En los años cincuenta Buero está volcado en su obra, pero eso no lo aleja del mundo ni, por así decir, de otros mundos. Sigue la actualidad internacional y le preocupa la energía nuclear, sobre la que recomienda a Soto que lea y se informe. Le cautivan las paraciencias y, adelantándose dos décadas a la moda de la ufología de los setenta, ya en 1957 le advierte a Soto que, más «que los satélites, me interesan los platillos volantes. Cada día creo más en que tras ellos hay una impresionante realidad, no precisamente terrestre». Con todo, la actualidad noticiosa la ganaban los satélites desde que, en octubre de 1957, la URSS pone en órbita el Sputnik 1 y, un mes después, el Sputnik 2 con la sufrida perra Laika en su interior, arrancando así la carrera entre soviéticos y norteamericanos por llevar al hombre a la Luna, como constata Soto en la televisión inglesa. De los platillos volantes aún se hablaba poco, pero ya eran conocidas en Estados Unidos las investigaciones de la NICAP (National Investigations Commitee on Aerial Phenomena) y el doctor Joseph A. Hynek como ufólogo, término que aún no se había propagado y que designaría a los expertos en el fenómeno de los ovnis. Buero, por otro lado, trata de mantenerse en forma practicando yoga, en el que demuestra haber avanzado notablemente a juzgar por las asanas que le dibuja a Soto ya en 1956 y que no son de las más sencillas.
A finales de ese año confiesa salir de un flirt y entrar en otro, pero la relación importante que comienza en diciembre no es amorosa sino de amistad y por carta con un representante conspicuo del exilio intelectual, el escritor Max Aub. El contacto le llega a través de Arturo del Hoyo, su primo político, que lleva las riendas de la editorial Aguilar (había sustituido a Federico Carlos Sainz de Robles), y enseguida conecta con Aub, al que le dice en enero de 1957 que esas «primeras cartas nuestras, tarde o temprano, eran inevitables». Ahí mismo se extiende Buero en la cuestión palpitante del modo de hacer teatro dentro de las cortapisas de la censura a partir de su convicción de que todo arte —y por ende el teatro— «se crea en función de una circunstancia. A favor o en contra; para enjuiciarla, alabarla o satirizarla —a veces, para eludirla—, pero siempre con pretensión de comunicabilidad. Pretende ser —otra cosa es que lo consiga— posibilista. Podrá llevar dentro las más insobornables e independientes actitudes, pero a condición de que encuentre el lenguaje necesario, siquiera sea indirecto, para transmitirlas». Esa misma posición es la que expone a Miguel Luis Rodríguez en varios números de la revista Índice entre agosto y noviembre de 1958, en un enjundioso «Diálogo con Antonio Buero Vallejo» que fue, de hecho, una serie de cartas en respuesta a las inquisiciones del periodista. Ese mismo año se publicaba su fundamental ensayo sobre «La tragedia», encargo de Guillermo Díaz-Plaja para el volumen colectivo El teatro. Enciclopedia del arte escénico de la editorial Noguer, donde Buero exponía su concepción de una tragedia compatible con la esperanza.
Pero el acontecimiento magno de 1958 es otro, su compromiso matrimonial con la actriz Victoria Rodríguez, a la que había conocido tres años antes en los ensayos de Hoy es fiesta, cuando, a sus cuarenta años, parecía acomodado a una vida de soltería. Desde el verano de 1958 Soto sabe sin demora que Buero se casa y revalida la invitación a visitarlo en Londres, ahora en forma de regalo de boda. Tras el casamiento, a principios de 1959, se instalan en el piso familiar con la madre de Antonio, su hermana Carmen y su cuñado Agustín, pero a mediados de 1960, tras el nacimiento de Carlos, el primogénito de la pareja, la decisión más razonable es que el nuevo matrimonio permanezca en la casa y Carmen y Agustín se muden a otro piso, aunque con ellos se marcha también la abuela. El año había transformado la vida privada de Buero pero también le había agraciado con recompensas espléndidas, como el éxito estruendoso de Un soñador para un pueblo, estrenado por José Tamayo el 18 de diciembre de 1958, que le valió su tercer Premio Nacional, su segundo María Rolland y, sobre todo, el fabuloso premio (300.000 pesetas) de la Fundación Juan March, al que concurría con tres títulos, y que obtuvo por Hoy es fiesta. Soto lo celebra con emocionada y «horrible envidia», desde una empatía profunda —«siempre he participado de tus triunfos —y me he dolido de tus fracasos»— tocada por el orgullo de haber visto «antes que los demás» la valía de Buero. Por otro lado, la prestigiosa editorial Losada de Buenos Aires publicaba, en 1959, el primer volumen de Teatro, que recogía cuatro piezas (En la ardiente oscuridad, Madrugada, Hoy es fiesta y Las cartas boca abajo) y al que en 1962 se agregó el segundo, con otras cuatro (Historia de una escalera, La tejedora de sueños, Irene, o el tesoro y Un soñador para un pueblo).
En paralelo a esas compensaciones, Buero lleva un año dándole vueltas a una fantasía teatral sobre Velázquez en la que reincidía en el teatro histórico de significación contemporánea que había iniciado en Un soñador para un pueblo. Su pasión por la pintura es perceptible en la plasticidad y concreción material de su escritura dramática, pero también en la presencia en ella de motivos y temas artísticos. Velázquez había centrado su admiración desde sus años en la Escuela de Bellas Artes y ahora le va a servir en bandeja trazar un retrato (o autorretrato) del creador y su conflictiva relación con una realidad mendaz que le irrita y ante la que se rebela. Se trata de un eficaz método que le permite eludir (o intentarlo) la censura: simular una mirada hacia atrás (al pasado) para ver, y denunciar, las lacras del presente. A Buero le interesa sobremanera ver un boceto de Las Meninas que se conserva en la colección Kingston Lacy, en el condado inglés de Dorset, para verificar en él un «arrepentimiento» de Velázquez, y es Vicente Soto quien hace las pesquisas necesarias para satisfacer su curiosidad. Tras una gestación de dos años, la obra se estrena el 9 de diciembre de 1960 y se convierte en el éxito más clamoroso de Buero hasta ese momento, por el que obtendrá de nuevo el Premio María Rolland. El triunfo apareja reacciones hostiles e interpretaciones sesgadas; Buero lo sabe, pero saberlo no disminuye su contrariedad. Aunque el anuncio de un segundo hijo, que nacerá en 1961, tuvo que relativizar la importancia de esas objeciones. Enseguida acepta el encargo de versionar Hamlet, que ejecuta con tres traducciones a la vista más el texto inglés. En un año, en diciembre de 1961, con el recién nacido Enrique ya en casa, verá escenificado su Hamlet en el Teatro Español bajo la dirección de José Tamayo.
Entre tanto, Vicente Soto acusa los siete años de alejamiento de España, sus ímprobos esfuerzos por salir adelante, la frustrante dedicación residual a la literatura, a la que, contra viento y marea, se aferra proyectando un libro de cuentos sobre los exiliados, Lejos del sol (que irá variando su título en los años sucesivos), y una novela que escribe a salto de mata, a veces en los largos trayectos de metro hacia su empleo, angustiado por la falta de tiempo. De eso se queja el 14 de mayo de 1961 —será un bajo continuo en sus cartas—, tras leer Las Meninas, que se le antoja lo más armonioso que ha hecho nunca Buero y que le arranca una expresiva declaración: «Tú estás cada vez más alto, y yo cada vez más bajo». La escritura tenía que refugiarse ahora en las escurriduras del tiempo, como él decía.
Sin razón aparente, en octubre se abrió un paréntesis de silencio entre los corresponsales que se prolongaría todo un año, hasta noviembre de 1962, cuando Soto vuelve a escribirle a Buero con algo de aflicción: «Lo mismo que se olvida a los muertos, se olvida a los vivos», para confesarle que su «deseo de regresar a España se agudiza de manera intolerable», e insiste, en carta posterior, en la tortura que le inflige el hartazgo de Inglaterra, pese a la gratitud que le debe. No fue una buena época para Soto, a diferencia de su amigo. Porque justo ese mes en que se reanuda el carteo, Buero estrena El concierto de San Ovidio, su segunda pieza sobre ciegos. Hasta enero de 1963 no puede leer Soto esta parábola sobre la dignidad y la redención en la que se ponen en juego la libertad, la responsabilidad y la violencia; a Vicente le entusiasma y le inspira un penetrante comentario en el que señala como cima de todo su teatro la escena en que David mata a Valindin.
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