José Luis Gómez Urdáñez - El marqués de la Ensenada

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El marqués de la Ensenada, pieza clave del Despotismo Ilustrado del siglo XVIII, fue mucho más que un ministro. Realizó un proyecto político integral junto a un grupo de valedores situados en puestos clave de la corte y del gobierno impulsando el desarrollo del Estado español al tiempo que desplegaba una formidable red de espionaje en media Europa. Fue el motor de numerosas reformas bajo el desempeño de los ministerios de Hacienda, Guerra, Marina e Indias. En ese momento cumbre de su carrera, el padre Isla le llamó el «secretario de todo».
Su trabajo en la Marina le convirtió en enemigo de Inglaterra; la reforma hacendística, en sospechoso para la nobleza. El catastro y la protección que dispensó a los científicos puede considerarse lo más ilustrado de su obra. Fue amigo de los jesuitas y víctima, como ellos, del absolutismo regio. Su cara más cruel la mostró con la persecución al pueblo gitano. Mujeriego, alegre, sensato y conservador, sus restos descansan en el panteón de Marinos ilustres, aunque en realidad nunca fue marino.
José Luis Gómez Urdáñez, catedrático de Historia Moderna por la Universidad de La Rioja y académico de la Real Academia de la Historia, destaca tanto las luces como las sombras de un político que supo como nadie articular las relaciones entre el gobierno y la corte de la época.

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Tras recibir el nombramiento oficial el día 25 de abril de 1743, Ensenada se puso en camino al día siguiente, a la una del mediodía. El viaje fue rápido, pues el 8 de mayo fue recibido por los reyes en Aranjuez. Detalló el gran momento en una carta de ese mismo día a su fiel Ordeñana. Todo el mundo lo celebraba, «la Reina nuestra Señora lloraba de gozo». Ensenada comenzaba así la vida en la Corte, dedicado a su mayor preocupación por el momento: encontrar dinero para pagar la guerra, respetando el terreno de Villarías, muy ocupado en esos momentos con las siempre difíciles relaciones con Francia.

Con la guerra en Italia provocando constantes tensiones entre las tres casas de Borbón reinantes, Villarías y el embajador en París, el marqués de Campoflorido, habían logrado firmar el tratado de Fontainebleau en octubre de 1743. Era un nuevo pacto de familia que volvía a ratificar la sumisión de los intereses españoles a Francia. Su ambigüedad en temas como la seguridad del rey de Nápoles, o la restitución de Gibraltar, había sido advertida por el propio Villarías, que, ante el resultado final del tratado, culpaba a Campoflorido de no haber cumplido las instrucciones que se le dieron. Para Ensenada, que ya conocía las trampas del mundo diplomático, no tenía tanta importancia, pues sabía que el definitivo tratado de paz al que aspiraban —que al final se firmó en Aquisgrán, en 1748— solo se lograría cuando Inglaterra y Francia quisieran y con las cláusulas que quisieran, como así fue. La España discreta no podía exigir nada en la mesa de las negociaciones; para hacerlo era necesario aumentar su prestigio y su Ejército y su Marina, como pronto representará el marqués al próximo rey, Fernando vi.

Tras el pacto, Ensenada comenzó a intervenir en los asuntos de Villarías cuando peligraba la Hacienda, pues la guerra lo consumía todo. Ante el riesgo de una nueva bancarrota en 1744, no dudó en reaccionar acusando abiertamente al odioso embajador de Luis xv, el obispo de Rennes, ante el propio Villarías: «yo no puedo conformarme con las máximas del obispo de Rennes, porque daré de costillas con la Hacienda y por consecuencia con el servicio del Rey, porque aunque es cierto que cualquiera en mi lugar hará más que yo con la Hacienda, también lo es que yo a lo menos no comprendo la forma de llevar adelante los empeños de la guerra sin los auxilios extraordinarios de que me priva el obispo de Rennes.»

Ensenada era tildado de francófilo, pero sus relaciones con la Corte francesa fueron muy malas al principio a causa de la antipatía del embajador obispo —«tiene odio a mi persona», declaró Ensenada— y del sesgo antiespañol del gobierno de Argenson, que se manifestaba en la exhibición del poder de Francia en Madrid, en la embajada, donde se conspiraba abiertamente a la espera del próximo deceso de Felipe v y la llegada al trono de Fernando vi. Por eso Ensenada dirá: «el obispo de Rennes aspira al concepto, en el común de las gentes, de que él solo es el verdadero ministro de esta Monarquía»; sin embargo, aunque el ministro afirmará unos años después «con la Francia no urge otro paso que el de la disimulación», la historiografía le seguirá reservando el cliché de francófilo.

Ensenada comenzó a mostrarse más activo en política exterior cuando supo que se había firmado el pacto de Turín, el 25 de enero de 1745, pues ponía en peligro las aspiraciones del infante Felipe. Ahora no le importó entrar en el terreno de Villarías, pues ante todo estaba la Farnesio y sus intereses. Sabía de la hostilidad del ministro Argenson, por lo que escribió a Campoflorido recomendándole que se apartara de él —«sus influjos nunca serán favorables a España»— y comenzara una negociación secreta directamente con el rey «de manera que ese ministerio, ya que se cree se oponga a esto, no lo entienda hasta que esté todo ejecutado». Conocedor de las escasas dotes del embajador, el marqués utilizó todas las expresiones posibles para advertirle de la importancia de seguir adelante con el proyecto de colocar al infante: le expuso con detalle la situación general y el desprestigio en que quedaría España ante los enemigos en caso contrario y le advirtió de que «en ello hará un servicio al rey de los que s.m. acostumbra a premiar». Pero Campoflorido fracasó. En la carta de respuesta transmitía a Ensenada el desinterés de Luis xv, que se escudaba en que apoyar al infante como duque de Milán era «un paso anticipado sin haber conquistado la Lombardía», lo que tal y como iba la guerra en los escenarios europeos entre austriacos, franceses, holandeses, prusianos —empantanados los ejércitos en una guerra de desgaste de todos contra todos— y conociendo las intenciones de Francia de llegar a una paz por separado —abandonando a España una vez más, con grave riesgo en el Atlántico ante el poder de los ingleses—, convenció a Ensenada de que por ese camino no había esperanza y que era mejor una paz cualquiera que fuera.

Los fracasos de la guerra, con riesgo real para la Hacienda y para el propio Ejército, de cuya desorganización se quejaba constantemente su general en jefe, el marqués de la Mina, y los desprecios del ejército francés obligaron a Ensenada a buscar una salida decorosa y por eso envió al duque de Huéscar a París como embajador extraordinario. «Va a ver si puede remediar el daño con que nos han amenazado», le dijo Ensenada a la marquesa de Salas (4 de febrero de 1746), aunque quizás Ensenada solo quiso desairar al fracasado Campoflorido enviándole un duque, o incluso paralizar cualquier negociación abierta, pues eran conocidas las escasas dotes de Huéscar, de quien Argenson dijo con frivolidad: «Va al baile de la ópera y se levanta muy tarde, aprovecha el Carnaval».

Para entonces, Ensenada ya había enviado al abate Grimaldi a Génova y luego a Viena con la secreta misión de tantear las posibilidades de paz con Austria. Las relaciones internacionales se reducían cada vez más a los campos de batalla, donde la situación era desesperada. Montemar veía claramente el fracaso y así se lo decía a Ensenada: «Para lograr por la fuerza el establecimiento deseado del señor Infante eran necesarios grandes ejércitos en Italia, repetidos buenos sucesos», pero con agudeza reparaba en «los inmensos caudales que en ella (la guerra) se han consumido y con conocimiento de que nuestros aliados, aun en las negociaciones, mirarán por sus intereses, omitiendo nuestras pretensiones» (9 de marzo de 1747). El viejo Montemar acertó de pleno.

Pero a Ensenada también le interesaba mantener la alianza militar con Francia hasta la paz que ya se barruntaba y tantear otras posibilidades a sabiendas de que llegadas las negociaciones primarían los intereses de Francia. Las instrucciones que dio a Huéscar para el desempeño de su embajada demuestran una vez más el pragmatismo de Ensenada y su conocimiento —y aceptación— de las viciadas maneras diplomáticas: «Siendo la corte de Francia, como todas las demás de Europa, un compuesto de personas de diferentes genios, inclinaciones e intereses, conviene manejarlas según la pasión que domina a cada una [y] es necesario representar al Cristianísimo con tanta viveza nuestras cosas, impugnando anticipadamente cuanto puedan oponer o replicar sus ministros, que encontrándole estos prevenido, no solo se confundan sorprendidos, sino que infieran que hay disposición en el ánimo de aquel príncipe para oír otros consejos que los suyos». Y es que Ensenada sabía que la posición de inferioridad de España en Francia venía de arriba: «Débese mirar aquel Soberano como educado por el cardenal de Fleury, desafecto a España, cuyas impresiones estampadas en su juventud no son capaces de borrarse, porque cada día toman más cuerpo».

Con estos presupuestos, Ensenada, que demuestra un perfecto conocimiento de la Corte francesa, pasa a describir el carácter de los ministros de Luis xv, indicando a Huéscar las posibilidades de venalidad que cada uno ofrece. Ensenada comenzaba a ser un maestro en manejar la bolsa y hasta intentó comprar al propio Argenson, ofreciéndole una grandeza de España. No ha de extrañar que el marqués escribiera: «porque el fundamento de todo es el dinero».

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