1 ...6 7 8 10 11 12 ...15 ¿El ágora ha sido trasladada al centro comercial? Eso es imposible; el ágora es impracticable en el mall, donde solo puede ser un simulacro.
¿Y la ética empresarial? Podríamos contestar que el capitalismo no es ético, que solo cree en la rentabilidad. Sin embargo, el discurso moralista es más potente a nivel publicitario que nunca. Sabemos que empresas extendidas por todo el mundo, y acusadas a menudo de prácticas nefastas respecto a los derechos laborales o al medio ambiente, han patrocinado programas solidarios de la ONU. También han creado organizaciones humanitarias y han presentado bellos discursos a favor de la cooperación y los derechos humanos. ¿No es esto un triunfo? No parece que, a consecuencia de esos aparentemente bondadosos proyectos, hayan surgido reglamentos con verdadero poder sancionador respecto a la ética corporativa. Se trata, en el mejor de los casos, de un voluntarismo escasamente transitivo; en el peor de los casos, de pura hipocresía calculada estratégicamente para vender más.
Obviamente, los controles no los van a establecer motu proprio Nike, Shell o Walmart. ¿Lo establecerán, entonces, los representantes de los ciudadanos? Parece difícil en un contexto en el cual las operaciones comerciales desbordan por completo el poder regulador de las instituciones del Estado-nación.
¿Consumidor o ciudadano?
Naomi Klein se muestra siempre extraordinariamente interesada por los movimientos de recuperación de los espacios públicos. Ese interés supone la constatación de un hecho acaso invisible pero sumamente inquietante: la ciudadanía ha perdido las calles, que están colonizadas ahora por ejércitos de publicistas, es decir, por los criados de las grandes corporaciones globales. Naomi Klein se refiere a formas activas de ciudadanía como los graffitis, el intercambio de productos alimentarios entre personas, la ocupación de casas deshabitadas por grupos de vida alternativa o los huertos urbanos, sin olvidar formas de pura supervivencia, como la mendicidad, que son perseguidas por la policía cada vez con más intensidad. Entonces, hoy las calles de las grandes ciudades se han convertido en parques temáticos, y el pulso de la vida social y política en ellas es muy criminalizado, aún más cuando es más espontáneo.
Klein elogia el esfuerzo de introducir perspectivas irónicas y lúdicas en las manifestaciones públicas realizadas por los movimientos con implantación transnacional como Recuperar las Calles, Hecho por Nosotros Mismos o los ciclistas de la Masa Crítica. Frente a un modelo anquilosado y previsible de reivindicación —pensemos en la organización sindical típica de la conmemoración del Primero de Mayo—, este estilo de fiesta urbana o happening alimenta el sentimiento de que las gentes pueden divertirse y debatir por sí solas, sin necesidad de pedirles a empresas o poderes públicos que administren su aburrimiento e indiferencia. Para el poder de estas iniciativas, lo desasosegante es que, lejos de la lógica indignada de quien afirma que «hay que hacer algo», han optado por hacerlo realmente. Nada que ocurra a sus espaldas deja tranquilos a los amos del mundo.
¿Qué ocurre con Internet? Su trascendencia en la apresurada transformación de nuestras comunidades es tan incuestionable como controvertidas son sus implicaciones políticas. Como en toda revolución tecnológica, el poder de desencadenar consecuencias opresivas o emancipadoras es tan colosal que los utopistas de la arcadia digital se cargan de razones tanto como los escépticos que, alimentando la hipótesis terrorífica del Gran Hermano y la deshumanización por el maquinismo, apuestan por la distopía. Es incuestionable que el procesamiento de datos a la velocidad de la luz es parte esencial de nuestras vidas. Naomi Klein apuesta rotundamente por aprovechar las opciones que presenta la Red para desarrollar vínculos entre movimientos solidarios, sin que ello suponga ignorar el papel determinante que la bestial aceleración de las comunicaciones, operada en los últimos veinte años, ha desempeñado en la globalización capitalista.
Es como Internet en general: puede haber sido creada por el Pentágono, pero pronto se ha convertido en juguete de los militantes y los piratas informáticos.
De modo que, aunque la homogeneización cultural —la idea de que todos coman en Burger King, calcen zapatillas Nike y vean vídeos de los Backstreet Boys— puede inspirar una claustrofobia global, también ha echado las bases para que exista una buena comunicación mundial. (Klein, 2005a, p. 412)
En este punto, debemos preguntarle a la autora de No logo, ahora que ya conocemos los peligros del poder de las marcas, si realmente es posible luchar contra su poder, que parece omnímodo. Para ello, es precisa una intensa labor de concienciación, de tal manera que, para cualquier tipo de consumidor, los principios éticos gobiernen la selección de la compra frente al argumento de la sugestión publicitaria.
Cuando los colegios, las universidades, las comunidades religiosas, las asociaciones gremiales, los cuerpos municipales y otras instituciones hacen sus compras al por mayor según criterios éticos, las campañas contra las marcas avanzan mucho más que lo que permite la guerra simbólica de los ataques contra los anuncios o las protestas ante las supertiendas. (Klein, 2005a, p. 462)
En otras palabras, la acción común de muchos consumidores es capaz de castigar o premiar a las empresas en función de factores como la higiene medioambiental, el trato a los empleados, las deslocalizaciones o el aprovechamiento del trabajo esclavo. Cuando esa presión es sistemática, su eficacia puede servir para que las empresas desistan de emplear medios éticamente execrables para hacer negocios. Existen ejemplos de ciudades cuyos consistorios han dejado de comprar energía a diferentes empresas de gran peso internacional porque sus barcos han producido ingentes vertidos en los mares o porque financian a dictadores africanos. La técnica del boicot o de compras selectivas puede hacer un tremendo daño a las empresas cuyas prácticas van contra principios éticos fundamentales.
No obstante, el error sería esperar demasiado del consumo selectivo. Conviene no eludir que, cuando se lucha contra la conversión del ciudadano en consumidor por la vía de concienciarle de su poder respecto a las compras, corremos el riesgo de reproducir el problema de raíz. Si lo que queremos es formar sujetos con conciencia social y política, ciudadanos con capacidad de compromiso y no compradores que les protesten a las uniones de consumidores cuando las empresas no les satisfacen, entonces tenemos que salir del espacio del mall en el que nos movemos, incluso cuando estemos fuera de sus límites físicos. Además, este tipo de iniciativas, realizadas con una escrupulosidad casi neurótica, corren el riesgo de resultar minoritarias y, por tanto, ineficaces, pues es difícil provocar simpatías en multitudes a las que se les pide sentirse culpables por consumir. De otro lado, estas campañas no suelen crear tejido jurídico obligatorio, sino códigos de conducta que se resuelven con etiquetas que vemos en los productos; por eso, resulta difícil saber hasta qué punto se cumplen, pues suponemos que es fácil eludirlas impunemente.
Zygmunt Bauman es más contundente que Naomi Klein a la hora de recomendar desembarazarse de la lógica del consumo cuando se profundiza en la reflexión ética. Si el principio moral que organizó a las sociedades durante milenios era el cuidado de los otros, entonces el problema es que esa función esencial de cuidar ha recaído sobre las marcas, las cuales necesitan que reconozcamos esa relación para que se multipliquen las situaciones donde el producto y el comprador puedan encontrarse. Mediante las «compras éticas», muchas marcas consiguen presumir que luchan contra el hambre en el mundo, contra la extinción de las ballenas o que luchan a favor de los niños víctimas de minas antipersona. De esta manera, consuman una función terapéutica muy significativa ante la conciencia de culpa de los consumidores. Esa conciencia no solo sufre por los niños hambrientos —que normalmente residen lejos—, sino también por el tiempo que dejamos de conceder a nuestros familiares y amigos, de manera que el purgante es a la vez cómplice de la enfermedad: «[…] mediante la publicidad y la entrega de analgésicos morales comercializados, los mercados de consumo no evitan, sino, por el contrario, facilitan el marchitamiento, el languidecimiento y la desintegración de los vínculos interhumanos» (Bauman, 2011, p. 107).
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