Este tratado fue el resultado de una larga lucha que llevaron a cabo las propias personas con discapacidad (Palacios y Bariffi, 2007) en pos de resignificar la discapacidad como una cuestión de ciudadanía, de derechos humanos y como vía de emancipación (Míguez, Ferrante y Bustos García 2017). Desde mediados del siglo pasado, en distintos puntos del planeta los movimientos sociales de personas con discapacidad y sus familias iniciaron diversas acciones para denunciar la situación de opresión, segregación, exclusión y estigmatización a la que se enfrentaban. Estos movimientos, que adquirieron visibilidad en Estados Unidos e Inglaterra, también tuvieron su impacto en el campo académico, y hacia 1970 surgió un grupo de investigadores, muchos de ellos con discapacidad y militantes de movimientos sociales (Brogna, 2009), quienes dieron lugar a un conjunto de estudios históricos y sociológicos denominado Disability Studies o estudios sociales de la discapacidad.
Tales investigaciones hacen hincapié en los aspectos opresivos vinculados con la discapacidad promoviendo el “modelo social” de la discapacidad, en oposición al “modelo médico hegemónico” que la entiende como un problema biológico individual derivado de la portación de una falla o déficit corporal. Esta nueva manera de interpretar la discapacidad, como cuestión social, es la que se plasma en la Convención. Es importante destacar que el modelo social introdujo un cambio sustancial en los modos de pensar la “discapacidad” en Occidente tanto desde una perspectiva política como epistemológica (Míguez, Ferrante y Bustos García, 2017). Como señalan diversas investigaciones, se asume como dimensión política en cuanto instaló la lucha por el reconocimiento de las personas con discapacidad; y desde el punto de vista epistemológico en cuanto es concebida como una producción social ya que “no existe como realidad por fuera de los dispositivos que la construyen como categoría subjetivante y de asignación de identidad” (Yarza de los Ríos et al ., 2019: 23).
La Argentina no permaneció ajena a este proceso. El reclamo por el derecho a la “rehabilitación integral” para las diversas deficiencias que se inicia en la década de 1940 adquirió una fuerte legitimidad social hacia mediados de los años 50. Si bien en un principio el reclamo de ese derecho y las políticas públicas se centraron en personas con discapacidad física o sensorial, otras voces pioneras se alzaron para intentar incluir a las personas con discapacidad “mental” en el grupo de personas “a rehabilitar”. Con el paso del tiempo, debido a la presión de los profesionales y de algunas asociaciones, esa política de rehabilitación se extendió a otros tipos de beneficiarios. A partir de la década de 1970 tuvieron lugar protestas de colectivos de personas con discapacidad por la conquista del derecho a trabajar, la accesibilidad y la autonomía (Brégain, 2012). Así, por ejemplo, la lucha del Frente de Lisiados Peronistas por el derecho al trabajo fue uno de los movimientos que puso en cuestión los reclamos nucleados en torno a diagnósticos médicos y a aunarse detrás de la demanda de derechos reuniendo a personas con distintas condiciones a través de la experiencia de la Unión Nacional Socioeconómica del Lisiado (UNSEL) (ibíd.; Ferrante y Venturiello, 2014). El Frente ofreció una visión de la discapacidad precursora a nivel mundial al evidenciar el carácter social de la discapacidad. Puntualmente, la UNSEL logró la sanción de la ley 20.923 en 1974 que establecía el primer cupo laboral para personas con discapacidad en América Latina.
A partir de ese año, miembros del Frente de Lisiados Peronistas militaron por su reglamentación, pero esto no se concretó; muchos de ellos fueron detenidos y desaparecidos. La ley fue derogada y modificada en la última dictadura militar, en 1981, a través del decreto-ley 22.431 (Brégain, 2012). Esta normativa –vigente hasta la actualidad con algunas modificaciones– estableció un sistema de protección integral del –en términos epocales– “discapacitado” desde una visión de la discapacidad como déficit a rehabilitar (Ferrante, 2014a). Dicha protección estaba destinada a garantizar la atención médica, la educación y la seguridad social. Además, creó el certificado de discapacidad y en su artículo 13 establecía que quedaba bajo la esfera del Ministerio de Cultura y Educación la función de orientar las derivaciones y controlar los tratamientos del alumnado con discapacidad tendiendo a su integración al sistema educativo, dictar las normas de ingreso y egreso a establecimientos educacionales, coordinar las derivaciones del “discapacitado” a tareas competitivas o a talleres protegidos, formar personal docente y profesionales especializados promoviendo los recursos humanos necesarios para la ejecución de los programas de asistencia, docencia e investigación en materia de rehabilitación. Posteriormente, la ley 24.091 de 1997 estableció los beneficios sociales que otorga el certificado y el detalle de los servicios específicos asociados con la educación en cada uno de los niveles del sistema educativo. Dado que la base de sustentación era el modelo médico, se legitimó la segregación sobre la base de la discapacidad. Dicho esto, si bien la ratificación de la Convención y la ley 26.378 implica un quiebre en la perspectiva de estas leyes, todas ellas aún conviven, siendo la armonización legislativa una materia pendiente (Venturiello y Ferrante, 2018).
A pesar del avance en materia jurídica y conceptual, desde 2006 hasta el cierre de esta investigación la implementación de programas fundados en el derecho a la educación inclusiva de estudiantes con discapacidad en los niveles de escolaridad obligatoria es una deuda del sistema educativo de la mayor parte de los países del continente americano (Fernández, 2018). Como sostienen Carolina Biernat y Karina Ramacciotti (2012), la construcción de la ciudadanía social es parte de un proceso histórico en el cual, al mismo tiempo que se reconocen ciertos derechos sociales de las personas, se van creando nuevas demandas sociales que modifican el curso de las agendas políticas y sociales.
En la Argentina, la Ley de Educación Nacional 26.206 de 2006 expresa que el Estado se encuentra obligado a garantizar la educación y a asegurar a estudiantes con discapacidad una propuesta pedagógica que les permita el máximo desarrollo de sus posibilidades, la integración y el pleno ejercicio de sus derechos; sin embargo, sigue contemplando la existencia de dos subsistemas educativos: un sistema de educación común y uno de educación especial, vulnerando de ese modo el derecho a la educación inclusiva de estudiantes que por distintos motivos no pueden acceder al sistema de enseñanza general. Es necesario explicar aquí que el sistema educativo se divide en niveles : educación inicial, educación primaria, educación secundaria y educación superior. Los cuatro definen sus diseños curriculares, en articulación entre ellos y las modalidades. Estas últimas, según el artículo 17 de la Ley de Educación Nacional 26.206, son aquellas opciones organizativas y/o curriculares de la educación común dentro de uno o más niveles educativos que procuran dar respuesta a requerimientos específicos de formación y atención a particularidades permanentes o temporales, personales y/o contextuales, para garantizar la igualdad en el derecho a la educación. Tales modalidades son la educación técnico-profesional, la educación artística, la educación especial, la educación de jóvenes y adultos, la educación rural, la educación intercultural bilingüe, la educación en contextos de privación de la libertad y la educación domiciliaria y hospitalaria. Conforme a la Ley de Educación Provincial 13.688, la educación especial es la modalidad responsable de garantizar la “integración” de alumnas y alumnos con discapacidad en todos los niveles.
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