En estas condiciones hay que “volver a pensar la educación” y hay que trabajar por crear una escuela que favorezca el pensamiento, la comprensión lectora, el interés por el conocimiento, la solidaridad y la autonomía (De Zubiría, 2002).
En las últimas dos décadas más de medio centenar de países iniciaron programas de reforma educativa a la educación básica; en más de la mitad de ellos, lograr mayores niveles de desarrollo intelectual se convirtió en una de las tareas principales. Así lo tuvieron en cuenta la reforma educativa norteamericana (1986), la venezolana (1982) y la española (1985) y lo contemplan los actuales procesos reformistas en Costa Rica, la Unión Europea, Japón, Corea y Chile, para mencionar sólo algunos de los principales intentos de adecuación de la educación a los profundos cambios sociales y económicos vividos por la sociedad en las últimas cuatro décadas.
En nuestro medio se han presentado positivos avances en este sentido, los cuales se expresan fundamentalmente en la Ley General de Educación (Ley 115 de 1994) y en los recientes cambios realizados en las llamadas pruebas de Estado.
Los principales cambios han tenido que ver con la exigencia de que cada institución adopte un Proyecto Educativo Institucional –PEI– que permita pensar con claridad las metas institucionales y favorezca la identificación de la comunidad con ellas. Posiblemente éste sea el cambio más importante introducido en las últimas décadas en la educación colombiana, pues pone a pensar a los docentes, padres, directivos y estudiantes, en el tipo de institución que quieren consolidar y promueve su reflexión sobre las prioridades que debe asumir la escuela como institución a corto, mediano y largo plazo.
Así mismo, otros cambios tendrán que ver con el traslado de la dirección educativa hacia los sistemas de evaluación. Mientras que hasta los años ochenta, el MEN dirigía la escuela prescribiendo sus propósitos y contenidos y verificando policivamente su cumplimiento, en la década del noventa, la manera de dirigir la educación es a partir de los sistemas de evaluación. Como claramente lo expresa la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), la evaluación no es sino una forma distinta y nueva de hacer política (OEI, 1994). Y, en este contexto, hacer política es una nueva forma de dirigir la educación. De allí la generalización de evaluaciones muestrales y censales en nuestro medio en la última década.
Un tercer cambio ha tenido que ver con la creación de Consejos en los que participan directivos, docentes, egresados, padres, estudiantes y representantes de la comunidad, para orientar las instituciones educativas. De esta manera se busca incorporar la escuela a la comunidad y al mundo de la producción.
Un cuarto cambio importante ocurrido en la última década tiene que ver con la profunda transformación de las pruebas de Estado a los estudiantes que culminan la educación media y la modificación de las pruebas para otros niveles, que de evaluar informaciones particulares, rutinarias y mecánicas, pasaron a evaluar competencias.
Cambios menos pertinentes se han vivido a nivel de los lineamientos curriculares, los estándares educativos y los mecanismos y reglamentos referidos a la promoción de los estudiantes, aspectos éstos en los que las políticas gubernamentales han sido profundamente erráticas y han degenerado en la promoción del alumno por decretos administrativos, la casi total permisividad curricular e incluso la prohibición para realizar tareas en las casas, como lo destaca el siguiente texto del propio Ministerio de Educación Nacional:
Ninguna práctica educativa que dañe las relaciones del niño en su familia puede ser benéfica aun cuando le ayude a mecanizar o afirmar conceptos. Tal es el caso de las tareas obligatorias, las cuales se convierten diariamente en motivo de discordia en las familias, pues los adultos deben obligar a los niños a realizar una gran cantidad de deberes escolares, muchas veces sin sentido. En algunas ocasiones hasta llevan al niño a mirar a sus padres como ignorantes.
Si el deseo de conocer es natural en el niño, parece absurdo obligarlo a aprender. El carácter de obligatoriedad se hace necesario cuando el contenido está fuera de los intereses, necesidades, aptitudes y actitudes del alumno.
(Ministerio de Educación Nacional,
Fundamentos psicológicos del currículo, 1993)
En un anterior texto del autor, se comentaba este lineamiento del MEN en los siguientes términos, que ahora nos permitimos reiterar:
Si las tareas impuestas por las instituciones educativas tradicionales son inadecuadas –como de hecho lo son– pues hay que cambiar las tareas; pero resulta absurdo concluir de allí que hay que acabar con las tareas. Esto me recuerda el “chiste” de un hombre que llegó a su casa y encontró a su mujer siéndole infiel con otro hombre en el sofá… Para “resolver el problema” decidió ¡vender el sofá!
Rechazar las tareas y los ejercicios resulta, desde un punto de vista pedagógico, una propuesta infantil e ingenua, comprensible en niños escolares pero no en un Ministerio de Educación, salvo que esté abiertamente interesado en campañas populistas que mejoren la imagen del gobierno a costa del deterioro de la calidad de la educación de los colombianos. Resulta a todas luces imposible lograr niveles de dominio en cualquier área del conocimiento, el deporte, las artes o los valores, si no se garantizan altos niveles de ejercitación bajo la dirección y orientación de los mediadores de la cultura. Esto lo conocen desde hace siglos todos los artistas y los deportistas; lo comprendió durante miles de años la Escuela Tradicional y después de esto lo vienen a desconocer las propuestas pedagógicas de vanguardia. Para tocar guitarra bien se requiere de por lo menos veinte a veinticinco años de dedicación diaria intensa; para pintar con calidad no sería suficiente dedicar dos décadas de trabajo diario… Y ahora resulta que para acceder a los más importantes conocimientos de la cultura, para comprender lo que a los hombres le ha demandado dos millones de años el construirlo, no se requiere ningún esfuerzo individual!...
(De Zubiría, 2001).
Este libro trata sobre una de las competencias evaluadas en las nuevas pruebas de Estado y defenderá la necesidad de considerar ésta como un propósito central en la escuela. Al argumentar se exponen ideas o razones para sustentar, convencer y discernir entre diversas opciones. Por la naturaleza de la presente obra, esto se vincula con las profundas transformaciones en las pruebas de Estado realizadas a partir del año 2000. Para ello partiremos de la pregunta y la reflexión sobre cómo y bajo qué circunstancias se generan los cambios en educación; a partir de allí daremos paso a la reflexión, conceptualización y discusión actual sobre el concepto de competencia en el contexto educativo colombiano (capítulo segundo). En el capítulo tercero abordaremos el concepto de argumentación, intentando precisar el género y sus “diferencias específicas”, como afirmaba Aristóteles. En el capítulo cuarto realizaremos una caracterización sobre las posibles reglas a tener en cuenta al elaborar argumentos, para culminar con un capítulo de transferencias hacia la educación (capítulo quinto). En este último capítulo brindaremos ejemplos en los campos del salón de clase, la evaluación, la lectura, la escritura, la exposición de un tema y la observación de imágenes visuales o películas, con los cuales un profesor podría desarrollar las competencias argumentativas de sus estudiantes.
El pensamiento se desarrolla mediante la ejercitación de las habilidades inferenciales y el aprehendizaje de conceptos y redes conceptuales (Carretero, 1989). En el primer caso, la habilidad para pensar, deducir e inferir se desarrolla gracias al ejercicio sistemático y mediado, permitiendo con ello su consolidación. En el segundo caso, el aprehendizaje, la diferenciación y la reorganización de conceptos y redes conceptuales, permiten nuevas representaciones mentales.
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