José Luis Gómez Urdáñez - El marqués de la Ensenada

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El marqués de la Ensenada, pieza clave del Despotismo Ilustrado del siglo XVIII, fue mucho más que un ministro. Realizó un proyecto político integral junto a un grupo de valedores situados en puestos clave de la corte y del gobierno impulsando el desarrollo del Estado español al tiempo que desplegaba una formidable red de espionaje en media Europa. Fue el motor de numerosas reformas bajo el desempeño de los ministerios de Hacienda, Guerra, Marina e Indias. En ese momento cumbre de su carrera, el padre Isla le llamó el «secretario de todo».
Su trabajo en la Marina le convirtió en enemigo de Inglaterra; la reforma hacendística, en sospechoso para la nobleza. El catastro y la protección que dispensó a los científicos puede considerarse lo más ilustrado de su obra. Fue amigo de los jesuitas y víctima, como ellos, del absolutismo regio. Su cara más cruel la mostró con la persecución al pueblo gitano. Mujeriego, alegre, sensato y conservador, sus restos descansan en el panteón de Marinos ilustres, aunque en realidad nunca fue marino.
José Luis Gómez Urdáñez, catedrático de Historia Moderna por la Universidad de La Rioja y académico de la Real Academia de la Historia, destaca tanto las luces como las sombras de un político que supo como nadie articular las relaciones entre el gobierno y la corte de la época.

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La obra de esta religiosa teresiana, profesora en la Universidad de Salamanca, pretenderá demostrar ante todo que los hombres de Fernando vi impusieron un nuevo estilo a la política española mediante una completa planificación de objetivos, llevando al exceso la existencia de un proyecto político. Para Gómez Molleda, Ensenada y Carvajal se complementan a pesar de su carácter: el marqués seguía siendo ensalzado como «el ministro que casi llegó a cambiar el signo de la historia posterior española»; don José, poseedor de grandes virtudes cristianas, aparecerá también como «sencillo y patriota, tan injustamente tildado de mediocre». Juntos, con el apoyo de hombres nuevos, jóvenes, «sin pesimismo y sin cansancio», darán el gran golpe contra la corte afrancesada del último gobierno de Felipe v dirigido por el partido de los vizcaínos bajo la batuta de Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías, valet de la Farnesio. Mientras, para Gómez Molleda, la caída del marqués seguía siendo una traición urdida en favor de los intereses de Inglaterra por el duque de Alba, pérfidamente manipulado por el astuto embajador Benjamin Keene. La profesora Gómez Molleda no resaltó la implicación de los Grandes de España, con Alba a la cabeza, en la caída del que ya llamaban Gran Mogol, o nuestro padre Adán. Tanto en aquellos tiempos como en estos, una nobleza —una oligarquía— conspirando contra ministros de Su Majestad no era asunto bien visto.

Didier Ozanam, profesor en la Sorbona, trabaja más sobre este aspecto, aunque su mayor contribución es haber puesto de relieve las grandes líneas de la política exterior española. El gran hispanista publicó la correspondencia de Carvajal con Huéscar y, más recientemente, la que el duque mantuvo con Ensenada. Es el gran connaisseur de la época, el maestro del que tanto hemos aprendido.

Los trabajos de estos historiadores y los que Antonio Matilla Tascón, Gonzalo Anes, Miguel Artola —y sus discípulos—, Concepción Camarero y el maestro Pierre Vilar han dedicado al Catastro, así como los de José Patricio Merino Navarro sobre la Marina, son los responsables de la presencia del ministro en las grandes síntesis de historia del xviii español y, de suyo, en las de historia de España. Más que José Patiño, por ejemplo, incluso más que los otros grandes secretarios de Estado como Jerónimo Grimaldi o José Moñino, conde de Floridablanca. El ensenadismo está siempre presente en el siglo, como demuestra la tesis doctoral de Cristina González Caizán sobre la red clientelar de Ensenada, fundamento de su poder. Los ensenadistas de la década de 1750 están en activo, en puestos importantes, muchos años después, ya con Carlos iii. Una obra reciente ha trazado de nuevo un perfil muy definido con el ensenadismo como vector, tanto en España como en América. Nos referimos al libro de Allan J. Kuethe, profesor en la Texas Tech University y gran hispanista, en colaboración con Kenneth J. Andrien, The Spanish Atlantic World in the Eighteenth Century. War and the Bourbon Reforms, 1713-1796, publicado en 2014 en Nueva York. Para Kuethe y Andrien, la huella de Ensenada en la política atlántica permanece en los proyectos del siglo.

Pero ha sido María Baudot la que ha ampliado el punto de vista sobre Ensenada al trazar en su tesis doctoral, dirigida por Carlos Martínez Shaw, un perfil muy distinto al tradicional sobre el bailío Julián de Arriaga, el ministro que sucedió al marqués en Marina, acérrimo ensenadista, aunque lo tuvo que disimular. Considerado antes como un apocado y un hombre mediocre, Arriaga continuó los planes de Ensenada, aunque varió el método de construcción naval y abandonó el sistema inglés de Jorge Juan, pero persiguiendo objetivos que mantuvieron en mucha mejor posición a la Marina de lo que creíamos. La tesis doctoral de Baudot, publicada por el Ministerio de Defensa en 2013, y numerosos artículos con documentación inédita aportada por la autora obligan a leer su obra, de una enorme riqueza.

Lo mismo ocurre con la tesis de Diego Téllez sobre Ricardo Wall, el ministro que mejor definió el despotismo ilustrado —«ministros que proponen y rey que decide»— y el que ejerció el cargo de primer ministro, de facto. Téllez descubre la fortaleza del «partido ensenadista», aun después de desterrados el marqués y sus primeros colaboradores el 20 de julio de 1754, a través del miedo de Wall, preocupado por la actitud del rey, que no acaba de tranquilizarse por haberse desprendido de Ensenada, y porque «jesuitas, colegiales y ensenadistas se han unido».

En adelante, volveremos sobre las contribuciones de otros historiadores, pero elegimos para cerrar este capítulo a Rafael Olaechea, el «reflexivo del xviii» que aportó argumentos de extraordinaria importancia en la polémica del regalismo español del siglo xviii y que, junto con Teófanes Egido, puso de relieve la importancia de los partidos, y entre ellos, la del hegemónico «partido ensenadista», opuesto al «partido español», que derivará a «nacional», o «aragonés», cuando su jefe sea el conde de Aranda, enemigo encarnizado de Ensenada. Sobre el «segundo gobierno de Fernando vi» hay muchas novedades en los últimos años que al insaciable Olaechea le hubieran deleitado, sin duda, dando razón a sus sospechas e intuiciones. Los trabajos de este sabio jesuita sobre el Concordato de 1753 —logrado por Ensenada sin que Carvajal supiera nada de las negociaciones— han incorporado sólidos conocimientos a las relaciones entre el Papa y Su Majestad Católica, pero, sobre todo han contribuido a incrementar la polémica sobre los fundamentos de la Ilustración española, tanto como los trabajos de Antonio Mestre, José Antonio Escudero, Francisco Sanchez-Blanco, María Victoria López Cordón, Francisco Aguilar Piñal, Enrique Giménez, etc. han enriquecido el conocimiento.

Sobre el periodo posterior al destierro ha habido varias novedades, aunque Ensenada ya no ocupará el primer plano —pues ya no tuvo puestos de relevancia—, como sobre la influencia del ensenadismo en la grave fractura que se produjo, antes del motín de 1766, entre los ministros de Carlos iii y los Grandes. Es de interés el excelente libro de Celia María Parcero sobre la pérdida de La Habana en 1762, pues nos descubre las tensiones entre un soberbio conde de Aranda, que pretende imponer su autoridad en el Consejo de Guerra, y un Ensenada más político que nunca, metiendo a Jorge Juan en el consejo y acordando con Arriaga que no habría sentencia si no había unanimidad de votos, lo que todo el mundo comprendió que era una estrategia frente a los deseos del conde de Aranda, presidente del Consejo de Guerra, que incluso llegó a pedir penas de muerte, una de ellas para el conde de Superunda, íntimo del marqués, del que fue albacea testamentario. Arriaga, Grimaldi, Esquilache y Ensenada lograron doblegar el brazo de Aranda, que salió de Madrid camino de Valencia con el nombramiento de capitán general, pero sabiendo que le habían echado.

Recientemente, la tesis doctoral de Paulino García Diego sobre Grimaldi, también dirigida por Carlos Martínez Shaw, publicada en 2014, ha reavivado el debate sobre algunos asuntos en los que resuena a lo lejos la presencia del gran amigo del ministro, Ensenada. Es muy interesante el acopio de documentación sobre el annus horribilis de Carlos iii, 1776, cuando el rey sufrió la conspiración de su propio hijo, el futuro Carlos iv, instigado por Aranda desde París; el escándalo de su hermano don Luis, al que hizo partir de la corte; las noticias sobre su otro hijo, Fernando iv, el rey de Nápoles, que iba por mal camino; y en fin, el dolor de separarse de su querido Grimaldi.

Aquí Ensenada, viviendo en Medina del Campo, está mudo en apariencia, pero hoy sabemos que se enteró —y por supuesto se alegró— de la intervención de sus amigos Jerónimo Grimaldi y Manuel Ventura Figueroa en el cruel castigo de Pablo de Olavide: su último acto, desalmado y vengativo. El abate Grimaldi, cesado del cargo de ministro de Estado por las presiones del conde de Aranda en 1776, se vengó de Olavide, a quien dejó en las cárceles secretas de la Inquisición cuando salió de la corte. Olavide fue la víctima, pues no podía serlo Aranda, el gran enemigo también de Ensenada, a quien desterró en 1766. Por eso, Grimaldi, hecho duque por Carlos iii, y Ensenada, desterrado diez años antes, se vieron en Medina del Campo como los grandes amigos que eran, comieron juntos y se despidieron para siempre. Ambos habían sufrido al conde aragonés, pero se habían vengado de él a través del pobre Olavide.

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