John Norman - Los nómadas de Gor

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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—Tienes razón —dijo Kamchak levantándose sobre sus estribos—. Los primeros son los guerreros.

Efectivamente, los guerreros se acercaban sobre sus tharlariones en una larga procesión. El sol que caía sobre las Llanuras de las Mil Estacas se reflejaba en sus cascos, en sus largas lanzas de tharlarión y en los repujados del metal de sus escudos ovalados, tan diferentes a los escudos redondos que se emplean en la mayoría de las ciudades goreanas. Podía oír retumbar a los dos tambores de tharlarión, que como el latido de un corazón, iban marcando la cadencia de la marcha. Tras los tharlariones caminaban otros hombres de armas, a los que seguían algunos ciudadanos de Turia y también buhoneros y músicos, todos ellos atraídos por los juegos.

En las mismas alturas de las murallas de Turia podía distinguir el ondear de las banderas y pendones. Sobre esas murallas se veía a mucha gente, y supongo que muchos usarían las largas lentes de la Casta de los Constructores para observar el terreno de la contienda.

Los guerreros de Turia extendieron su formación disponiéndose a lo largo de la línea de estacas. Finalmente cubrieron la misma distancia que éstas en una fila de cuatro o cinco hombres. En ese momento se detuvieron, y tan pronto como lograron apaciguar a sus centenares de pesados tharlariones para ponerlos en la formación correcta, una lanza empenachada se inclinó, y los tambores hicieron una señal. Inmediatamente bajaron las lanzas todos los jinetes turianos, y con un grito hicieron que aquellas hordas de tharlariones se lanzaran a correr, gruñendo y silbando, en nuestra dirección, mientras la cadencia de los tambores aumentaba.

—¡Traición! —grité.

Sabía que no había nada viviente sobre la superficie de Gor que pudiese resistir el impacto de una carga de tharlariones.

Elizabeth Cardwell se puso a gritar y ocultó la cara en las manos.

Observé con sorpresa que los guerreros de los Pueblos del Carro no le prestaban demasiada atención a la avalancha bestial que se nos estaba echando encima. Algunos incluso seguían regateando con los buhoneros, y otros continuaban con sus charlas.

Hice girar a mi kaiila en busca de Elizabeth Cardwell. Si permanecía en pie sobre aquel terreno, lo más probable era que la matasen antes de que la carga de tharlariones hubiese cruzado nuestra línea de estacas. La vi derecha frente a los tharlariones que se acercaban, con las manos tapándole la cara y como paralizada por el terror. Me incliné sobre mi silla e hice que mi kaiila avanzara un poco para recoger a la muchacha y subirla a mi montura. Así, por lo menos podríamos intentar escapar.

—¿Traición? —preguntó Kamchak, incrédulo.

Volví a incorporarme y vi que las líneas de lanceros detenían violentamente a los tharlariones en su loca carrera, con lo que esos grandes animales desgarraban la superficie del terreno entre silbidos y gritos. Finalmente quedaron parados a unos quince metros por detrás de su línea de estacas.

—No ha sido más que una broma turiana —dijo Kamchak—. Valoran estos juegos tanto como nosotros, y no cometerían la tontería de echarlos a perder.

No pude evitar enrojecer. Las rodillas de Elizabeth flaqueaban, pero logró colocarse junto a nosotros.

—Es una pequeña salvaje preciosa —dijo Kamchak sonriéndome—, ¿no crees?

—Sí —respondí desviando la mirada hacia otro lado, confundido.

Kamchak se echó a reír, mientras Elizabeth nos miraba con cara de extrañeza.

—¡Las hembras! —gritó alguien desde el lado turiano.

Muchos fueron los que repitieron este grito entre risas y golpes de lanza en los escudos.

Se oyó un estruendo, y no tardaron en hacer su aparición numerosas amazonas sobre sus kaiilas. Corrieron entre las dos líneas de estacas, con sus largas melenas negras ondeando al viento y encabritaron sus monturas al hacerles parar. Acto seguido bajaron de sus sillas a la arena, y fueron entregando las riendas a algunos hombres que se encontraban entre nosotros.

Eran maravillosas muchachas, expresamente educadas para estas ocasiones por los Pueblos del Carro. Quien mandaba entre ellas era nada menos que la orgullosa y bella Hereena, la muchacha del Primer Carro. Todas estaban extraordinariamente excitadas, y reían con nerviosismo. Los ojos les brillaban. Algunas escupieron y levantaron sus puños en dirección a los turianos que las miraban al otro lado y les respondían con gritos inofensivos y carcajadas.

Vi que Hereena se fijaba en el joven Harold y que le señalaba con el índice. Después le indicó que se acercara, y el joven obedeció, abandonando su lugar entre los demás guerreros.

—Toma las riendas de mi kaiila, esclavo —dijo Hereena cuando lo tuvo a su lado, lanzándole con insolencia las riendas.

Él las tomó con un gesto de enfado y se retiró con el animal entre las risas de muchos de los tuchuks presentes.

Las muchachas se mezclaron entonces entre los guerreros. Había unas cien o ciento cincuenta muchachas que provenían de cada uno de los cuatro Pueblos del Carro.

—¡Ja! —exclamó Kamchak al ver que las líneas de tharlariones habían retrocedido unos cincuenta metros. En ese espacio se podían distinguir los palanquines cubiertos de las damiselas turianas, transportados a hombros de esclavos encadenados, entre los que sin duda habría hombres de los Pueblos del Carro.

Ahora quienes parecían excitados entre la multitud eran más bien los guerreros de los Pueblos del Carro, pues se levantaban en sus sillas para ver mejor los palanquines que se iban aproximando, tambaleantes. En su interior se suponía que iban las grandes bellezas de Turia, los premios adecuados para la salvaje competición de la Guerra del Amor.

La Guerra del Amor es una tradición muy antigua entre los turianos y los Pueblos del Carro. Según los Conservadores de Años, su antigüedad es mayor que la del Año del Presagio, por ejemplo. Se celebran estos juegos cada primavera, en un lugar que, por decirlo de alguna manera, está entre la ciudad de Turia y las llanuras. También habría que recordar que los Años de Presagio se celebran tan sólo cada cinco años. De hecho, los juegos de la Guerra del Amor no son una reunión de los Pueblos del Carro, pues normalmente en esta época las mujeres libres y el ganado de los diferentes pueblos se mantienen separados. Solamente ciertas delegaciones de guerreros, en un número no superior a los doscientos por cada pueblo, acuden en primavera a las Llanuras de las Mil Estacas.

Desde el punto de vista turiano, la justificación de los juegos de la Guerra del Amor consiste en que es una buena ocasión para demostrar el valor y la fiereza de los guerreros turianos. Así, dicen, quizás consigan que los temerarios guerreros de los Pueblos del Carro sean prudentes con el acero turiano. De todos modos, creo que para el guerrero turiano solamente existe una justificación: encontrarse cara a cara con el enemigo y llevarse a sus mujeres, preferentemente a las que más se resistan y saquen las uñas, como Hereena, porque en opinión de esos guerreros son más hermosas las más indómitas y salvajes. Entre los guerreros turianos, efectivamente, ponerles el collar a estas muchachas y obligarlas a cambiar sus ropas de montar de cuero por las campanillas y sedas de una esclava perfumada, es el máximo de la diversión. Hay que decir también que los guerreros turianos raramente se enfrentan a los enemigos de los Pueblos del Carro, que atacan con gran rapidez y parten con botín y cautivos antes de que nadie entienda qué ha sucedido, por lo cual tienen la reputación de ser un enemigo frustrante, rápido y elusivo. En una ocasión le había preguntado a Kamchak si los Pueblos del Carro tenían alguna justificación que explicara los juegos de la Guerra del Amor. “Sí”, me había respondido, y señalando a Dina y Tenchika, que en ese momento estaban trabajando en el interior del carro, añadió: “Ahí tienes la justificación”. Inmediatamente se había echado a reír dándose palmadas en las rodillas. Fue entonces cuando se me ocurrió que las dos chicas podían haber sido premios en los juegos, y que sus anteriores amos las habían obtenido de esa manera. Más tarde supe que solamente Tenchika había caído en manos de un kassar en una Guerra del Amor; en cuanto a Dina, la primera vez que había sentido las correas de un amo había sido junto a los carros en llamas de la caravana en la que había conseguido viajar. Me pregunté cuántas bellezas turianas llenas de orgullo llorarían desconsoladamente esa noche al servir a sus amos extranjeros. Me pregunté también cuántas muchachas de los carros, tan violentas e indómitas como Hereena, se encontrarían esa noche con ajorcas sujetas a los tobillos, envueltas en sedas y cadenas que dominarían su rebeldía tras las altas murallas de Turia.

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