La sombra de una segunda mujer se proyecta sobre la película: la de Beatriz Allende, la hija suicida, recordada por su hermana Isabel, madre de la directora. La memoria de Beatriz, muerta en 1977, compensa el pudor y la contención forzada de Hortensia. En la economía de los afectos que desarrolla la película el ensimismamiento tranquilo de la madre contrasta con la militancia ilusionada de la hija, seguida por la exasperación de su exilio en Cuba y el desencanto que la lleva a la muerte. Es el paso del ardor revolucionario a la aflicción y la melancolía (Zunzunegui, 2017, p. 26).
Por último, está la presencia que se mantiene en “ausencia”; la persona de la que no se habla: Miria Contreras, llamada la Payita, amante y secretaria personal del político, residente en El Cañaveral, territorio de mención prohibida para la familia Allende, solo visitado por Beatriz, la hija sombría, en una acción que la película revela como otro secreto de una familia marcada por la historia. Mujeres ausentes, o mujeres presentes, como Hortensia, pero siempre mujeres. El entorno de la vida de Allende, y la evocación allende su presencia, se configura como un encuentro femenino. Mujeres que testimonian o son evocadas bajo la luz opaca de la melancolía.
LA SOMBRA DEL FOTÓGRAFO: ÁLVARO DE LA BARRA PUGA
Desvelar el tabú familiar. Es lo que pretende el chileno Álvaro de la Barra Puga en Venían a buscarme (2016). Los padres del realizador, dos activistas del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), fueron asesinados en 1974, a pocos pasos del jardín de la infancia en el que Álvaro pasaba sus mañanas.
La película empieza con imágenes del cineasta visitando a su familia materna en la ciudad de Valdivia. Ha regresado a Chile desde París, donde pasó parte de su exilio. Recuperados sus apellidos verdaderos, De la Barra Puga, que le fueron cambiados al momento de partir al exilio cuando era muy pequeño, decide que es tiempo de dejar atrás el nombre atribuido y confrontar su historia familiar. Es una narrativa incompleta, tachonada de silencios destinados a proteger a un niño que era blanco de las fuerzas represivas, dada la notoriedad política de sus padres. Niño al que los agentes de la Dirección de Inteligencia del régimen buscaban con insistencia acaso con el fin de asesinarlo o de entregarlo a una familia de adopción, lo que explica el título de la película.
De los padres solo se conservan algunas fotos. De la madre, actriz representando a Antígona o mirando hacia la cámara. Del padre, del que subsiste una imagen recortada que luego revela la amplitud de su campo visual. Pero no existen fotos familiares que incluyan al pequeño.
El periplo de Álvaro, que pasa por Venezuela donde vivió por un tiempo, lo tiene a él mismo como reportero de su propia historia, mostrándose ante la cámara, visitando a los familiares que ofrecen los fragmentos de una historia escindida. Rechaza la idealización de la militancia del pasado y las conmemoraciones fúnebres; solo acude a ellas en busca de los antiguos camaradas de sus progenitores. Mientras que su búsqueda tiene como fin el encontrar información, su actitud tiene el signo positivo del que intuye que puede acercarse a la verdad y que para ello solo es preciso la persistencia y el saber observar las huellas de lo visible impresas en fotos y materiales documentales.
Las imágenes finales de la película ofrecen esa posibilidad de revelación: una sucesión de tres imágenes del pequeño Álvaro, apenas en capacidad de mantenerse firme sobre sus piernas, van descubriendo de modo progresivo lo que está más allá del campo visual. En la primera foto, hacia el costado inferior izquierdo se percibe la costura de un vestido de mujer; acaso es la persona que se mantiene vigilante de la precaria estabilidad del niño. En la segunda, el vestido se distingue con nitidez y corresponde a un traje de la madre. En la tercera, sobre el vestido se nota una sombra proyectada. Es la sombra del fotógrafo, el padre del cineasta. La película termina con una constatación formulada por Álvaro, con su propia voz: “es la única imagen de los tres juntos”.
HITCHCOCK Y BUÑUEL, ENTRE SHAKESPEARE Y VÍCTOR HUGO: YULENE OLAIZOLA
Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (2008), de la mexicana Yulene Olaizola, tiene como protagonista a Rosa Carbajal, abuela de la realizadora. Frente a una ligera cámara digital, la anciana evoca su relación personal con Jorge Riosse, el inquilino de una habitación de su casa, en Ciudad de México.
Rosa nunca abandona el encuadre, mientras que el inquilino Jorge Riosse es una presencia en ausencia, solo evocado en las palabras de aquella mujer. Conforme se narran las andanzas de aquel sujeto, aparece el recuerdo de The Lodger (1927), de Alfred Hitchcock, así como el de otras historias sobre inquilinos de vidas múltiples y de los relatos sobre rostros ocultos o identidades secretas que atrajeron a Robert Louis Stevenson, a Rouben Mamoulian o a John Brahm. Es el filón novelesco de la narración sobre Riosse, al que se acusa de haber cometido crímenes fatales contra varias mujeres.
Pero más allá de la anécdota, algo pretende Olaizola al registrar el testimonio de la señora Rosa. Tal vez sea recrear el relato espeluznante que oyó en su infancia de boca de su abuela. O compartir, mediante el documental, una historia familiar curiosa y llena de misterio. O indagar sobre los costados oscuros que se esconden detrás de la más gris normalidad. O imaginar las historias truculentas que pueden desarrollarse detrás de las fachadas de los hogares de la pequeña burguesía. O jugar con las posibilidades de trucar, mentir y falsear en el documental, haciendo que la historia cotidiana luzca como fábula terrorífica. O retratar la otra cara de doña Rosa, bastante más turbulenta de lo que parece, remecida por la llegada de un extraño seductor a su casa. O preguntarse si una mujer enamorada de ese desconocido no fue capaz de atribuirle una conducta violenta, disfrazando su verdadero deseo por Riosse al enterarse de que no podía corresponderle. O suponer que su abuela podría ser una suerte de Blanche DuBois, recibiendo la “amabilidad” de un extraño, o una encarnación femenina del Archibaldo de la Cruz ( Ensayo de un crimen - La vida criminal de Archibaldo de la Cruz , 1955), de Luis Buñuel, capaz de proyectar en Riosse su propia fantasía de suprimir el recuerdo del hombre que la defraudó. Es decir, de ver a doña Rosa como una inquilina de sus propias pasiones.
LA DIVA MELANCÓLICA: LAURA HUERTAS MILLÁN
En Sol negro (2016), la colombiana Laura Huertas Millán combina el registro familiar con el registro de la performance de un personaje que es a la vez cercano y extraño para ella. A la presencia de la tía de la realizadora, se le sobreimprime el personaje de Antonia, la cantante de ópera cuya biografía se expone. Huertas Millán ancla su ficción en los datos concretos de su entorno próximo. Las otras “protagonistas” de la historia son su madre (la hermana de Antonia) y ella misma, convertidas en personajes secundarios de una ficción vaga y aproximativa.
Todo aquí está bajo el signo del quebranto. La noción de algo perdido para siempre sustenta la narración. Tal vez, el tiempo extravió la idealizada noción de equilibrio y armonía que aportó estabilidad a esa familia. Lo cierto es que las tres mujeres del relato llevan las marcas del “sol negro” de la languidez vital y de la vocación por la autodestrucción.
Pero a Huertas Millán no le interesa indagar en las razones de esa quiebra emocional ni en el origen de la disfunción. Lo que le importa es registrar los modos en que Antonia intenta recuperar un lugar en la familia mientras supera sus adicciones con tratamientos de rehabilitación. El espacio familiar, siempre concentrado, volcado sobre sí mismo, tiene a las mujeres confrontando sus temores: ¿Habrán recibido ellas, como legado de sus ascendientes, la opacidad de la melancolía y las huellas de la perturbación emocional?
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