John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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Kamchak le miró a la cara, y para ello tuvo que levantar la cabeza. No era que Kamchak fuese particularmente bajo, sino más bien que Kamras era un hombre enorme.
—¡Por el cielo! —dijo Kamchak después de silbar—. Realmente eres un grandullón ¿eh?
—Empecemos —propuso Kamras.
Al oír esto, el juez ordenó despejar la zona comprendida entre las estacas de Aphris de Turia y la encantadora chica kassar. Dos hombres, que supuse eran de Ar, se adelantaron con unos rastrillos y empezaron a aplanar el círculo de arena que había entre las estacas, pues durante la inspección de las mujeres había pasado mucha gente.
Desafortunadamente para Kamchak, ese año correspondía al enemigo turiano la elección de las armas. Pero siempre existía la posibilidad para el guerrero de los Pueblos del Carro de retirarse antes de que su nombre hubiera entrado oficialmente en las listas de los juegos. Por lo tanto, si Kamras elegía un arma con la que Kamchak no se sentía a gusto, el tuchuk podría declinar el combate, lo cual solamente significaría perder una chica kassar, y eso no podía importarle demasiado al despreocupado Kamchak.
—Ah, sí, las armas —dijo Kamchak—. ¿Cuáles preferirás? ¿La lanza de kaiila? ¿Una boleadora rápida y cortante? ¿La quiva, quizá?
—La espada —dijo Kamras.
La decisión del turiano fue para mí una sorpresa desagradable. Durante todo el tiempo que había permanecido entre los carros no había visto ni una sola espada corta goreana, y eso que era un arma eficaz, rápida y muy común en las ciudades. Los guerreros de los Pueblos del Carro no emplean la espada corta, y quizás sea debido a que no es un arma apropiada para su empleo desde la silla de la kaiila. Por otra parte, el sable, que resultaría muy eficaz sobre una montura, es casi desconocido en Gor, y creo además que la lanza ya suple su papel. Esta última se emplea en Gor con una delicadeza y habilidad tan grandes que en lugar de una lanza parece a veces un cuchillo, y para apoyar la efectividad de esta arma se cuenta con las siete quivas o puñales de silla. Hay que decir también que el sable apenas podría alcanzar la silla del tharlarión alto. El guerrero de los Pueblos del Carro raramente se acerca a su enemigo más de lo preciso para hacerlo caer de su silla con el arco o, si ello es necesario, con la lanza. En cuanto a la quiva, se la considera más bien un arma arrojadiza que de mano. Yo deducía que los Pueblos del Carro podían obtener sables si así lo deseaban, y que podían hacerlo a pesar de no disponer de una metalurgia propia. Supongo que de algún modo debe intentarse que estas armas no caigan en manos de los Pueblos del Carro, pero cualquiera sabe, si conoce a los mercaderes de oro y joyas, que los sables se fabrican tanto en Ar como en otros lugares, y que llegan a las llanuras del sur, como llegan las quivas que también se fabrican en Ar. En realidad, lo que explica que el sable no sea un arma corriente entre los Pueblos del Carro es el estilo, la concepción y la naturaleza de la guerra a la que están acostumbrados sus guerreros; es decir, que si no utilizan el sable es más por propia elección que por ignorancia o por limitación tecnológica. Por otra parte, el sable no es sólo impopular entre los Pueblos del Carro, sino también entre los guerreros de Gor en general, pues se la considera un arma demasiado larga y pesada, sobre todo cuando se trata del combate cuerpo a cuerpo, rápido, que tanto aprecian los guerreros de las ciudades. Por último, no es demasiado útil usar un sable desde la silla de un tharlarión o de un tarn. De cualquier modo, lo importante en ese momento era que Kamras había propuesto la espada como arma a emplear en su combate con Kamchak, y lo más seguro era que el pobre Kamchak estuviese tan familiarizado con la espada como vosotros o yo con cualquiera de las armas más inusuales de Gor, como por ejemplo el cuchillo látigo de Puerto Kar o los varts adiestrados de las cavernas de Tyros. Habitualmente, los guerreros turianos eligen como arma de combate en estos acontecimientos la rodela y la daga, o el hacha y la rodela, o la daga y el látigo, o el hacha y la red, o las dos dagas (en tal caso la quiva, si se utiliza, no puede lanzarse), y con estas armas pretenden matar al enemigo y adquirir a la mujer que defiende; pero Kamras parecía indiferente a esta costumbre.
—La espada —repitió.
—Pero, ¡si solamente soy un pobre tuchuk! —dijo Kamchak con voz quejosa.
Kamras se echó a reír.
—La espada —volvió a repetir.
En mi opinión, y considerando el conjunto de su actuación, la maniobra de Kamras al elegir esa arma era cruel e indigna.
—¿Cómo quieres que yo, un pobre tuchuk, sepa manejar una espada?
—Entonces, retírate del combate —dijo Kamras con altanería—, y yo me llevaré a esta kassar a mi ciudad.
La chica gimió.
Kamras sonreía, satisfecho.
—¿Sabes? —dijo—. Lo que ocurre es que soy Campeón de Turia, y no tengo ninguna gana de que mi acero se manche con la sangre de un urt.
El urt es un animal inmundo, un roedor cornudo de Gor. Algunos son bastante grandes, y llegan a tener el tamaño de un lobo o de una jaca, pero la mayoría son muy pequeños, y caben en la palma de una mano.
—Sí, claro —dijo Kamchak—. Yo tampoco quiero que eso ocurra.
La muchacha kassar lanzó un grito de desesperación.
—¡Lucha con él, tuchuk asqueroso! —gritó Aphris, a la vez que tiraba de sus anillas de sujeción.
—Tranquilízate, gentil Aphris de Turia —dijo Kamras—. Permítele que se retire, y todos le señalarán, todos sabrán que no es más que un cobarde fanfarrón. Déjale que viva en la vergüenza, y tu venganza será mayor.
Pero la bellísima Aphris no se dejaba convencer:
—Lo quiero muerto —gritó—, quiero que lo hagas pedazos, que sufra la muerte después de mil cortes.
—Abandona —le recomendé a Kamchak.
—¿Crees que debo hacerlo?
—Sí —respondí—, eso es lo que creo.
—Si de verdad lo deseas —dijo Kamras mirando fijamente a Aphris de Turia—, le permitiré elegir las armas que nos convengan a ambos.
—Mi deseo —respondió Aphris— es que muera.
—De acuerdo, te mataré —dijo Kamras encogiéndose de hombros. Se volvió hacia Kamchak y dijo—: Tú ganas, tuchuk. Te permito que elijas las armas, mientras nos convengan a ambos.
—No sé si combatiré... —dijo Kamchak dubitativo.
—¡Muy bien! —dijo Kamras apretando los puños—. Como quieras.
—Pero quizá sí lo haga —murmuró Kamchak.
Aphris de Turia gritó de rabia, y la muchacha kassar de desesperación.
—Sí, lucharé —anunció por fin Kamchak.
Ambas muchachas gritaron de alegría.
El juez procedió a anotar el nombre de Kamchak de los tuchuks en sus listas.
—¿Qué arma eliges? —le preguntó el juez—. Debes recordar que debe ser un arma o unas armas que os convengan a ambos.
Kamchak pareció perderse en sus pensamientos, y finalmente miró hacia el cielo, como iluminado.
—Siempre me he preguntado qué sensación se debe tener al sujetar una espada.
El juez estuvo a punto de dejar caer la lista.
—Sí, elegiré la espada —dijo Kamchak.
La muchacha kassar gimió.
Kamras, confundido, miraba a Aphris de Turia, que parecía haberse quedado sin habla.
—¡Está loco! —susurró Kamras de Turia.
—¡Retírate! —le dije a Kamchak imperiosamente.
—Ya es demasiado tarde —dijo el juez.
—Ya es demasiado tarde —repitió Kamchak, con aire infantil.
Sin darme cuenta, yo también gemí, pues en los pasados meses había llegado a respetar y a apreciar al impetuoso, astuto y fuerte tuchuk.
Trajeron dos espadas. Eran espadas cortas goreanas, forjadas en Ar.
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