Sabemos que la tierra tiene límites y que necesitaríamos varias docenas de planetas como el nuestro para mantener el ritmo de consumo, considerando que otros países superpoblados aspiran hoy a emular nuestras costumbres. El problema es que, si son las grandes firmas las que monopolizan hoy la posibilidad de realizar conductas éticas, se debe seguir incrementando el consumo. La sostenibilidad es un concepto clave, pero ningún político que aspire a ser votado se atreve a prometer a sus ciudadanos que restringirá sus posibilidades de consumo, pues, entre otras cosas, le acusarían de perpetuar la crisis y trabar el crecimiento. Para Bauman, la solución pasa, inexcusablemente, por un giro en la conciencia ciudadana lo bastante escorado como para poner límite a los propios deseos de consumo.
Quizás haya llegado ya la hora de devolver la responsabilidad moral a su vocación primigenia: la de garantizar la supervivencia mutua. Y todo indica que la condición primordial entre todas las condiciones necesarias para llevar a cabo este reenfoque es la desmercantilización del impulso moral. (Bauman, 2011, p. 113)
En el capítulo de conclusión de No logo: el poder de las marcas, Naomi Klein asume que el consumismo es el gran enemigo del ciudadano, y así puede plantear la posibilidad de una lucha popular y a la vez global, tan global como los poderes económicos que debe combatir. Esa lucha, en el contexto de un país productor como Filipinas —nación que la autora visitó—, es la última secuencia de una larga batalla histórica que antes se libró contra los señores feudales, después contra los ejércitos de los dictadores militares, y ahora se dirige hacia los propietarios de las fábricas. Es inútil esperar que Inditex, Nike o Walmart creen códigos éticos: no les interesa redactarlos y, si los redactan, no les interesará cumplirlos, pues van contra el primordial de los intereses de una empresa, que es la rentabilidad económica.
En contra de lo que a menudo hemos oído sobre la alterglobalización, el objetivo no es acabar con los Gobiernos, ni siquiera combatirlos. Critican su inacción porque, en realidad, lo que pretenden es recuperarlos. Somos los ciudadanos los que hemos de aprender a gobernarnos a nosotros mismos, pero la auténtica transitividad de las propuestas que nacen de cualquier forma de asambleísmo solo existirá si sirve para presionar a los actores institucionales a cambiar sus programas. Si elevamos la voz para afirmar que no nos representan, es porque necesitamos que lo hagan; debemos buscar nuevas formas de representación popular, formas que, por cierto, deben empezar a desbordar el marco de los viejos Estados-nación. En vísperas de empezar el nuevo siglo, a punto de asistir a una forma completamente novedosa e inesperada de protesta en la cumbre de Seattle, la autora de No logo: el poder las marcas veía llegado el momento de globalizar la resistencia.
Cuando estos movimientos de resistencia comenzaron a formarse a mediados de la década de 1990, parecían ser un conjunto de partidarios del proteccionismo que se reunían por la sola necesidad de combatir todo lo que tuviera alcance global. Pero a medida que los militantes se han unido por encima de las fronteras, ha aparecido un programa distinto, que sigue integrando la globalización pero que requiere arrancarla de manos de las multinacionales. Los inversores éticos, los piratas culturales, los defensores de los espacios públicos, los sindicalistas de McDonald’s, los hacktivistas de los derechos humanos, los militantes universitarios y los vigías anticorporativos de Internet constituyen los primeros capítulos de la lucha para que exista una alternativa ciudadana al imperio internacional de las marcas. Esa exigencia, que en algunas partes del mundo se sigue susurrando apenas, como para evitar el mal de ojo, consiste en construir un movimiento de resistencia a la vez popular y altamente técnico; un movimiento tan global y capaz de una acción coordinada como las multinacionales que intenta subvertir. (Klein, 2005a, p. 512)
Lo que queda de Seattle
La contracumbre lo cambió todo
Durante más de medio siglo de duración del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio)6 se celebraron ocho rondas. La ronda que se celebró en Seattle se llamó Ronda del Milenio, término enunciado como si fuera a durar para siempre, pero que desapareció súbitamente y sin dejar rastro. Eran las últimas semanas de 1999, por lo que el nombre otorgado a la cumbre parece explicarse por lo inminente del 2000. Aquella grandilocuencia contenía propósitos en apariencia trascendentes: era el momento de que las naciones elaboraran una agenda común para el desarrollo y la convivencia, la globalización era la oportunidad para que la prosperidad y las libertades se mundializaran tanto como el comercio.
Hoy sabemos que se trataba de una farsa. El objetivo no confeso era avanzar en el ciclo liberalizador, lo que supuso incrementar la brecha norte-sur y la asimetría de los intercambios. Si hasta la década de los ochenta el contenido de las reuniones de la OMC (Organización Mundial del Comercio) solía centrarse en la vigilancia de las actividades de las empresas, en vísperas del nuevo siglo eran los Estados quienes recibían advertencias respecto a sus malas costumbres. En otras palabras, reuniones como la de Seattle, en el fondo, pretendían forzar a los países en vías de desarrollo a desactivar los marcos regulatorios internos con los que gravaban las operaciones de las corporaciones extranjeras.
Naomi Klein ha recordado años después que, en No logo: el poder de las marcas, se refirió varias veces a un activista inglés llamado John Jordan, cuyas intervenciones se le antojaron proféticas, pues, poco después de publicarse ese libro, ocurrió lo de Seattle. En el libro de Klein, se recogen las siguientes palabras de Jordan:
Las multinacionales están dañando la democracia, el trabajo, las comunidades, la cultura y la biosfera. Sin darse cuenta nos han ayudado a ver que todos los problemas responden al mismo sistema, a relacionar todos los temas con otros y a no pensarlos como si fueran independientes entre sí. (Klein, 2005a, p. 318)
En torno al movimiento Recuperando las Calles, Jordan estableció conclusiones sobre los métodos usados en algunas algaradas de ecologismo urbano, en ciudades como Londres, al enfrentarse a los bulldozers que destruían calles para facilitar el tránsito automovilístico. Se celebraban fiestas donde se leían poemas, se colgaban falsas televisiones de los árboles, se repintaban los pasos de cebra… Se trataba de convertir el arte y la imaginación en un instrumento político útil y eficaz. La experiencia que Jordan refirió a Klein fue profética incluso en lo relativo a los problemas de todo movimiento social. En una ocasión, el movimiento Recuperando las Calles consiguió celebrar una fiesta espontánea con veinte mil participantes nada menos que en Trafalgar Square. Aquello escapó de las manos de los activistas, quienes no pudieron evitar la hooliganización del acto, que acabó en duros enfrentamientos con la policía. Esto animó a los periódicos, al día siguiente, a hablar de vándalos y anarquistas que aterrorizan a los vecinos con consignas antisistema.
Conviene no olvidar estas alusiones a la experiencia como activista de Jordan, pues desvelan algunas claves de una forma de insurgencia ciudadana que tuvo, unos meses después de la publicación del primer libro de Naomi Klein, su pistoletazo de salida en la ciudad de Seattle. La creación del Foro Social Mundial, cuya primera edición se realizó dos años más tarde en Porto Alegre, es su resultado más palpable.
Pero ¿qué pasó en Seattle? No es objetivo de este trabajo dar cuenta periodística exhaustiva de unos hechos que parecen lejanos en el tiempo, sobre todo si consideramos todo lo que ocurrió después (el 11 de Septiembre, la segunda invasión de Irak, la Gran Recesión, el brexit, el ascenso de los partidos neofascistas en Europa, la elección de Trump…). Nos interesa conocer las conclusiones que Naomi Klein, y con ella los principales agentes del FSM, han ido obteniendo sobre lo ocurrido. Esto no fue fácil en aquel momento porque fue una sorpresa monumental para todo el mundo, sobre todo para los participantes a la cumbre oficial y para la prensa internacional, que no supo interpretar este acontecimiento y se limitó a dar por fracasado el evento y la llamada Ronda del Milenio.
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