y tropiezo con dificultades angustiosas en mi labor. He sentido angustia real muchas veces, frente a problemas que ni Cristo podía echarme una mano. Desde el primer día tuve que habérmelas, ¡por teléfono!, con proveedores y clientes. A los dos días hube de pagar al personal —unas veinte cabezas de ganado—, tras confeccionar la nómina y deducir de ella los impuestos oficiales, el seguro y la Biblia. Y todo, por supuesto, en el sistema monetario más ilógico que puedas figurarte. La costumbre comercial es distinta a la española, además, y esto también pesa sobre mis libros y mis operaciones de pago o cobro. Los textos legales, escritos en un idioma que uno se hacía la ilusión de conocer, te pegan sustos de muerte. En fin. En fin.
Pero todo va bien. Ahora adivinando, ahora inventando, con el alma en vilo día y noche, he ido superando todo lo que se ha puesto por delante. Ya sumo mejor e incluso gozo cuadrando balances. Ya no temo las respuestas oficiales a mis cartas, ni me escondo cartas acusadoras antes de que las vea el dueño. Tú no sabes lo que he pasado, las risas de miedo que me he tragado, las carreras que me he pegado. Ni conoces el estupor de mis interlocutores ante mi inglés: definitivo; estupendo.
Creo que el dueño —viejo y fornido, inculto y vanidoso como él solo, y autor de una canción que consta de una sola nota, la nota «brrrr…»— me tiene por un buen chico, con buena voluntad y poca luz en el cerebro. No deseo otra opinión de él, por ahora. Cuando tenga todos los ases en la mano —y ya tengo algunos— le demostraré de un golpe toda su necedad.
Tengo un buen sueldo, aparte de mi comida —espléndida; la que yo elijo—. Son unas 5.000 pesetas al mes —que no lucen tanto como ahí—. Termino mi trabajo a las cinco de la tarde. Voy a dar clases de español —muy solicitado— a partir de esa hora. Mi inglés progresa también y están ya pasados los días difíciles en ese aspecto. Aprendo, además, una profesión de verdad interesante para ganar dinero en cualquier parte. En suma, créete que, para empezar, no puedo quejarme. Con la llegada de Blanca y la jambeta me sentiré un gigante.
Mi alegría viene también de que todo ello se está produciendo en Inglaterra. Me he enamorado de esto. Es algo muy serio, Tony; algo importante de verdad. He leído cosas y cosas acerca del fenómeno inglés; pero ninguna ha podido prepararme para la impresión real que después he sentido.
Lo primero que te llama la atención al pisar esto es la educación exquisita de todo el mundo. Pisas a un tío —me ha ocurrido— y te dice: «Lo siento». De verdad. Lo único que siente, claro está, es que le hayas pisado. Pero no está dispuesto a discutir encima. ¿Puedes creer que no haya presenciado una sola bronca en el autobús o en el metro? ¿Puedes creer que la riada interminable del tráfico rodado no produzca más sonido que el de la goma sobre el asfalto, sin un bocinazo, un grito, un timbrazo? He visto, en el bordillo de una acera, un llavero sobre una cuartilla: alguien perdió lo primero y alguien, después, para ayudar a aquel en su búsqueda, echó mano de su cartera y arrancó un papel, poniéndolo debajo del objeto perdido. Es absolutamente cierto lo de los puestos de periódicos sin vendedor, adonde llegas y, si no llevas suelto, tú mismo te cambias la moneda, tomas el periódico y te largas. El cobrador —cobradora, generalmente— se te dirige diciéndote: «Gracias».
Y mil y mil cosas más. La simplicidad de esta estructura social es ya algo maravilloso. No te puedes imaginar la serie de ingeniosidades que ponen en práctica para organizar la circulación, para que las señoras hagan la compra, o para que los perros no se lastimen —adoran a los perros y a los pájaros—. (Las calzadas suelen tener, cerca de cada cruce de calle, una como cinta de goma que las atraviesa; y cuando un coche la pisa, la luz de tráfico de la esquina da el rojo al vehículo que posiblemente venga por la calle transversal, de modo que este ha de parar y ceder paso al primero: así siempre en la inmensidad de calles apartadas, reguladas sin urbanos, que solo están en el centro).
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