1 ...7 8 9 11 12 13 ...32 Y hay libertad. No te lo digo con adjetivos ni admiraciones; me parece que la sola palabra, tan lastimada a menudo, te dirá bien lo que quiero decirte. Te es posible pertenecer a la religión que quieras o no pertenecer a ninguna, y ser del color político que te dé la gana o no tener color alguno. Te es posible ir por la vida sin máscara político-religiosa, cuya cruel presión entiende uno mejor cuando se mete en un tren, y se aleja, y, tímidamente primero, salvajemente enseguida, se la quita. Pues antes ha llegado uno a sentirla, tras tiempo y tiempo, casi más como cara que como máscara. Y esto es grave y es aterrador. Y el espectáculo de Hyde Park, donde los oradores más dispares dicen lo que quieren —a veces contra la policía, en tanto que la policía escucha respetuosamente con el espectador—, es conmovedor y triste, por lo que tiene de destello solitario en un mundo absolutamente falso.
Puedes leer lo que quieras. Hay exposiciones —preciosas— del libro soviético. Y puedes ver lo que quieras. Yo he presenciado una película sobre Hitler, en el reparto de la cual se leía: «Hitler: él mismo; Mussolini: él mismo; Eva Braun: ella misma; Rommel: él mismo; etcétera». ¡Y era verdad! Estaba todo hecho sobre films auténticamente nazis.
La policía pública va absolutamente desarmada, en demostración permanente de que las armas son innecesarias para imponer el orden —un orden ejemplar— y de que lo que imponen las armas es algo muy distinto. No he visto aún una sotana, y no más de tres oficiales del ejército. Es una vida eminentemente civil; y esto solo bastaría para hacerme feliz.
Más de 50 teatros levantan a diario el telón y exhiben desde Shakespeare hasta revistas musicales. Puedes ver gratis más de 40 museos —entre ellos el Británico, con un departamento egipcio sobrecogedor; yo creo que a estos solo les falta traerse de allá las pirámides—, y pagando muchos más. El número de cines es incalculable.
Te contaría más cosas, algunas magníficas. Pero me canso escribiendo así, de una sentada.
De propósito no te hablo de los ingleses como individuos. Lo que a mí me cautiva es su máquina colectiva. Uno por uno no me parecen superiores a nosotros. Con gran probabilidad son inferiores —si se mira a las dotes de rapidez y de intuición; y no lo digo de memoria, sino tras haber observado a muchos—. Son tenaces, orgullosísimos y —juicio unánime de cuantos españoles, numerosos, vivieron aquí la guerra— valientes como ellos solos; valientes sin pestañear y sin decir ni pío. Tienen un gusto absurdo para vestir —prendas estupendas, sin embargo—, para cortarse el pelo —¡horrendo!— y para divertirse. Bailan a grandes zancadas, por completo desprovistos de ritmo y de gracia. Su comida es pésima —buena, si se mira al aspecto nutritivo; quiero decir que es sintética, prefabricada, insípida y pesada; de un pueblo, en suma, que no sabe perder el tiempo en la cocina.
Hay más inglesas guapas de las que desde ahí uno imagina. ¡Demonio! Bueno, mira: de campeonato.
Recuerdo ahora una cosa fenomenal, que no puedo dejar de contarte, justamente para que veas el disparate constante que son estos tíos. Hace unas noches fui invitado a una fiesta en una casa. Llovía a mares. Llegué, sequé mis zapatos como pude contra una esterilla, colgué mi gabardina y pasé al salón. Fui presentado a unos y a otros y, entre ellos, a un respetable señor, el cual iba en zapatillas. Le tomé, claro es, por el dueño o por alguien de la casa. Y me olvidé de él. Hasta que entró una doncella y le dio un par de zapatos y un calzador. Entonces, sentándose, el hombre se descalzó y se calzó, envolvió las zapatillas en un papel y siguió bailando. Ya no pude contenerme y pregunté a una chica el significado de todo aquello. Y bien: todo aquello era que habiendo visto aquel señor —un invitado—, desde su casa, que llovía, decidió plantarse en el party con unas zapatillas bajo el brazo, a fin de no ensuciar el suelo con los zapatos mojados. La doncella los había secado cuidadosamente y ahora se los acababa de devolver. ¡Y todo el mundo feliz!
Está por aquí Cela. Justamente vino a caer por mi restaurante, que tiene nombre español: «Majorca». Venía con otro sujeto, sujeto extraño, escritor, inculto y borracho: Arturo Barea. ¿Lo conoces? Es español, exilado, y hasta que no lea algo bueno de él no creeré que sus ojos estúpidos puedan ver algo interesante para los demás. Bien, este Barea ha prologado la versión inglesa de La colmena y acompaña por aquí a Cela. Estuve charlando con los dos un buen rato. Cela dijo tantas porquerías, tantas y tan puercas cosas —obsesionado por todo lo escatológico y lo sexual, entregado ya cínicamente a su manía—, como no recuerdo haber oído a nadie en tan poco tiempo.
Mañana —quizá antes de que esta salga—, en Majorca, Barea y un grupo de españoles viejos homenajean a Cela con una cena. Pero ¿qué vidorra se pega este tío? Aquí ha venido a dar unas conferencias —habló en el Hispanic Council sobre «Tres figuras del 98»—. Me dijo que desde aquí marcha a Holanda, en el mismo plan. Y que de Holanda volará a América, «a perseguir negras».
¿Cómo van tus cosas? Poco después de venirme hubo de reponerte, en Madrid, Madrugada Cayetano Luca de Tena. Me figuro que eso fue bien.
¿Y qué más? Cuéntame algo. O mucho me equivoco o estás cerca de estrenar otra vez.
Si un día te decidieras a hacerme una visita, hablaríamos de muchas cosas. A lo mejor te homenajeábamos también en Majorca.
Vi el otro día, en un importante colegio, La malquerida, puesta en escena por ingleses estudiantes de español. Emocionante. Se les olvidaba el papel, sudaban tinta; pero llegaron al final. ¿Te imaginas a estudiantes españoles representando en inglés a Priestley? Te digo que estos tíos son de una tenacidad increíble. Los actores son honorables ladies y gentlemen, que se toman a pecho su clase de español; porque —como me decía uno de ellos, después— ¿para qué comenzar a estudiarlo, si no? (Fui llevado allí por un profesor del colegio, amigo mío).
Carta cumplida. Tardó, pero llegó. Escríbeme sin venganza, esto es, sin esperar otros tres meses. Realmente yo he tardado diez días: los que hace que conseguí el permiso.
Saluda, si quieres, a algún amigo. Da muchos recuerdos a tu madre, a tu hermana, a Agustín [del Campo] —para quien mando también carta—. Y recibe tú un buen abrazo de tu no menos buen amigo
V. Soto
Del Calderón me rechazaron mis dos obras porque las presenté… ¡sin firmar! Trabajo en nuevas cosas, cuentos, teatro.
Sé que estrenaste anteayer. Nada más sé. Ni el título de la obra conozco. Pero aquí te va mi enhorabuena.
A Antonio Buero Vallejo
Londres, 22 de mayo de 1955
Querido amigo Tony:
Lo de siempre: escasísimo tiempo libre. Perdóname los largos plazos que median entre mis cartas, [ten por] seguro que quisiera poder escribirte más a menudo. Estoy en una [fase] demasiado activa para permitirme esos lujos.
De la mañana a la noche, sin parar, arrimando el hombro. El miedo a lo pasado aviva las ganas de conseguir algo, por modesto que sea; algo desde donde poder mirar el futuro con un poquitín de alivio. Tengo, sí, con caracteres ya de manía, el deseo de conseguir ese algo, ese pequeño negocio que me permita, por encima de todo, esto: no depender de otro patrón. No quiero nada más —¡nada menos!—. Veremos. Aún falta —si es que ha de llegar— mucho. Años. Alegres ideas me desvelan y hacen que me pase de largo siempre en el «metro». Son, por ahora, ideas en torno al mundo del turismo, del viaje, del restaurante… ¡Viva!
Pero ya te digo que me desvelan. No duermo, no. Cada semanita, un poquito de dinero más. A contar, a resobar los billetejos, encandilado por su alegre llama. Cada día más hundido en el miserable y confortable camino del ahorro. Comprendo casi lo que debe de haber gozado [José] Corrales [Egea], con bigotera y candil, sumando, empaquetando y oyendo el bulle-bulle del último gargarismo del día. ¡Ay, cuánto tiene que haber vivido este tío!
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