Quizás si uno de los pensadores, pero no por eso el primero que comienza a parar mientes en esta circunstancia y en quien —vistas así las cosas— se reconoce una tesis fuerte asociada a la comunicabilidad en sentido metafísico, sea Platón. Para verlo, vale la pena tener en cuenta la idea según la cual aquello que se puede saber es dependiente de la inteligibilidad de ese algo por saber. Platón expresa sin matices la correlación original entre el ámbito ontológico y lógico, entendido lo lógico aquí como el rasgo formal del conocimiento. En ese respecto sostiene, en calidad de principio, la cognoscibilidad absoluta de lo que es, si aquello por conocer ejecuta su ser de modo perfecto, lo que, como se sabe, corresponde al eîdos. Así, extendiendo un pensamiento ya presente en Parménides, Platón declara que “lo que es absolutamente es absolutamente cognoscible” (Rep. 477a). Esta afirmación ofrece el fundamento ontológico para transmitir o comunicar lo conocido. Frente a ello, en correspondencia contrastante con lo anterior, el absoluto no-ser no admite aprehensión cognoscitiva: “lo que en ningún respecto es, es enteramente incognoscible” (Rep. 477a): he ahí un eclipsamiento total de lo cognoscible. De la mano de la natural correlación entre ser y cognoscibilidad se seguirá entonces para Platón —en palabras de Tugendhat— que “el concepto central, que se llega a equiparar con el ón (ὄν) (cf., p. ej., Fed. 66b-67b) y se convierte en término constante para la ‘idea’ (Fedro 247d4, 248c3, Simp. 212a5), es tò alethés (τὸ ἀληθές) lo ‘verdadero’”.1 La coincidencia entre ser y verdad se expresará posteriormente en la convertibilidad, como una de las formas fuertes de relación entre ambos, según la teoría escolástica de los trascendentales.
En el libro Alpha de su Metafísica Aristóteles da cuenta de este mismo asunto, pero poniendo esta vez el acento en el saber mismo, sin que ello signifique un abandono de la posición adoptada por Platón. Más bien importa observar que allí se incoa una tesis de base: Aristóteles cifra la condición misma de la filosofía en la comunicabilidad del saber del que la filo-sofía dispone. Si la filosofía no es comunicable, no sólo no podrá transmitírsela de hecho, sino que no será, en propiedad, filosofía. Una filosofía que no fuese enseñable, o sea, comunicable, no sería propiamente una tal, pues se da por supuesto que es propio del sabio poder enseñar, o sea, comunicar el saber. El asunto es decisivo porque no se está simplemente hablando de lo que define a una filosofía en particular, sino de lo que la caracteriza como saber máximamente universal.
Lo señalado contiene in nuce y como nudo problemático la cuestión de la comunicabilidad del saber que obra en el título del trabajo de Bluhm, pero éste lo tratará en un sentido no sólo nuevo sino novedoso, en correspondencia con los autores de su interés y su pertenencia a un ambiente filosófico distinto. Dos llamarán principalmente su atención: Kant y Jean Paul, aunque la paleta de pensadores que se revisa es aún más amplia. Al recorrer las páginas del texto, podría pensarse que lo dicho poco tiene que ver con lo que Bluhm plantea en su libro, si se sostiene, como él hace, que “el saber de algo absoluto es, según Platón, un saber que se reserva a pocos elegidos y no es universalmente comunicable”. Pero es preciso advertir que esto se refiere en Platón a la forma de acceso y a la expresión del saber y no a la calidad en sí misma comunicable de aquél por su vínculo con el ser (la idea) como fundamento para ello.
Sin hacer referencia a las cuestiones aquí esbozadas y que constituyen un rasgo presente en la tradición filosófica precisamente hasta los modernos, el planteamiento de Bluhm es, a mi juicio, una reconsideración del problema en una perspectiva estimulante. Para verlo mejor, el lector ha de tener en cuenta la transformación que como supuesto operativo permea la filosofía moderna. Se trata del desplazamiento del objeto de la filosofía, en un proceso creciente de autonomía de la verdad o de lo inteligible en cuanto tal. De allí que no una metafísica o una filo-sofía, sino una meditación (Descartes); no una ontología, sino una crítica (Kant); no una ciencia a secas, sino una ciencia de la experiencia de la conciencia en manifestación fenomenológica (Hegel), deben hacerse cargo del problema de la comunicabilidad. Fichte lo dirá sin ambages: se trata ahora no de una doctrina del ser, sino de una doctrina de la ciencia (Wissenschaftslehre), del saber mismo y, más allá, de un saber del saber, en una ciencia lógica (Hegel). Dicho en términos medievales, es lo escible (scibilis) —como propiedad de la scientia—, que constituía antes la propiedad de un ente, lo que se vuelve autónomo al convertirse él mismo en objeto primario del saber filosófico. Este cambio arroja importantes consecuencias.
Bluhm sitúa sus consideraciones en el seno de la pregunta por aquello de lo que de alguna manera es preciso ya disponer para comunicar un saber. Este “ya” de dicha disposición es decisivo. El mismo alude a condiciones a priori de posibilidad, para que algo llegue no a ser ni a ser cognoscible, sino para que llegue a ser comunicable. Para Bluhm la comunicabilidad adquiere otro cariz cuando lo que está en juego no es comunicar un conocimiento absoluto de lo absoluto (o del absoluto), pues entiende que “un saber absoluto, o un saber de lo absoluto, vale decir, aquel saber que promete la tradición metafísica antes de Kant, y que la época post-kantiana del Idealismo alemán pondrá nuevamente en el centro de la atención, no es […] alcanzable”. No basta tampoco que se destaque el concurso indispensable de la subjetividad para volver accesible a todos el conocimiento, sino que es la posibilidad misma de comunicarlo lo que tiene que hacerse también presente para acceder al conocimiento. Alcanzado este estadio, la cuestión del saber y su comunicabilidad va más allá del orden epistemológico. Como se indicará luego, Bluhm elegirá otra vía para poner en el centro la comunicabilidad como elemento indispensable del saber mismo en orden a una validación de éste: la de la comunicabilidad de nuestros juicios.
En Kant, la cuestión de la comunicabilidad puede ser observada también desde la pregunta por el modo en que pueden ser presentadas en el terreno de la experiencia las ideas de alma, mundo y Dios, objetos tradicionales de la metafísica, según la terminología heredada de los escolásticos racionalistas. Como se sabe, para Kant, más allá de que esas ideas desplieguen su sentido genuino en la razón práctica pura, admiten una presentación indirecta, pues la presentación esquemática, cuya estructura operativa es expuesta en la primera crítica, no encuentra para esas ideas el correspondiente contenido en la experiencia. Estos también son temas abordados por el autor del texto. Desde su tercera crítica, Kant llama en general hipotiposis a ese acto mostrativo, que hace equivalente a Darstellung (exposición, exhibición). Hegel elevará posteriormente este último término a elemento clave de su propia filosofía, adscribiéndole una función que trasciende con mucho su servicio como recurso del conocimiento, cuando de lo que se trate es de exponer en y por sí mismas las formas del pensar, una vez rescatadas de su hundimiento “en el lenguaje de los seres humanos” y se las contemple dinámica y dialéctico especulativamente en la trilogía de ser, esencia y concepto.
Como se anticipó, Bluhm no despliega sus reflexiones sólo en el terreno epistemológico, sino que hace acompañar a éstas de un análisis de las distintas formas en que algo puede ser tenido por verdadero, según lo expone Kant en la primera crítica. Pero no está allí lo más audaz de la propuesta del autor. Bluhm busca poner de relieve la comunicabilidad misma como elemento indispensable del saber, en orden a validar éste. Sostiene a modo de tesis fundamental que “la condición esencial de posibilidad del saber es la función de la comunicabilidad universal de nuestros juicios. Sólo los juicios que se dejan comunicar universalmente pueden ser el fundamento de una determinada comunicación, la cual, por su parte, posibilita un cierto saber”.
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