José Luis Gómez Urdáñez - El marqués de la Ensenada

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El marqués de la Ensenada, pieza clave del Despotismo Ilustrado del siglo XVIII, fue mucho más que un ministro. Realizó un proyecto político integral junto a un grupo de valedores situados en puestos clave de la corte y del gobierno impulsando el desarrollo del Estado español al tiempo que desplegaba una formidable red de espionaje en media Europa. Fue el motor de numerosas reformas bajo el desempeño de los ministerios de Hacienda, Guerra, Marina e Indias. En ese momento cumbre de su carrera, el padre Isla le llamó el «secretario de todo».
Su trabajo en la Marina le convirtió en enemigo de Inglaterra; la reforma hacendística, en sospechoso para la nobleza. El catastro y la protección que dispensó a los científicos puede considerarse lo más ilustrado de su obra. Fue amigo de los jesuitas y víctima, como ellos, del absolutismo regio. Su cara más cruel la mostró con la persecución al pueblo gitano. Mujeriego, alegre, sensato y conservador, sus restos descansan en el panteón de Marinos ilustres, aunque en realidad nunca fue marino.
José Luis Gómez Urdáñez, catedrático de Historia Moderna por la Universidad de La Rioja y académico de la Real Academia de la Historia, destaca tanto las luces como las sombras de un político que supo como nadie articular las relaciones entre el gobierno y la corte de la época.

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Un nuevo motivo de medro personal fue la próxima guerra en que iba a participar España: la de la sucesión de Austria. En octubre de 1740 moría en Viena el emperador Carlos vi y se reavivaban los intereses de los monarcas españoles sobre Italia. El joven infante Felipe, ya casado con una hija de Luis xv y almirante, iba a encabezar la expedición militar, de nuevo confiada al conde de Montemar, en la que Ensenada desempeñaría el cargo de secretario de Estado y Guerra del príncipe. Durante cuatro años había sido su secretario, así que «por lo mismo será vuestra persona grata al infante», decía el nombramiento, que obviamente venía inspirado por Isabel de Farnesio.

Hasta su nombramiento ministerial en 1743, esta fue para Ensenada su primera experiencia en el terreno de la diplomacia, lo que le permitió conocer un mundo muy diferente al de la Marina y el Ejército. Como secretario de Estado del infante, trató con el marqués de Villarías, secretario de Estado, con el príncipe de Campoflorido, embajador en París, con el conde de Perelada, con el duque de Veragua, con Manuel de Sada, todos embajadores y expertos diplomáticos que luego le serán de gran apoyo, así como con algunos extranjeros, como el duque de Richelieu. Tuvo los primeros contactos cortesanos con Nápoles y conoció a algunas personas de gran trascendencia en su futuro, como por ejemplo, Pablo de Ordeñana, su «oficial mayor», luego su sustituto en la secretaría del infante cuando sea nombrado ministro y en adelante su primer confidente. También trató con un jovencísimo duque de Huéscar (luego, Alba) —tenía doce años menos que el marqués—, todavía brigadier de infantería pero ya ayudante de campo del infante y pronto a iniciarse en labores diplomáticas. En las instrucciones de Felipe v al infante, ya se le menciona como posible interlocutor ante la corte de Nápoles. Su amistad con Ensenada le valdrá al duque en 1744 el ascenso a capitán de la Primera Compañía de Guardias de Corps, un cargo que le permitía la entrada en palacio y el contacto diario con los reyes.

Otro de los personajes que Ensenada conoció en Italia fue el marqués de la Mina, el general que sustituyó a Montemar, malquisto ya con el ministro José del Campillo después de la calamitosa campaña de 1742. A diferencia de Huéscar, Mina, un hombre que ya pasaba de los cincuenta años, le profesará una constante lealtad hasta el final. Había sido embajador en Francia entre 1737 y 1740, ganándose la merecida fama de francófobo, pero su dedicación fue el Ejército, en el que ganó gran reputación, aumentada luego como capitán general de Cataluña. Ensenada le pudo tratar poco en Italia, pero, luego, en España fue uno de sus primeros colaboradores militares y aún se mantendría fiel al proyecto ensenadista de las Milicias después de desterrado Ensenada en julio de 1754. Su manera de acabar con el motín de Barcelona en 1766 amenazando con los cañones recuerda a los métodos expeditivos que empleará Ensenada, por ejemplo, en el motín de Caracas. Eran gente de mano dura.

La facilidad para establecer este tipo de relaciones personales y el buen servicio al infante Felipe —como antes a Carlos, ya rey de Nápoles— propiciaron que Ensenada fuera ganando estimación en la corte dominada por Isabel de Farnesio. El conde de La Marck, embajador de Luis xv en Madrid, fue clarividente al advertir, años antes de que le nombraran ministro, que había en la corte un hombre joven, secretario del Consejo del Almirantazgo, que acabaría ganando en la carrera a otros de más experiencia; se refería a Ensenada, del que el embajador decía que era «galant homme et bien intentionné» (Caballero y bien intencionado). Para los franceses, su encumbramiento no fue una sorpresa. Para los que sabían quién llevaba las riendas de la monarquía, tampoco.

Su ascenso en 1743 a las secretarías de Hacienda, Marina, Guerra e Indias, se ha presentado como fruto de las intrigas palaciegas de las damas del entorno de la Farnesio, especialmente de la camarera de la reina, la marquesa de Torrecuso, pero también de la marquesa de la Torrecilla, su amiga íntima, y de Juana María O’Brien, marquesa de Salas, una de sus espías, la esposa de un gran amigo del marqués de sus tiempos napolitanos, el duque de Montealegre, el brazo derecho de Carlos de Borbón en Nápoles. La marquesa de Salas le prestará importantes servicios en París.

También se dijo que, como conocía todos los secretos de la política del recién fallecido ministro Campillo —muerto de repente el día 11 de abril de 1743—, los reyes resolvieron con rapidez en medio del nerviosismo que produjo el desenlace. Pero no parece que esa fuera la razón, pues Campillo y Ensenada no se llevaban bien. Casi veinte años antes había habido un serio incidente en Guarnizo, cuando el joven Somodevilla era un subordinado del jefe del astillero, el futuro ministro José del Campillo. Se trata nada menos que de una denuncia ante la Inquisición contra Campillo, en 1726, acusándole de leer libros prohibidos y tener tratos con herejes. Somodevilla, con sus 24 años, tuvo que declarar en el proceso, seguido en el Tribunal de Logroño, y según escribió el propio Campillo, su posición no quedó clara: «un subalterno mío —se refiere a Ensenada— se resiste de volver a mi casa, diciendo, en atención a aquellos delitos que me atribuye la maledicencia y la emulación, que no le conviene». El Tribunal absolvió al futuro ministro, pero las dudas sobre la actuación de Ensenada y su relación posterior con el ministro no están despejadas. Campillo acabó pensando que Somodevilla era «poco considerado, mal satisfecho o quejoso de mí, porque no me interesaba en sus ascensos» y sentenció: «mi quejoso subalterno, que morirá de este mal», en referencia a su desmedida ambición.

Lo importante es que Ensenada era, a la muerte de Campillo, un modelo de perfecto cortesano ante los ojos de los reyes, sobre todo de Isabel de Farnesio, a la que le ofrecía una segura complicidad en la misión de «colocar» a sus hijos, una pieza más en la idea farnesiana de engrandecer la Casa de Borbón. Pero hasta la muerte de Felipe v, que iba a tener lugar tres años después de su nombramiento, el ya ministro Ensenada se fue difuminando, pues en la domus regia el dominio lo ejercía el valet de la Farnesio, el marqués de Villarías, Sebastián de la Cuadra, con sus vizcaínos. Por eso, los primeros pasos del ministro fueron los de un cortesano prudente, grato y trabajador, humillado ante sus «amos», gestos que quedaron incorporados para siempre a sus «maneras».

Cuando recibió en Chambéry —la capital de la Saboya histórica, donde se encontraba el ejército del infante Felipe— la noticia de su próximo nombramiento, nada menos que ministro de cuatro secretarías, adelantada por el marqués de Scotti, secretario de Isabel de Farnesio, Ensenada escribió varias cartas apresuradamente dando cuenta de una extremada resistencia al nombramiento; una de ellas era para Scotti (22 de abril de 1743), al que le decía: «yo no entiendo una palabra de Hacienda; de Guerra, lo mismo con corta diferencia; el comercio de Indias no ha sido de mi genio, y la Marina en que me he criado es lo menos que hay que saber para lo mucho que la piedad de los Reyes quieren poner a mi cargo. Agrégase a esto la cortedad de mis años, pues algunos me faltan para cuarenta…» (el marqués se quitaba años, pues tres días después cumplía 41).

Las pruebas exageradas de humildad sobrepasan las tradiciones cortesanas y se repiten a lo largo de su vida —el En sí nada—; quizás responden a un rasgo de su carácter, pero seguramente se trata de una reacción espontánea de quien procede de una baja extracción social y se siente orgulloso de ser elevado por sus propios méritos, que disminuye para que otros los ponderen más; en todo caso, sus pruebas de humildad están siempre acompañadas de referencias de apasionada entrega a los reyes. Veamos otro ejemplo en la siguiente carta a Villarías: «En continua vigilia estoy luchando con la reflexión de las grandes honras y confianzas que debe mi pequeñez a la piedad de los Reyes, la de mi imposibilidad de desempeñarlas, y la de apartarme de los pies de un Amo que idolatro, y a los que había hecho ánimo de morir, cuya esperanza no he perdido, y este es el único consuelo que experimento en mi pena». El marqués era barroco en todo.

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