Valentín Andrés Álvarez - Ensayo, narración y teatro

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Valentín Andrés Álvarez, miembro de la generación del 27, destacó en su condición de economista, pero su inclusión en la Colección Obra Fundamental se debe a su dedicación a la literatura como narrador, dramaturgo, ensayista, poeta y colaborador habitual de prensa durante los años veinte y treinta del siglo pasado. Se distinguió por su vasta y variada cultura y por su ingenioso empleo del humor, rasgos que se presentan en la selección que se ofrece en este volumen.El ensayo «La Templanza», formó parte del libro de autoría colectiva
Las 7 virtudes, publicado en 1931, en el que también intervinieron Antonio Espina, Benjamín Jarnés, César Arconada, José Díaz Fernández, Antonio Botín Polanco y Ramón Gómez de la Serna. Se incluyen también tres de sus novelas de carácter autobiográfico como muestra de su producción narrativa:
Telarañas en el cielo,
Sentimental-Dancing y
Naufragio en la sombra. Por último, su faceta de dramaturgo está representada por las comedias
Tararí y
Abelardo y Eloísa, sociedad limitada.

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VALENTIN ANDRES ALVAREZ ENSAYO NARRACION Y TEATRO Introduccion y - фото 1

VALENTÍN ANDRÉS ÁLVAREZ

ENSAYO, NARRACIÓN Y TEATRO

Introducción y selección de

José María Martínez Cachero

COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

Herederos de Valentin Andres Alvarez De esta edicion Fundacion Banco - фото 2

© Herederos de Valentín Andrés Álvarez

© De esta edición, Fundación Banco Santander, 2008

© De la introducción, José María Martínez Cachero

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ISBN: 978-84-16950-47-8

JOSÉ MARÍA MARTÍNEZ CACHERO

INTRODUCCIÓN

SEMBLANZA BIOGRÁFICA DE VALENTÍN ANDRÉS ÁLVAREZ

Aquella tarde-noche de diciembre de 1965, Valentín Andrés y yo comenzamos la conversación, en su piso madrileño de la «Profesorera», hablando de la llamada generación del 27. Decía no saber a punto fijo qué contenido tenía semejante denominación y tampoco estaba seguro de que, caso de aceptarla, fuera él uno de sus integrantes como algún entrevistador ocasional había dicho; mi embarazo fue grande cuando don Valentín, haciendo el papel de alumno deseoso de saber, me pidió que, como catedrático de la asignatura, le aclarase estos extremos. Convinimos inmediatamente en que una verdadera generación es algo más, en variedad y cantidad, que un grupo de amigos, por lo que resultaba confuso reducir aquella al conjunto de poetas (solamente siete u ocho) siempre mencionados y diríase que excluyentes; hubo más poetas, desde luego menos famosos pero nunca menos dignos, y esta primera ampliación de la nómina generacional tenía que completarse con la relativa a los cultivadores de otros géneros —narrativa, teatro, ensayo, crítica literaria—, ensanchamiento en virtud del cual (e hicimos un recuento de urgencia para comprobarlo) resultaba más del medio centenar de generacionistas, Valentín Andrés entre ellos. De aquí se pasó a examinar los posibles apoyos de una tal adscripción y entonces salieron a plaza dos nombres magistrales, Ortega y Ramón, y una institución cultural: Revista de Occidente , editorial y revista; a unos y a otra se consideraba vinculado en su etapa de joven escritor. De Ortega decía maravillas, que iban desde la atención a los jóvenes hasta su extensa cultura, su rigor intelectual o su precisa y lujosa retórica, más la creación de una empresa como Revista de Occidente , que había abierto tantas ventanas a Europa y a la modernidad y había ofrecido no pocas oportunidades a quienes comenzaban entonces su aventura profesional —él mismo se benefició más de una vez, publicando en las páginas de la revista o en las colecciones de la editorial—. Al nombre de Ortega, el director, se unía en su recuerdo el de Fernando Vela, inestimable secretario, paisano y querido amigo de don Valentín, que le llamaba el «aduanero Vela» porque Ortega, seguro de su buen criterio, le confiaba la ingrata labor de seleccionar los originales recibidos. Ramón Gómez de la Serna era otro de los grandes maestros de aquella hora distinguida en las artes y en la literatura por la irrupción de la vanguardia o espíritu de novedad y aventura, y (se preguntaba don Valentín) ¿quién más tempranero y arriesgado vanguardista entre nosotros que Ramón, guía y amigo de los jóvenes literatos, el más joven (pese a la edad) de todos ellos? Ramón (proseguía Valentín Andrés) encauzó el humorismo literario y lo sacó de la chabacanería y de lo simplemente festivo; recuerdo que en 1930 apadrinó y colaboró como uno más del grupo en el volumen colectivo Las 7 virtudes , donde me tocó en suerte divagar sobre la Templanza, «virtud moderadora de los instintos». Y don Valentín remataba su evocación de esos maestros lamentando que no hubieran tenido sucesores a su altura.

Metidos de lleno en el ámbito de la literatura y sabedor yo de que Valentín Andrés había dado la primera muestra pública de su vocación como escritor en la revista Plural (1925), revista de breve existencia (sólo tres números), obra de jóvenes entusiastas como él mismo, César A. Comet, Guillermo de Torre y Benjamín Jarnés, le pregunté por este último, llegado a Madrid tras unos años de seminarista en Zaragoza y de militar afecto al Cuerpo de Intendencia. Había sido Jarnés gran amigo suyo, llamados ambos a la Revista de Occidente como consecuencia de la aventura de Plural ; contertulios en Madrid (en la Granja del Henar, por ejemplo); colaboradores en Las 7 virtudes , cuyo prologuista, Jarnés, le presentaba de este modo: «Amigo de jugar con los muy locos y de estudiar con los muy cuerdos. Lo mismo escribe un Tararí que acabará de escribir —¿cuándo?— Los siglos de España . […] Es muy ducho en vestir a las abstracciones de paisano». Don Valentín le había invitado a veranear en Asturias y Jarnés estuvo entonces (entre el final de los años veinte y principios de los treinta) en Grado y en la casona de Doriga. En cierta ocasión, proclamada ya la República, acudieron como curiosos, nunca como correligionarios, a un mitin del político Melquiades Álvarez en Riberas de Pravia; el corresponsal de un periódico ovetense los mencionó en su crónica del acto como «distinguidos asistentes», y a los pocos días otro periódico de la capital se hacía eco de la noticia llamando a Benjamín Jarnés y a Valentín Andrés «escritores de vanguardia y políticos de retaguardia». Para el talento literario de su compañero, narrador, ensayista y biógrafo, sensitivo y perspicaz en grado no frecuente, tenía don Valentín mucho respeto y admiración, deplorando que las circunstancias adversas —exilio, enfermedad, doloroso silencio— le hubieran impedido continuar y completar su obra y le hubieran convertido injustamente —lo que era peor desgracia— en un olvidado.

En mis conversaciones madrileñas y ovetenses con Valentín Andrés me di cuenta de la estimación que sentía por su obra literaria, no porque sobrevalorase sus méritos, cosa impensable en persona tan discreta, sino porque la rodeaba de un particular afecto; que se recordaran sus narraciones y piezas teatrales —excluía los versos del libro Reflejos («la verdad es que como poeta fui bastante malo»)—, que se les dedicara la atención de una tesina en la Universidad Complutense, era algo que, sin desmerecer sus trabajos de tema económico, le congratulaba y que agradecía, lo mismo que saber que el tomito de la colección «Crisol» que incluía Tararí , Pim, pam, pum (teatro) y la novela Sentimental-Dancing , aparecido en 1948, se hallaba agotado desde hacía años, como si el público lector hubiera aceptado sin dudarlo un instante la propaganda editorial que proclamaba al autor como «uno de los espíritus más sutiles y originales de nuestra época. Todo en él es inquietud, originalidad, paradoja, humor».

Mis visitas me confirmaron algo que uno sabía o sospechaba de Valentín Andrés Álvarez: su talante abierto y comprensivo, su interés o curiosidad por casi todo —de ello eran prueba fehaciente sus muchas y distintas dedicaciones: desde la mecánica celeste a la economía política—, su humor bondadoso y socarrón, su ardiente y pensado cariño a la tierra natal, renovado eficazmente en temporadas veraniegas en Doriga. Era amable, de buenas y finas maneras, y desplegaba un vivo ingenio que, acá y allá de la conversación, sorprendía al interlocutor con ocurrencias brillantes e inteligentes. Ciertamente lo que más le gustaba era conversar, como nacido y crecido en una época de tertulias y tertulianos, con santos patronos de ellas tan singulares como Unamuno, Valle-Inclán u Ortega, con tiempo por delante para perderlo gratamente y, también, con cafés amplios y prestigiados por tales reuniones. Tertuliar resultaba más fácil y menos solitario que escribir, cosa que, sin embargo, había que hacer y que él iba a hacer, empezando por sus memorias —tantas gentes y cosas que contar—, ya principiadas y paradas (hablo de los años setenta), y quizá siguiendo después con aquellos títulos alguna vez anunciados en preparación.

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