Valentín Andrés Álvarez - Ensayo, narración y teatro

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Valentín Andrés Álvarez, miembro de la generación del 27, destacó en su condición de economista, pero su inclusión en la Colección Obra Fundamental se debe a su dedicación a la literatura como narrador, dramaturgo, ensayista, poeta y colaborador habitual de prensa durante los años veinte y treinta del siglo pasado. Se distinguió por su vasta y variada cultura y por su ingenioso empleo del humor, rasgos que se presentan en la selección que se ofrece en este volumen.El ensayo «La Templanza», formó parte del libro de autoría colectiva
Las 7 virtudes, publicado en 1931, en el que también intervinieron Antonio Espina, Benjamín Jarnés, César Arconada, José Díaz Fernández, Antonio Botín Polanco y Ramón Gómez de la Serna. Se incluyen también tres de sus novelas de carácter autobiográfico como muestra de su producción narrativa:
Telarañas en el cielo,
Sentimental-Dancing y
Naufragio en la sombra. Por último, su faceta de dramaturgo está representada por las comedias
Tararí y
Abelardo y Eloísa, sociedad limitada.

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Muchos humanos, puede que todos ellos, son medios seres que, faltos de algo que necesitan, buscan completarse en otro ser que posea ese algo y que, incompleto a su vez, puede completarse, en acción recíproca, en el anterior; el matrimonio podría ser perfectamente ejemplo de esta incompletez que busca completarse y que encuentra completación en otra persona, y de sexo distinto. Pero si no hay matrimonio perfecto entre los protagonistas de la farsa, puede haber algo que se parezca al adulterio, pues llevados por ese apremiante impulso, marido y mujer buscan y encuentran lo que les falta fuera el uno del otro: él, Pablo, en Margarita, y ella, Lucía, en Fidel, el fúnebre amigo de su marido. Mas si nos desviamos por el adulterio —que no se consuma, ni siquiera se insinúa— echaremos a perder la ambiciosa intención de la obra, que no es una vuelta más al tema erótico.

Lo incompleto del ser humano produce infelicidad y lo que se busca con el otro medio ser necesario es la felicidad, consecuencia de la completación: «Todos serían felices si se dejasen completar por los otros y se conformasen con ser seres mediados, desangrados de mucha de su violencia». Piedad, compasión, ternura para estas gentes que se mueven sobre las tablas es lo que pide su creador, ya que, en definitiva, su historia, aunque no lo creamos así, coincide con la nuestra. Volviendo atrás un instante, diré que semejante irrupción de gentes jóvenes resultó muy oportuna para nuestro teatro, cuya situación, si hacemos caso de algunos testimonios, era harto deficiente; así la presentan Antonio Botín Polanco —«En teatro, las aportaciones son de un género cursi y pretencioso y del género astracanesco»— o Antonio Espina —«Jamás el teatro se ha visto más desamparado que ahora. El personaje y el espacio son dos graves reductores de la idea y de la fantasía»—. Más duramente se manifestaba Ramón J. Sender, para quien «en España se trata de seguir escribiendo y representando un teatro estúpido para una burguesía aburrida que quiere reír».

Tararí fue estrenada el 25 de septiembre de 1929 por la compañía de Margarita Robles y Gonzalo Delgrás en el teatro Lara, de Madrid, y llegó a más de cien representaciones, muchas para lo que se acostumbraba entonces. Se publicó ese mismo año como volumen quinto y último de la colección Nova Novorum, patrocinada por Revista de Occidente, que acaso pretendió con ello influir en la marcha de nuestra dramaturgia como lo había pretendido con la novela. Valentín Andrés comenzó a escribirla aproximadamente año y medio antes del estreno y «la terminó en unos seis meses»; la intervención de Juan Antonio Cabezas fue decisiva para conseguir el estreno: «Llevé al actor Gonzalo Delgrás a la casa de Valentín en Grado. Delgrás se entusiasmó con el texto, le pidió al autor un ejemplar sobre el que preparar su montaje, y consiguió el estreno en septiembre del mismo año 1929». El autor recordaría bastante tiempo después («Memorias de medio siglo», Revista de Occidente , Madrid, marzo-abril de 1976) que «como fui siempre hombre de poca voluntad no tuve arranques de rebeldía; me sometí dócilmente a tantos consejos como se daban entonces y comencé a mostrar gran sensatez en todo. Pero me vengué en lo más íntimo de mi ser y comencé a escribir unos diálogos en que me veía de la más pura y difundida sensatez. […] Fui escribiendo escenas sueltas […]. La comedia se estrenó e hizo reír a todo Madrid primero, y a toda España después».

Contaba su hijo Valentín que «ante los rumores de que la obra encerraba una crítica contra la dictadura, don Miguel Primo de Rivera acudió a una representación y a su término manifestó al autor: “Yo no sé si su obra será contra la dictadura o no, lo que sí sé es que me he reído muchísimo”». Según el mencionado Cabezas, «el público se levantaba enardecido en escenas en las que había elementos contra la dictadura, que ponían en evidencia a los militares; luego las quitaron en la versión impresa».

Puestos a señalar semejanzas de Tararí , su autor, no muy insistente en tal aspecto, contestaba a uno de sus entrevistadores que en cuanto al tono de la obra —en un principio titulada Entre locos anda el juego— «la creo inclinarse un poco a la escuela de Molière», comediógrafo satírico de las preciosas ridículas o de los varones tartufescos, aunque, a renglón seguido, apuntaba que «no he creído (ni pretendido) que esta obra pudiera servir de enseñanza pues me limité a querer divertir».

La crítica del estreno fue favorable a obra y autor, y hubo quienes entonces y después se complacieron señalando en ella alguna tendencia dominante, como Alejandro Miquis (seudónimo del periodista Anselmo González), que la calificó de «revolucionaria» habida cuenta de su novedad en el conjunto de nuestro teatro de humor, que por entonces y hasta la irrupción juvenil indicada se movía dentro de las directrices marcadas por lo que alguien llamó «generación cómica del 98», en la que se hace figurar a Enrique García Álvarez y Pedro Pérez Fernández, colaboradores habituales de Muñoz Seca y todos ellos comediógrafos muy prolíficos, especialistas en el intencionado juego de palabras y en la invención de situaciones divertidas en las que sostenían su gracia parodística y sencilla. Para otros críticos era clara la aproximación al surrealismo entonces en boga que, de modo más bien heterodoxo, cultivaba entre nosotros Azorín. Andando el tiempo serían considerados esos jóvenes dramaturgos como adelantados o precursores del llamado «teatro del absurdo» —es el caso, muy discutido, de Jardiel—. En definitiva, se trataba en Valentín Andrés de un teatro no poco distinto al usado entonces, pues su pieza, caracterizada como «farsa cómica», quedaba lejos del sentimentalismo y de la anécdota amorosa sin más. El público de la noche del estreno, aseguraba el crítico Crispín en una vacía gacetilla aparecida en el semanario Nuevo Mundo (Madrid, 4 de octubre de 1929) «escuchó con agrado y aplaudió con entusiasmo la obra».

Los tres actos de Tararí tienen como lugar de la acción un mismo escenario: «Jardín de un manicomio. Al fondo, un pabellón con entrada practicable. A la derecha, un banco de piedra. Distribuidas por la escena, varias sillas de mimbre o hierro. La puerta del jardín, que será también la entrada del establecimiento, se supone a la izquierda. Conviene que el edificio, los asientos y los árboles produzcan una vaga sensación de irrealidad», la cual se mantiene a lo largo de la pieza con la única variación de quiénes sean los personajes que estén en la escena al subir el telón. Como se trata de un manicomio habrá, en cuanto personajes, cuerdos y locos, más algunos esporádicos visitantes que entran al edificio para alguna misión concreta como, finalmente (escena sexta del acto tercero), el comisario de policía y sus agentes con el propósito de poner orden en la revuelta situación que ha mezclado a los locos iniciales con los cuerdos del mismo tiempo; deslinde imposible porque ya a la altura de la escena tercera del primer acto, tras un empeñado forcejeo entre los dementes y sus guardianes, se cambian las tornas, y tal como proclama el loco 2.º, «ya son nuestros» sus cuidadores, convertidos en adelante en prisioneros. La convivencia entre unos y otros supone, luego de lo ocurrido, un cambio radical, presidido por la observancia del reglamento que los antaño encargados —director, administrador, vigilantes y loqueros— habían impuesto en la casa, cruel en algunas ocasiones; universo humano enfrentado —compruébese, por ejemplo, con el problema surgido entre quien fuera director y don Paco, el loco que le sustituyó—. Algunos ocasionales visitantes, introducidos en el edificio cuando la antigua situación cuerdos/locos se ha modificado, son la relativa novedad del momento: un visitante —que en la escena séptima del primer acto viene en busca del director para hablarle de un asunto de familia («un hermano mío que está mal de la cabeza») y termina (final del acto) volviéndose loco—, la señorita —que viene en busca del administrador, su hermano, y logra, finalmente, escaparse—, o la señora, la hija y el abogado —que vienen juntos para tratar con el administrador acerca de la posibilidad de recluir en el manicomio al marido de una amiga de la primera—. Con quienes hablan estos personajes no son, en virtud del vuelco ocurrido, los buscados por ellos sino sus sustitutos, y se producen así equívocos y situaciones extrañas e hilarantes que animan la escena y promueven la risa de los espectadores o de los lectores.

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