Julio Hevia Garrido Lecca - Comer, beber y hablar

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Este libro se instala en el cruce de caminos entre el habla, la comida y la bebida, tal cual operan cotidianamente en los distintos sectores y las más variadas realidades. En la investigación académica peruana no abundan los trabajos en los que se destaque la articulación de las mencionadas prácticas orales; así, en la diversa gama de nociones sobre cultura, la dimensión oral no ha recibido un valor protagónico. El presente texto busca precisamente contribuir a superar esta carencia, para lo cual aborda aspectos como lo oral hablado, lo oral comunicado y lo oral tecnologizado, sin perder de vista el traslado de la oralidad al plano de la escritura o de lo ficcional. En una segunda instancia, se exponen los hallazgos recogidos mediante observaciones de campo, entrevistas semiestructuradas y grupo focales, que posibilitaron el registro de los distintos ceremoniales sociales y los diálogos con personajes que destacan por su habilidad, experiencia o figuración en el terreno de lo culinario o en el divertimento nocturno, sin dejar de lado el imprevisible impacto de la tecnología en la sociedad contemporánea y la referencia al boom gastronómico nacional.

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Resultaría ocioso insistir en el modo como las propuestas que se fueron sucediendo durante el siglo XX le dieron mayor o menor relevancia al tantas veces enaltecido y vilipendiado indigenismo, cuando no a nuestra, siempre ambigua, inscripción en la esfera de la modernidad (tema este último que, por motivos obvios, cuenta con mayor vigencia hasta el día de hoy). Menos vamos a abundar en el hecho de que las preferencias teóricas esgrimidas y contrapuestas por unos y otros especialistas grafican no tanto la individualidad estricta de cada autor, sino su condición de intérprete de una época, cual si fueran el soporte vivo de alguna postura científica más o menos legitimada o de la pertenencia —ideológica se diría— al sector sociocultural del que proviene el investigador. Para decirlo con Lagache, se trataría de un obligado “germen de despersonalización” del que autor alguno conseguiría librarse (citado en Merleau-Ponty, 2015, p. 36).

Así, la revisión somera de la obra de algunos de nuestros pensadores más destacados y el inevitable registro de la tensión experimentada entre ellos puede ser tanto el indicador de una vitalidad y un interés inclaudicables en otorgar cierto orden al panorama de nuestra cultura e identidad, o bien el mejor pretexto para ratificar la idea de que en el Perú más han pesado las derrotas y heridas históricas que los logros concretos de una integración nacional de la que nunca se dejó de hablar: es lo que asevera la antropóloga Marisol de la Cadena (citada en Gonzales, 2010, pp. 434). Es interesante, en todo caso, dar cuenta de que dos voces tan claramente diferenciadas como las de Jorge Basadre y Manuel González Prada hayan partido de su experiencia como testigos del conflicto armado con Chile y del examen, esperanzador o implacable, de las reacciones que los distintos colectivos peruanos apuraron ante la ocupación perpetrada en nuestro territorio (Thurner, 2012, pp. 275-294).

No olvidemos que González Prada fue, para muchos, un auténtico desclasado, un blanco renegado, un burgués disconforme con la poca estatura del sector social al que, por propio derecho y origen, pertenecía. Lo cierto es que, del desorden bélico referido, él extrajo la idea de que la masa indígena mal podía haberse articulado integralmente al fragor de la defensa nacional, siendo como era su pertenencia al país nula o casi imperceptible (Gonzales, 2010, pp. 437-441). Basadre tuvo otra posición ante la problemática de lo indígena y, al presentarse como menos sectario y radical, levantó un ambicioso proyecto sobre la vinculación entre pasado y futuro de la nación. Tal perspectiva se anclaba, de distintas maneras, en la enfática revaloración del aquí y ahora, destacando incluso lo que había de saludable en los cambios experimentados en el Perú, cual efectos que, tarde o temprano, debían consolidarse en una causa común.

Interesa insistir en los distintos recursos, políticos a veces, metodológicos en otros casos, cuando no biográficos y sociales, con que los autores peruanos se han combatido mutuamente en el juego de las alternativas extendidas, con respecto a temas como el de nuestra realidad y nuestra cultura, o el de un progreso anhelado y los estancamientos una y otra vez remarcados. Como si nunca hubiera quedado claro si de lo que se trataba era de apuntar a un objetivo común o de encontrar razones y pretextos para diferir entre compatriotas. Y es que las propuestas de estos y aquellos fueron calificadas por sus oponentes de sectarias o desinformadas, de utópicas o mitológicas, de irreales o reformistas; se adujo que estaban demasiado marcadas por rencores personales o que, en su defecto, carecían de las precisiones conceptuales exigidas en un estudio serio. Bueno es recordar, a propósito de tal problemática, lo que planteaba Lévi-Strauss (2010): “Que una información contradiga otra plantea un problema, pero no lo resuelve” (p. 16); vale decir que una dosis no menor de tolerancia y flexibilidad siempre suma cuando de una labor común se trata, ya que “[…] en disciplinas como la nuestra el saber científico avanza a paso inseguro, bajo el látigo de la contención y la duda” (p. 16).

Típico o inquietante, obligado o revelador, igual habrá que destacar la variopinta gama de posiciones de los especialistas cuando se trata de opinar sobre el carácter y el destino de la cultura peruana, allí donde estuviera en juego, digámoslo así, el Perú “como problema y posibilidad”, si se nos permite la paráfrasis a Basadre. Si efectuamos un recorte a uno de los escenarios fundamentales de tal discrepancia, nos encontramos con que las diferencias entre especialistas peruanos se tradujeron en reclamos entre dos tendencias investigativas de la tradición antropológica; opera así una suerte de simetría invertida, un fenómeno especular que hubiera inquietado al mismísimo Lacan (1980, pp. 11-18).

Así pues, aquellos que optaron por reivindicar la exploración etnográfica, abocándose a un trabajo de campo lo más acucioso posible e hicieron del descenso a lo más concreto de las prácticas comunitarias su mejor causa, carecían, según la parte contraria, del indispensable marco teórico o el encuadre categorial que permitiese trascender la mera descripción de lo factual para mejor acceder a una prospectiva de auténtico relieve. Como es de imaginar, la crítica recibida por tales pesquisadores —si se quiere más empíricos, instrumentales y singularistas— se constituyó en el mejor pretexto para activar el correspondiente feedback que, apuntando al bando opuesto, puso en tela de juicio el enrarecimiento especulativo y la excesiva confianza proyectada por quienes, ufanándose del respaldo otorgado por una teoría más consistente, se habrían privado de búsquedas puntuales que validaran los postulados en juego. Tales polaridades, qué duda cabe, suelen renovarse con carácter irreductible y trasladarse a distintos terrenos exploratorios. Veamos, a propósito de tal sesgo doctrinario, el comentario de la etnógrafa Mari Luz Esteban (2011) sobre las dos maneras típicas de presentar y tratar la data recogida en el campo:

Un eje crucial de análisis para entender la buena literatura de ficción de las últimas décadas es la tensión entre mostrar y explicar. Algo que probablemente podría ser aplicado también a la antropología. ¿Mostrar y relatar, o explicar y teorizar el amor? Si ponemos el énfasis en la explicación, en la teoría, corremos el riesgo de ahogar el aliento, el flujo vital que el amor engendra. Si solo lo mostramos, ¿cómo estar seguras de que quedan claras las injusticias cometidas en su nombre? (p. 29)

¿Acaso no habría que establecer una obligada distinción entre el mostrar, entendido como el grado cero del relato, y el relatar propiamente dicho, como elaboración formal de la mostración? ¿No será que hay, en toda explicación, un pretendido y no poco sospechoso efecto de clasura, mientras que, en la orilla opuesta, la sola y pura descripción abandona la exigencia de esgrimir una postura y proponer alternativas?

Volvamos al dilema anterior, a la mutua e irreconciliable exclusión con que hubo de actualizarse la pugna doctrinaria entre científicos sociales, y busquemos expresarlo más mecánicamente: se yerguen, de un lado, datos que suelen engrosar un inventario del que se extrae poco o ningún provecho y, de otro lado, son levantadas las grandes categorizaciones que, a fuerza de haber sido pensadas en otras latitudes, no es que precisamente brillen por su utilidad para descomponer nuestros sempiternos dilemas o esbozar respuestas para ellos. Acaso entre el acotamiento positivista milimétricamente recogido y las conjeturas que se autovalidan en su pura y dura consistencia teorética no se esconda y manifieste, cual síntoma bipolar, aquel colonialismo que nos juzga y prejuzga o, lo que es peor, desde el cual juzgamos o prejuzgamos al país, como si en él solo atisbáramos, en sus idas y retornos, en sus distintas involuciones y evoluciones, un pozo sin fondo.

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