Por todas estas cuestiones, este libro, fundado en torno a los criterios de la investigación sociológica, y vivenciada subjetiva y políticamente desde el lugar de madre, mujer y militante feminista, busca aportar a la comprensión de un problema que se considera propio y que sin duda se comparte con muchas mujeres de nuestra sociedad. Esto es, tanto la configuración de los marcos de sentidos que restringen a las mujeres a la tarea de engendrar, parir y criar, confundiendo mujer con madre; como la expulsión y exclusión de las propias mujeres de la información, el conocimiento y las decisiones sobre su cuerpo y los procesos vitales que en ella se desarrollan. Reponer la forma en que el discurso de la ciencia médica contribuyó en este sentido constituye un objeto de interés sociológico que hasta el momento no ha sido abordado desde la perspectiva propuesta.
Al mismo tiempo, se espera contribuir con el debate actual sobre el derecho a una maternidad libre y diversa, flexible, compartida y en construcción. Rastrear en el pasado algunas claves para entender el proceso de medicalización del embarazo, el parto y el puerperio, no para prescindir ni desechar conocimientos valiosos para la salud de las mujeres y sus hijos, sino para favorecer su autonomía en torno a la maternidad, comprendiendo que el derecho a la información y a la toma de decisiones no está aún garantizado.
CAPÍTULO 1
La cultura científica y el pensamiento médico
Existe cierto consenso en señalar que el período de la historia del país abierto en 1880, en el cual se concretó la federalización de Buenos Aires y Julio Argentino Roca asumió su primer mandato, inició una nueva etapa. Nuevos actores irrumpieron en escena y perfiles de singulares personalidades se instalaron en los despachos políticos y los ámbitos intelectuales para propulsar acciones renovadoras que dejaron sus efectos en todas las esferas, mientras la Argentina se insertaba en el escenario mundial con un rol definido (Bruno, 2011). Puertas adentro, el país se organizaba en torno a los ideales del progreso, la paz y el orden, principios que se cristalizaban en medidas concretas y en diversos proyectos.
La Buenos Aires de fin de siglo XIX era una ciudad que se urbanizaba aceleradamente y con un gran crecimiento demográfico. Algunos autores hablan de revolución urbana al hacer referencia al grado de radicalización de este proceso de construcción de nuevos barrios y a la transformación de los viejos cascos urbanos en centros modernos (Liernur, 2000; Lobato, 2000). Destacan la escala –enorme, acelerada y masiva– de estas transformaciones en los lugares de vida y trabajo de la población, transformación que incluye las formas de construcción, el cambio en los materiales utilizados, el incremento en la cantidad de trabajadores involucrados, la disminución de los tiempos requeridos para las obras, entre otros aspectos.
En textos como el de Jorge Liernur (2000) se proponen imágenes de la ciudad como un gigantesco obrador en permanente movimiento, donde la impresión es de desborde y exceso, tanto por el crecimiento de la ciudad más allá de los límites imaginados y planificados como por los nuevos y masivos actores que aparecen con su dinamismo y capacidad de transformación. Ante esta situación que algunas voces dirigentes denuncian la urbanización como una enfermedad y buscan el retorno a un pasado idealizado de equilibrio y mesura, otras sostienen que el territorio urbano debe ser una expresión del mercado y otras marcan la necesidad de generar marcos regulatorios y de control.
Se trata de un proceso histórico en el cual la ciencia se configura como proveedora de legitimidad de discursos y representaciones, a la vez que se desarrolla el traslado de sus categorías al análisis de diversos aspectos de la realidad social. Se sostiene en la tendencia que aparece desde fines del siglo XIX en el ideario argentino –que Oscar Terán denominó la cultura científica – en la cual convergen diversas influencias y conviven conceptos como progreso, evolución, raza, lucha por la vida, selección natural, organismo y enfermedad social, leyes, estadios humanos inferiores y superiores, determinación biológica, entre otros, que son usados para dar cuenta de fenómenos sociales, políticos, culturales y económicos.
Oscar Terán (2000) sostiene que en el lapso que va de 1880 al Centenario, la elite dirigente argentina fue parte y escenario de una batalla intelectual por la construcción de imaginarios sociales y nacionales. Este autor analiza los esquemas de percepción y valoración de la realidad que subyacen en la obra escrita de algunos autores clave del momento. Así, a partir de los nombres de Miguel Cané, Ernesto Quesada, Carlos Octavio Bunge, José María Ramos Mejía y José Ingenieros, reflexiona sobre el concepto de cultura científica en cuanto conjunto de intervenciones teóricas que reconocen el prestigio de la ciencia como dadora de legitimidad de sus propias argumentaciones. Este ideario se apoya en el evolucionismo biológico (Charles Darwin), el evolucionismo social (Herbert Spencer), la criminología positivista italiana (Cesare Lombroso, Enrico Ferri, Raffaele Garofalo) y las teorías sociales que ponían el énfasis en la combinación de lo social y lo psíquico (Gustave Le Bon, Gabriel Tarde), entre otras. Estas tendencias se habrían disputado un espacio para la construcción de imaginarios sociales y nacionales alternativos en detrimento de una cultura religiosa en retroceso.
Los discursos e interpretaciones sobre la vida social que encontraron una fuente de vocabulario y referencias en las ciencias naturales y comenzaron a tener fuerza pública hacia 1880. Autores como Carlos Altamirano (2010) y Juan Suriano (2000) dan cuenta de la existencia de un grupo de hombres públicos –profesionales y referentes de la cultura– que desde su autoridad cultural e intelectual introdujeron a las ciencias sociales en la Argentina en un clima de ideas fuertemente marcado por el positivismo, desde el cual se preconizaba la posibilidad de adaptar al estudio de la sociedad métodos similares a los utilizados por las ciencias naturales (observación, experimentación y comparación), de modo de prever el funcionamiento de la sociedad y sancionar las medidas correspondientes para evitar conflictos y mantener el orden social. La aplicación de la metodología de análisis científico a las cuestiones sociales fue una de las líneas de intervención en lo social de esos tiempos.
El discurso médico adquiere un mayor peso y comienza a operar como una matriz interpretativa de suma productividad. Asimismo, provee a los intelectuales no solo de presupuestos epistemológicos acerca del cuerpo, sino también de un criterio de autoridad para legitimar representaciones sociales. Durante el cambio de siglo el uso de conceptos, expresiones y fórmulas positivistas pasó a ser materia corriente en la Argentina. Los grupos dirigentes imaginan el perfeccionamiento de la población mediante los conocimientos científicos, sobre todo aquellos que les proporcionaba la eugenesia y el higienismo. Bajo la misión de asegurar la salud colectiva se organizan una serie de procedimientos gubernamentales de centinela-control-vigilancia de la población –particularmente de los grupos inmigrantes– que incluía la exigencia de ciudadanos sanos, es decir, adecuados a los parámetros definidos por las instancias estatales.
Diversos estudios sugieren que, a partir de la gran participación de los médicos en los ámbitos estatales, el saber médico, en muchos casos en alianza con el saber jurídico y criminológico, se convierte en esos años en un marco interpretativo primordial para vehiculizar un conocimiento de la sociedad, generalmente leída en términos de un organismo enfermo, fragmentado, amenazado o infeccioso. En estos estudios, las ideas y acciones de los intelectuales parecen estar al servicio de las necesidades de un Estado con necesidades y pretensiones de orden social.
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