Un bordoneo doble se entrelaza a través de décadas y décadas, el de Soto clamando por un tiempo para escribir del que carece y contra un infortunio que no entiende y el de Buero deplorando la incomprensión, las embestidas y los ninguneos que sufre sin que sus quejas fueran, vistas desde hoy, gratuitas ni lastimeras. Desde ambas perspectivas se atisba un campo literario, el de la España de 1950 a 2000, cambiante en apariencia pero en esencia sujeto a unas permanentes leyes gregarias y tribales, donde la adscripción a un grupo ideológico o generacional (y, por lo tanto, a una red de intereses) podía determinar la suerte o desdicha de una carrera intelectual. Soto no estuvo «en la rueda» y eso lo dejó fuera de juego en su autoexilio londinense, siendo «el extraordinario escritor que fue y que debiera ser por siempre en este país tan duro con sus vivos y sus muertos», como escribió Luis Suñén a su muerte el 12 de septiembre de 2011. Buero no pudo sustraerse de jugar en un tablero fuertemente politizado y sus dramas e intervenciones públicas siempre frontalmente en contra de la dictadura y la represión de las libertades fueron juzgados de acuerdo con la posición que —a veces mezquina o especiosamente— se le atribuía.
Como las voces que se cruzan aquí son confidenciales y hasta ahora inaudibles, el retrato que configuran es también inédito. Las personalidades que se infieren de las cartas modifican la imagen pública de Buero y, hasta donde la tuvo, de Soto. El Buero Vallejo que se refleja aquí confirma su talante reflexivo, su propensión al enfoque intelectual de los problemas y un cierto pesimismo realista sostenido siempre en la esperanza, pero en conjunto difiere de la máscara adusta que lo acompañó en vida. Este Buero no carece de humor y está atento a los signos del mundo en que vive, es lúcido —hasta la crudeza si es preciso— en el análisis de la conducta de amigos y parientes y meticuloso con cuanto le interesa o le apasiona, que no parece ser la escritura en sí misma. Porque Buero escribe casi por deber, pugnando contra su pereza, padeciendo el texto desde su génesis, poseído en los primeros compases de cada nueva obra por la inseguridad, y asediado por el desaliento. Vicente le manda ánimos sin cesar, razonándole los motivos para seguir adelante (el primordial, su talento incuestionable) y sugiriéndole ideas para nuevos dramas, que van desde El curioso impertinente de Cervantes hasta las amenazas de muerte que recibió Buero en 1976, que le aconseja exorcizar llevándolas hasta las tablas. El Vicente Soto que revelan las cartas apenas guarda relación con la imagen de hombre reservado y comedido que ofrecieron la prensa y la televisión desde 1967, cuando ganó el Premio Nadal. Este Soto es un hombre sensible y vital, una mezcla perfecta de estoico y epicúreo que traduce su capacidad de resistencia y su hedonismo levantino en un estilo jugoso, lleno de ocurrencias chispeantes y giros coloquiales, cuando no escribe a matacaballo en un vagón de metro o en la oficina. Su ingenio es verbal (también de situaciones), está adherido a la vivencia cotidiana y al habla oral («estoy cabreao», «mecauendiez»), y a veces le arranca a Buero una exclamación admirativa y hasta le contagia algunas de sus peculiares acuñaciones, como la de «fuera» para expresar el descarte de lo que no tiene o no merece explicación, o la de «testamentos» para las cartas largas y circunstanciadas.
Tanto Buero Vallejo como Soto fueron conscientes pronto del carácter extraordinario del epistolario que iban construyendo, algo así como una autobiografía doble y fortuita, avanzando a trompicones y saltos. En esta memoria misiva quedaba retratado el devenir de una amistad nacida en el trato personal a finales de los años cuarenta y alimentada desde la lejanía geográfica durante decenios. Por las cartas se ven, cruzando los años, dos vidas, las de dos escritores españoles con suertes dispares, las de dos perdedores de la guerra que confiaron en que algún día volverían las luces democráticas. Dos vidas que ilustran el vivir y sinvivir de la España de la segunda mitad del siglo xx, las vicisitudes de los intelectuales progresistas bajo la dictadura, dentro y fuera de España, y las de esos mismos intelectuales después, cuando se recuperaron las libertades y empezó la era de los desencantos. Pero me parece que, además de esa lectura en clave española, los destinos capturados en este medio siglo de cartas, en sus elevaciones y caídas, en sus avances y retrocesos, representan también —y puede que principalmente— el itinerario de cualquier vida humana.
A estas cartas que han permanecido boca abajo tanto tiempo, custodiadas por las familias que las recibieron, les damos ahora la vuelta para que sus figuras y colores salgan a la luz y prosiga, ya sin fecha, el diálogo, ahora con los lectores, como tal vez pensaron que podría suceder algún día quienes las escribieron.
Cofrades lisboetas (1946-1954)
Buero y Soto se conocieron en una tertulia literaria, la que desde 1945 se venía reuniendo los sábados por la noche en el Café Lisboa, situado en el arranque de la calle Mayor de Madrid, cerca de la Puerta del Sol. Era una tertulia de escritores y artistas jóvenes, muchos egresados de la Facultad de Filosofía y Letras, la mayoría de los cuales engrosaban, en mayor o menor grado, el difuso contingente de los vencidos en la guerra. Ejercía de mantenedor el coruñés José Ares Montes, y entre los habituales se encontraban Francisco García Pavón, José Corrales Egea, Agustín del Campo y Arturo del Hoyo, todos ellos actores que entran y salen de la escena de este epistolario. También eran «lisboetas», como se llamaban a sí mismos los tertulianos, el veterano Luis Ruiz Contreras —segundón de la generación del 98—, Juan Eduardo Zúñiga, Ezequiel González Más, Emilio Alarcos Llorach, Antonio Rodríguez Huéscar, Flora Prieto e Isabel Gil de Ramales. Fue esta, casada con Arturo del Hoyo, quien probablemente llevó una noche a su primo Antonio Buero Vallejo al Café Lisboa.
Buero acaba de salir del penal de Ocaña en libertad condicional, después de casi siete años de cárcel y haber visto conmutada casi de milagro su pena de muerte. Había sido detenido en junio de 1939, en su casa, tras regresar de Valencia, donde le sorprendió el final de la guerra. Como otros republicanos, fue recluido en el campo de concentración de Soneja, cerca de Sagunto, y tras casi un mes de penalidades y frío mortal —al que no sucumbió gracias a otro recluso que compartió su manta con él—, las insostenibles condiciones del hacinamiento obligaron a liberar a muchos de aquellos soldados y él pudo volver a Madrid a finales de marzo. Pese al riesgo que ello comportaba, Buero había reanudado sus actividades clandestinas a las órdenes del Partido Comunista, en el que había ingresado en 1938, pero la delación de un camarada, obtenida mediante tortura, puso a la policía sobre su pista y acabó con él en la cárcel de Conde de Toreno. Allí se reencontró con Miguel Hernández —lo había conocido durante la guerra, en el hospital de campaña de Benicasim—, allí dibujó en 1940 el célebre retrato del poeta y allí se le notificó la condena a muerte tras un juicio sumarísimo. Pasó casi siete años encerrado, de prisión en prisión, de Conde de Toreno a Yeserías, de ahí al Dueso, en Santoña, donde estuvo tres años, luego Santa Rita y por fin el penal de Ocaña, en Toledo. Vio fusilar a cuatro de los camaradas que habían sido detenidos con él y salvó su vida gracias a las gestiones de la esposa de otro preso de cuyo expediente dependía el suyo, de modo que la conmutación de la pena de muerte del otro comportó también la suya. En 1946 se le comunicó, casi de un día para otro, que sería puesto en libertad condicional pero que se le desterraba de la capital. Eligió como lugar de destierro Carabanchel Bajo (entonces un municipio independiente), lo que le iba a permitir pasar el día en Madrid aunque tuviera que pernoctar allí.
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