CARTAS BOCA ARRIBA
ANTONIO BUERO VALLEJO Y VICENTE SOTO EN 1952.
ANTONIO BUERO VALLEJO Y VICENTE SOTO
CARTAS BOCA ARRIBA
CORRESPONDENCIA (1954-2000)
Edición de
Domingo Ródenas de Moya
COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL
COLECCIÓN DE OBRA FUNDAMENTAL
Responsable literario: Francisco Javier Expósito
Cuidado de la edición: Armero Ediciones
Diseño de la colección: Gonzalo Armero
Conversión a libro electrónico: Enredart
© Fundación Banco Santander, 2016
© Herederos de Antonio Buero Vallejo
© Herederos de Vicente Soto
© De la introducción y de la selección, Domingo Ródenas de Moya, 2016
Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.
ISBN: 978-84-16950-05-8
Introducción, por Domingo Ródenas de Moya Domingo Ródenas de Moya
Sobre la edición de las cartas
Bibliografía
I. DISTANCIAS INSALVABLES (1954-1963) I. DISTANCIAS INSALVABLES (1954-1963)
II. DESHIELOS (1964-1968) II. DESHIELOS (1964-1968)
III. TRIUNFOS Y DESALIENTOS (1969-1975)
IV. ZONA DE TURBULENCIAS (1976-1985)
V. LA VIDA, FUERA (1986-2000)
Domingo Ródenas de Moya
Tengo a mis amigos
en mi soledad.
Cuando estoy con ellos,
¡qué lejos están!
Antonio Machado
«Dale esta carta a Vicente para que la guarde él en nuestra histórica correspondencia», le pide Antonio Buero Vallejo a su hijo Carlos Buero, que está en Londres, el 22 de septiembre de 1977. Vicente es el escritor Vicente Soto, y esa «histórica correspondencia» se había iniciado casi un cuarto de siglo atrás y aún se prolongaría otro cuarto de siglo más. Entre 1954 y 2000, de manera ininterrumpida, por etapas en un intercambio intenso, en otros momentos más espaciado, Buero Vallejo y Soto, uno en España, el otro en Inglaterra, mantuvieron una profusa y fascinante correspondencia epistolar. Fue casi medio siglo de cartas mensajeras en las que quedó registrada la vida familiar y profesional de ambos, sus logros y decepciones, y con ellos el fluir del acontecer colectivo, la posguerra terrible, los ciclos del franquismo y la plomiza atmósfera cultural que engendró, el final biológico de la dictadura, las convulsiones de la Transición y la consolidación de la democracia, el parsimonioso avance del olvido, en fin, el río de la Historia. Pero también quedó inscrita en ese extenso cuerpo epistolar la huella profunda de una amistad cuyas raíces se hundían en los lúgubres años cuarenta y que fue ensanchándose y robusteciéndose, año tras año, como un árbol formidable que estirara su ramaje amparándolos a los dos y, con ellos, a las respectivas familias conforme crecían, a Victoria Rodríguez, Carlos y Enrique Buero, y a Blanca García, Isabel y Vincent Soto.
La amplitud temporal del epistolario es en sí misma excepcional, pero más lo es el valor testimonial de las cartas que lo componen, las reflexiones, análisis y confidencias que encierran y la altura literaria de muchas de ellas. En las cartas hablan los corresponsales a través de lo que dicen y de lo que pasan en silencio, sujetos a una ineluctable contención respecto a las opiniones y actividades políticas que pudieran acarrearles problemas de caer en manos equivocadas. No se registra, por ejemplo, el backstage del compromiso de Buero Vallejo con la resistencia intelectual antifranquista, su vinculación, por poner un caso, con el comité español del Congreso por la Libertad de la Cultura o su indignada estupefacción al descubrir que estaba financiado por la CIA (lo que ocasionó su rotundo rechazo), pero sí la ansiedad y desazón que la situación política le produce.
La veta principal de estas cartas procede del fuero interno de cada uno de los amigos, allí donde los sinsabores y regocijos de la batalla literaria se refuerzan con la sismografía afectiva de su vida familiar, con los estímulos del consumo cultural (el cine, la televisión, la radio, siempre los libros) y los sobresaltos y excitaciones de la actualidad, sea el asesinato de John Fitzgerald Kennedy o el referéndum de 1976 para la reforma política. Las misivas, yendo y viniendo, narran dos intimidades expuestas la una a la otra, y su filigrana visible no es otra que la línea ondulante del transcurso de los años, el inexorable marchitarse de las ilusiones y de los cuerpos, la decantación de los afanes y la llegada de la vejez con sus achaques y pérdidas, con sus nostalgias y su recuento de bajas.
A través de esas intimidades se delinean con toda claridad dos carreras literarias bien distintas, la de un dramaturgo consagrado en 1949 por el éxito descomunal de Historia de una escalera, a pesar de que todo estaba en su contra (su biografía de vencido, sus casi siete años de cárcel, el entorno hostil), y la de un narrador que hubo de exiliarse y al que el imperativo de la subsistencia privó de las mínimas condiciones adecuadas para cultivar su vocación. Pero afirmar que Buero Vallejo triunfó y que Soto fracasó sería una doble inexactitud, al menos si entendemos el triunfo y el fracaso en términos absolutos. Es obvio que Buero Vallejo recibió un sinfín de galardones y distinciones, entre ellos el Premio Nacional de las Letras y el Cervantes, pero también lo es que Soto ganó el prestigioso Premio Nadal con La zancada, una novela que fue un éxito rotundo, tras el que vinieron otros como el Hucha de Oro y el Gabriel Miró, los dos de cuentos, o, ya en 2002, el Premio Lluís Guarner o el de las Artes y las Ciencias de la Comunidad Valenciana. De igual modo, es ciertamente abrumadora la mala suerte que se ensaña con Vicente Soto, entorpeciéndole la publicación una y otra vez —incluso después de que La zancada fuera un best-seller en 1967— de las obras que laboriosamente ha arrancado a sus insomnios; sin embargo, también Buero Vallejo tuvo que sufrir impedimentos, zancadillas y tergiversaciones, si bien de signo distinto: a la censura, que le prohibió alguna obra, impuso cortes en la mayoría y dio largas a la aprobación de bastantes títulos, y al ostracismo oficial en los años sesenta —en represalia por su actitud ética frente a los desmanes de la policía franquista—, que llegó a tenerlo en el dique seco cuatro años, se añadieron quienes le acusaron de conformista con la dictadura o de pesimista sin esperanza, y quienes le recriminaban tibieza o falta de beligerancia, y con los años se unieron quienes, desde el otro extremo político, le amenazaban por rojo, desempolvando su antigua militancia comunista, o lo desdeñaban como autor anacrónicamente clásico y realista o, en fin, porque pertenecía a la vieja guardia intelectual y había llegado la hora de la renovación. Ninguno de los dos amigos recorrió un camino de rosas, aunque hoy Antonio Buero Vallejo figure inamoviblemente en la historia del mejor teatro español contemporáneo y Vicente Soto continúe en el purgatorio de quienes aguardan su restitución al lugar que les corresponde.
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