Mitch Albom
Martes Con Mi Viejo Profesor
Título original: TUESDAYS WITH MORRIE
Traducción de la edición inglesa: ALEJANDRO PAREJA
MORRIE SCHWARTZ El viejo Profesor
UN TESTIMONIO SOBRE LA VIDA, LA AMISTAD Y EL AMOR
ESTE LIBRO ESTÁ DEDICADO
A PETER, MI HERMANO,
LA PERSONA MÁS VALIENTE QUE CONOZCO
Quiero agradecer la enorme ayuda que he recibido para crear este libro. Deseo dar las gracias por sus recuerdos, por su paciencia y por su orientación, a Charlotte, Rob y Jonathan Schwartz, a Maurie Stein, a Charlie Derber, a Gordie Fellman, a David Schwartz, al rabino Al Axelrad y a la multitud de amigos y compañeros de Morrie. Quiero expresar también mi agradecimiento especial a Bill Thomas, mi editor, por haber llevado este proyecto con el toque preciso. Y, como siempre, mi aprecio a David Black, que suele tener más fe en mí que yo mismo.
Y gracias, sobre todo, a Morrie, por haber estado dispuesto a elaborar juntos esta última tesina. ¿Tuviste tú alguna vez un maestro así?
M i viejo profesor impartió la última asignatura de su vida dando una clase semanal en su casa, junto a una ventana de su despacho, desde un lugar donde podía contemplar cómo se despojaba de sus hojas rosadas un pequeño hibisco. La clase se impartía los martes. Comenzaba después del desayuno. La asignatura era el Sentido de la Vida. Se impartía a partir de la experiencia propia.
No se daban notas, pero había exámenes orales cada semana. El alumno debía responder a varias preguntas, y debía formular preguntas por su cuenta. También debía realizar tareas físicas de vez en cuando, tales como levantar la cabeza del catedrático para dejarla en una postura cómoda sobre la almohada, o calarle bien las gafas en la nariz. Si le daba un beso de despedida, ganaba puntos adicionales.
No se necesitaba ningún libro, pero se cubrían muchos temas, entre ellos el amor, el trabajo, la comunidad, la familia, la vejez, el perdón y, por último, la muerte. La última lección fue breve, de sólo unas pocas palabras.
En lugar de ceremonia de graduación se celebró un funeral.
Aunque no hubo examen final, el alumno debía preparar un largo trabajo sobre lo que había aprendido. Aquí se presenta ese trabajo.
En la última asignatura de la vida de mi viejo profesor sólo había un alumno.
Ese alumno era yo.
Estamos a finales de la primavera de 1979, una tarde calurosa y húmeda de sábado. Somos centenares y estamos sentados juntos, lado a lado, en filas de sillas plegables de madera, en el prado principal del campus. Llevamos togas azules de nailon. Escuchamos con impaciencia los largos discursos. Cuando termina la ceremonia, tiramos los birretes al aire y ya somos oficialmente graduados universitarios, la última promoción de la Universidad de Brandeis, de la ciudad de Waltham, en Massachusetts. Para muchos de nosotros acaba de caer el telón sobre nuestra infancia.
Más tarde, busco a Morrie Schwartz, mi catedrático favorito, y se lo presento a mis padres. Es un hombre pequeño que camina a pasitos, como si en cualquier momento una ráfaga de viento fuerte pudiera arrastrarlo hasta las nubes. Vestido con su toga de las ceremonias de graduación, parece un cruce entre un profeta bíblico y un duende de árbol de Navidad. Tiene los ojos de color azul verdoso, chispeantes, el cabello plateado y ralo, que
le cae sobre la frente, las orejas grandes, la nariz triangular y matas de cejas canosas. Aunque tiene torcidos los dientes, y los inferiores están inclinados hacia atrás, como si alguien se los hubiera hundido de un puñetazo, cuando sonríe parece como si le acabaras de contar el primer chiste de la historia del mundo.
Cuenta a mis padres cómo me porté yo en cada una de las asignaturas que me impartió. Les dice: «Tienen aquí un muchacho especial». Avergonzado, me miro los pies. Antes de marcharnos, entrego a mi catedrático un regalo, un maletín de color cuero con sus iniciales en la parte delantera. Lo había comprado el día anterior en un centro comercial. No quería olvidarme de él. Quizás no quisiera que él se olvidase de mí.
– Mitch, eres de los buenos -dice, admirando el maletín. Después, me abraza. Siento sus brazos delgados alrededor de mi espalda. Soy más alto que él, y cuando me tiene en sus brazos me siento incómodo, más viejo, como si yo fuera el padre y él fuera el hijo.
Me pregunta si seguiré en contacto con él, y yo digo sin titubear:
– Por supuesto.
Cuando se aparta, veo que está llorando
El programa de la asignatura
Le llegó su sentencia de muerte en el verano de 1994. Volviendo la vista atrás, Morrie ya supo mucho antes que se le venía encima algo malo. Lo supo el día en que dejó de bailar.
Mi viejo profesor siempre había sido bailarín. No le importaba con qué música. El rock and roll, el jazz de grandes orquestas, el blues: todo le encantaba. Cerraba los ojos y, con una sonrisa beatífica empezaba a moverse siguiendo su propio sentido del ritmo. No siempre era bonito. Pero, por otra parte, no se preocupaba de bailar con una pareja. Morrie bailaba solo.
Solía ir todos los miércoles por la noche a una iglesia que está en la plaza Harvard para asistir a lo que llamaban «Baile Gratis». Allí había luces destellantes y altavoces estruendosos, y Morrie se mezclaba entre el público, compuesto principalmente por estudiantes, con una camiseta blanca y pantalones de chándal negros y con una toalla al cuello, y fuera cual fuese la música que sonaba, aquella música bailaba él. Bailaba el lindy con música de Jimi Hendrix. Se retorcía y giraba, agitaba los brazos como un director de orquesta que hubiera tomado anfetaminas, hasta que le caía el sudor por la espalda. Nadie sabía que era un eminente doctor en Sociología con años de experiencia como catedrático y que había publicado varios libros muy respetados. Lo tomaban, simplemente, por un viejo chiflado.
Una vez llevó una cinta de tangos y consiguió que la pusieran por los altavoces. A continuación, se hizo el amo de la pista de baile, moviéndose velozmente de un lado a otro como un ardiente latin lover . Cuando terminó, todos le aplaudieron. Podría haberse quedado en aquel momento para siempre.
Pero el baile terminó.
Cuando tenía sesenta y tantos años empezó a sufrir asma. Respiraba con dificultad. Un día, iba caminando por la orilla del río Charles y una ráfaga de aire frío lo dejó sin respiración. Lo llevaron urgentemente al hospital y le inyectaron adrenalina.
Algunos años más tarde empezó a costarle trabajo caminar. En la fiesta de cumpleaños de un amigo tropezó inexplicablemente. Otra noche, se cayó por las escaleras de un teatro y sobresaltó a un pequeño grupo del personas.
– ¡Dadle aire! -gritó alguien.
Como por entonces ya había, cumplido los setenta, los presentes susurraron «es la edad», y le ayudaron a levantarse. Pero Morrie, que siempre había mantenido un contacto más estrecho con el interior de su cuerpo que el que mantenemos los demás, supo que lo que iba mal era otra cosa. Aquello era más que la vejez. Estaba cansado constantemente. Le costaba trabajo dormir. Soñaba que se moría.
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