Lisa Smith - Despertar

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Stefan Salvatore, el nuevo alumno de Fell’s Church, arrastra con él un misterioso pasado y también a alguien que sólo desea venganza, su hermano Damon: su odio excede las barreras del tiempo… Ahora tratan de reproducir un mortífero triángulo amoroso que tiene en su centro a Elena, la chica más popular del instituto.

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– Dio mío, no…

– ¡Elena!

Más terrible que cualquier otra cosa fue eso, fue ver a Stefan mirándola con aquel rostro animal, ver cómo la mueca se trocaba en una expresión de sobresalto y desesperación.

– Elena, por favor. Por favor, no…

– ¡Ah, Dios mío, no!

Los chillidos intentaban abrirse paso violentamente fuera de su garganta. Retrocedió más, dando traspiés, cuando él dio un paso hacia ella.

– ¡No!

– Elena, por favor… ten cuidado…

Aquella cosa terrible, la cosa con el rostro de Stefan, iba tras ella, los verdes ojos llameando. Se lanzó hacia atrás al dar él otro paso, con la mano extendida. La larga mano de dedos delgados que había acariciado sus cabellos con tanta delicadeza…

– ¡No me toques! -gritó.

Y entonces sí que empezó a chillar, cuando su movimiento llevó a su espalda a apoyarse en la barandilla de hierro del mirador. Era hierro que había estado allí durante casi un siglo y medio, y en algunos lugares estaba casi totalmente oxidado. El peso aterrorizado de Elena contra él fue demasiado y la joven sintió que cedía. Oyó el chirrido de metal y madera bajo una tensión excesiva mezclándose con su propio grito. Y luego ya no había nada detrás de ella, nada a lo que agarrarse, y caía.

En ese instante, vio las turbulentas nubes moradas, la oscura masa de la casa junto a ella. Le pareció que tenía tiempo suficiente para verlo todo con claridad y sentir un terror infinito mientras chillaba y caía, y caía.

Pero el terrible impacto demoledor no llegó. De improviso había unos brazos a su alrededor que la sostenían en el vacío. Se oyó un golpe sordo y los brazos la apretaron más, con un peso cediendo contra ella para absorber el golpe. Luego todo quedó silencioso.

Permaneció inmóvil dentro del círculo de aquellos brazos, intentando orientarse. Intentando creer otra cosa más que resultaba increíble. Había caído del tejado de una casa de tres pisos y sin embargo estaba viva. Estaba de pie en el jardín de detrás de la casa de huéspedes, en medio del silencio total que mediaba entre los truenos, con hojas caídas en el suelo donde debería estar su cuerpo destrozado.

Lentamente, alzó la mirada hacia el rostro de la persona que la sujetaba. Stefan.

Había habido demasiado miedo, demasiados desastres esa noche. Ya no podía reaccionar. Sólo era capaz de alzar los ojos hacia él para mirarle fijamente con una especie de asombro.

Había tanta tristeza en los ojos de Stefan… Aquellos ojos que habían ardido igual que hielo verde estaban en esos instantes oscuros y vacíos, sin esperanza. La misma expresión que ella había visto aquella primera noche en su habitación, sólo que ahora era peor. Pues en ese momento había odio a sí mismo, mezclado con pesar y amarga repulsa. Elena no pudo soportarlo.

– Stefan -susurró, sintiendo que aquella tristeza penetraba en su propia alma.

Aún veía las trazas rojas en sus labios, pero ahora despertaban un estremecimiento de piedad junto con el instintivo horror. Estar tan solo, ser tan distinto y estar tan solo…

– Stefan -musitó.

No hubo ninguna respuesta en aquellos ojos sombríos y extraviados.

– Ven -dijo él en voz baja y la condujo de vuelta hacia la casa.

Stefan sintió un arrebato de vergüenza cuando llegaron al tercer piso y a la destrucción que reinaba en su habitación. Que fuera Elena, precisamente, quien lo viera, resultaba insoportable. Pero, de todos modos, tal vez era también conveniente que viera lo que él era en realidad, lo que podía hacer.

La muchacha avanzó despacio, aturdida, hasta la cama y se sentó. Luego alzó la vista hacia él, los ojos ensombrecidos yendo al encuentro de los suyos.

– Cuéntame -fue todo lo que dijo.

Stefan lanzó una breve risita, sin humor, y vio que ella se echaba hacia atrás. Eso hizo que se odiara aún más.

– ¿Qué necesitas saber? -preguntó.

Puso un pie sobre la tapa de un baúl derribado y la miró casi desafiante, indicando la habitación con un ademán.

– ¿Quién hizo esto? Yo lo hice.

– Eres fuerte -repuso ella con los ojos puestos en un baúl volcado.

Alzó los ojos, como recordando lo sucedido en el tejado.

– Y te mueves de prisa.

– Más fuerte que un humano -dijo él, poniendo un énfasis deliberado en la última palabra.

¿Por qué no reculaba ante él ahora, por qué no le miraba con la aversión que había visto antes? Ya no le importaba lo que ella pensara.

– Mis reflejos son más veloces y poseo una resistencia mayor. Así debe ser. Soy un cazador -finalizó en tono áspero.

Algo en la mirada de Elena le hizo recordar cómo le había interrumpido la muchacha. Se limpió la boca con el dorso de la mano y luego se apresuró a tomar un vaso de agua que permanecía intacto sobre la mesilla de noche. Sintió los ojos de la joven fijos en él mientras la bebía y volvía a limpiarse la boca. Sí, desde luego que todavía le importaba lo que ella pensara.

– Puedes comer y beber… otras cosas -dijo ella.

– No necesito hacerlo -respondió él en voz baja, sintiéndose cansado y alicaído-. No necesito nada más. -Se volvió de repente y sintió que una apasionada intensidad volvía a alzarse en su interior-. Dijiste que me muevo de prisa…, pero prisa es precisamente lo que nunca tengo. Prisa es lo que tienen los seres vivos, Elena. Prisa para hacer las cosas. Yo tengo todo el tiempo del mundo.

Advirtió que la muchacha temblaba, pero su voz sonó sosegada y sus ojos no se apartaron de los suyos.

– Cuéntame -repitió Elena-. Stefan, tengo derecho a saber.

Reconoció aquellas palabras. Y eran tan ciertas como cuando ella las había pronunciado la primera vez.

– Sí, supongo que así es -repuso, y su voz sonó cansada y dura.

Clavó la mirada en la ventana rota durante unos segundos y luego volvió la cabeza hacia ella y dijo con voz cansina:

– Nací a finales del siglo XV. ¿Lo crees?

Ella miró los objetos que yacían donde él los había esparcido al arrojarlos fuera del escritorio con un violento movimiento del brazo. Los florines, la copa de ágata, su daga.

– Sí -dijo en un susurro-. Sí, lo creo.

– ¿Y quieres saber más? ¿Cómo me convertí en lo que soy?

Cuando ella asintió, él se volvió de nuevo hacia la ventana. ¿Cómo podía contárselo? Él, que había evitado las preguntas durante tanto tiempo, que se había convertido en todo un experto en la ocultación y el engaño…

Sólo existía un modo, y era contar toda la verdad, sin ocultar nada. Exponerlo todo ante ella, lo que jamás había explicado a nadie.

Y quería hacerlo. Incluso a pesar de saber que provocaría que ella se apartara de él al final, necesitaba mostrar a Elena lo que era.

Y así, con la vista fija en la oscuridad que reinaba fuera de la ventana, donde resplandores azules iluminaban de vez en cuando el cielo, empezó su relato.

Habló sin apasionamiento, sin emoción, eligiendo las palabras con cuidado. Le habló de su padre, aquel robusto hombre del Renacimiento, y de su mundo en Florencia y en su finca campestre. Le habló de sus estudios y ambiciones. De su hermano, que era tan distinto de él y del rencor que existía entre ellos.

– No sé cuándo empezó a odiarme Damon -dijo-. Fue siempre así desde que puedo recordar. Quizá fue porque mi madre jamás se recuperó realmente de mi nacimiento y murió a los pocos años. Damon la amaba muchísimo y siempre tuve la sensación de que me culpaba. -Hizo una pausa y tragó saliva-. Y luego, más adelante, apareció una muchacha.

– ¿Aquella a la que yo te recordaba? -inquirió Elena con suavidad, y él asintió-. ¿La que -dijo con una mayor vacilación- te dio el anillo?

Él echó una ojeada al anillo de plata de su dedo, luego le devolvió la mirada. A continuación, lentamente, sacó el anillo que llevaba colgado de una cadena bajo la camisa y lo miró.

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