Ignacio Vidaurrázaga Manríquez - Martes once la primera resistencia
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A Ruti Cornejo por todo.
A la familia conformada por las tuyas, los míos y al final todos los nuestros.
A la Yola en sus noventa y tres años.
A mi padre, Alberto; mi hermano, Gastón Fernando, y a mi hija Katia América, que son memoria.
AGRADECIMIENTOS
A los cómplices de la partida: Juan Osses, Ángelo Villavecchia y Paula Jarpa. A Johanna Otte por el trabajo de transcripción de las entrevistas y lecturas atentas. A la fotógrafa Marcela Poch. Al taller Filete. El Buen Diseño, representado por Luis «Tono» Rojas. A Luis Arellano, fotógrafo y webmaster. A mis amigos Leandro Urbina, Hernán Monasterio y Gabriel Flores Rivero, «Beto». En la investigación, a Cristián Gutiérrez, Mónica Echeverría, Cristián Castillo, Pía Montalva, a Carla Hernández de la Biblioteca Fundación Salvador Allende y al historiador Patricio Quiroga. A Reiner Canales, Paula Chahin y Tamara Vidaurrázaga por las lecturas y comentarios. Al joven músico Pablo Venegas Araya y Los Cachañas. A los periodistas Juan Andrés Lagos, Juan Guerra y Javier Rebolledo. A cada uno y una de los testimoneantes. Y, por cierto, a Silvia Aguilera y Paulo Slachevsky de LOM ediciones por la confianza.
Palabras de presentación: EL NEGACIONISMO AL CONTAR LA RESISTENCIA
¿Cómo será mejor contar una dictadura?
Esta es una pregunta esencial en Chile, como lo ha sido en otros sitios de Latinoamérica y también en el caso del fascismo en Europa. La tendencia obvia es hacerlo desde los derechos humanos conculcados. Desde el terrorismo de Estado. Desde todos los horrores posibles que a partir del mal ha sido posible imaginar y crear. Así, los verdugos y torturadores, los que operan las máquinas de tormentos y los que dan las órdenes, toda la cadena de persecución, tortura y muerte, son los protagonistas. Es posible que solo con nombrarlos a ellos los relatos vuelvan a recrear el miedo que paralogiza, el miedo en el recuerdo, el miedo incluso a imaginar nuevamente otro Chile.
Pero concedamos que la anterior es una elección posible para, desde allí, apostar a la valorización de los espacios anteriores, perdidos y ausentes. Para revalorizar lo que existió antes y, por qué no decirlo, asumir el mensaje implícito del cuidado de nuestras democracias imperfectas y limitadas. A veces por ese propósito se impone la pasividad y todo lo posible... posible en la medida de los poderosos, por cierto.
Contar el terrorismo de Estado es un tratamiento de shock , al reiterar y reiterar bestialidades de muy diversa naturaleza. En Chile, el bestiario de la DINA-CNI es inmenso, los testimonios de los y las sobrevivientes infinitos. Y seguramente, aun pese al trabajo de jueces, periodistas e historiadores nos falta mucho por saber sobre lo ocurrido en esos diecisiete años de dictadura, que conforme pasa el tiempo más presentes se hacen. Entre otras causas, porque sus efectos más profundos de cambios en la sociedad chilena están aún presentes y todavía determinan desde la política y la economía la vida y el futuro de los habitantes de Chile.
Es necesaria e importante la denuncia, investigación y conocimiento del horror del terrorismo de Estado. Aunque si solo ocurre ese relato, todo queda trunco. La historia de los hombres y mujeres, y la de los colectivos también.
Porque el terrorismo de Estado es una maquinaria que, sirviendo a intereses políticos y económicos, busca esencialmente doblegar voluntades que se le opongan. Busca quebrar, fragmentar, aterrorizar, reducir cualquier oposición a sus designios. Y los hombres y mujeres buscadas y salidas a cazar por la represión siempre o casi siempre pertenecerán a las organizaciones de la resistencia que representan mayor peligrosidad para los intereses de esos poderes dictatoriales.
Vencer a los y las resistentes es la tarea del chequeador y del verdugo, del analista y de los ejecutores: doblegar esas voluntades de vanguardia para que el resto se atemorice y renuncie a actuar. El titular de periódico, la noticia radial y televisiva junto con comunicar la información, también contagian e inoculan el miedo y la inhibición en la gente.
Otra opción distinta y complementaria a contar la dictadura desde el horror es hacerlo desde la dignidad, desde las actitudes de hombres y mujeres que, midiendo los peligros en esas situaciones únicas, se hacen parte de la clandestinidad y asumen todas las formas de resistencia posible para enfrentar a sus poderosos enemigos. Para enfrentar a las fuerzas de ocupación de su país, por más que vistan los conocidos uniformes. Hombres y mujeres que incluso en centros clandestinos y cárceles sobreviven y crean redes de fraternidad y resistencia.
Nuestra opción es contar la resistencia en Chile desde esas primeras horas. Contar esas actitudes dignas. Que se conozca lo sucedido en la resistencia en sus detalles, aprendizajes, errores y posibilidades. Sabemos que no estamos solos. Periodistas e historiadores han aportado a esta tarea. Diversos testimonios publicados o no circulan por muchos ámbitos. Pero el transcurso del tiempo nos juega en contra. Los y las sobrevivientes se mueren y enferman, pierden la memoria o no quieren aún contar. El negacionismo también se incuba en los mismos sobrevivientes: miedo a perder la pega, a quedar inadecuado, a ser un «subversivo» y «terrorista», como la dictadura lo dejó instalado hasta el día de hoy.
Con esta investigación periodística sobre el día 11 de septiembre queremos visibilizar la dignidad de resistir al Golpe con las armas, incluso cuando era prácticamente imposible cambiar el curso de los acontecimientos. Sin noticias, sin comunicación, sin los apoyos y reacciones esperadas. Solos y aislados, hombres y mujeres cuentan esos pormenores en los límites de las primeras horas del Golpe en Santiago.
La historia universal registra demasiadas situaciones en que se resiste en inferioridad de fuerzas, y esas derrotas, en la bodega de las conciencias y las subjetividades, se suman y procesan como fortalezas. El 11 de septiembre de Chile es distinto a decenas de otros golpes de Estado, esencialmente por el gesto de Salvador Allende de permanecer en La Moneda y no entregarse. Pero es esa misma actitud la que invisibiliza otras acciones que estarán ocurriendo en todo Chile, más allá de la correlación de fuerzas o las posibilidades de éxito.
¿Por qué en nuestra historiografía Arturo Prat va a ser más digno que los GAP y detectives que protegieron al presidente Allende?
¿Por qué Bernardo O’Higgins va a ser más audaz que Arnoldo Camú comandando a un centenar de decididos combatientes en la zona sur de Santiago?
¿Por qué Manuel Rodríguez es ejemplo y no lo van a ser ese puñado de miembros del FPMR y del MIR que todavía purgan penas de extrañamiento en el extranjero, mientras se amenaza su retorno con nuevos procesamientos y años de cárcel?
La dignidad no tiene calculadora y a veces ni siquiera brújula. Visibilizar a los vencidos en armas, a quienes pudieron usarlas como gesto desesperado, es importante, y estamos convencidos de que no hay que esperar una nueva década para contarlo.
Los negacionismos también se hermanan. Uno, el obvio: nada ocurrió, nada supe, nada me ocurrió a mí y a los míos. ¿Hubo dictadura? Y el otro, negar aspectos significativos de la lucha en contra de la dictadura, reduciéndola a lo que ha sido conveniente para esta transición chilena «en la medida de lo posible». Entonces, fuera del cuadro quedan miles de acciones valerosas, miles de hombres y mujeres en todo Chile que, en la clandestinidad, desde los peores momentos, fueron teniendo pequeñas iniciativas. Desde las estampillas pegadas en las micros a fines del 73 hasta la diversidad de acciones que acompañaron las protestas sociales del 80 en adelante.
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