John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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11. Collar y campanillas
Kamchak miró a Aphris de Turia.
—¿Qué hace una esclava disfrazada con las ropas de una mujer libre? —preguntó.
—Por favor, tuchuk, no lo hagas —le rogó Aphris de Turia—. ¡No, por favor!
Pero en un momento, el cuerpo de Aphris de Turia, prisionero en la estaca, se descubrió ante los ojos de su dueño.
Aphris echó atrás la cabeza y gimió. Sus muñecas seguían atadas a las anillas de retención.
Como ya sospechaba, no se había dignado ponerse el humillante camisk bajo sus ropas blancas y doradas.
La muchacha kassar, que había estado atada frente a ella, en la estaca contraria, había sido liberada por un juez, y corrió hacia el lugar en el que Aphris seguía confinada.
—¡Bien hecho, tuchuk! —dijo la chica saludando a Kamchak.
Kamchak se encogió de hombros.
Después, con vehemencia, la chica escupió en la cara de Aphris.
—¡Esclava! —le dijo—. ¡Eres una esclava!
Tras lo cual se volvió y corrió en busca de algún guerrero de los kassars.
Kamchak se echó a reír ruidosamente.
—¡Castígala! —pidió Aphris de Turia.
Sin pensárselo dos veces, Kamchak le dio una bofetada. La cabeza de la turiana giró hacia un lado, y en la comisura de sus labios brotó un hilillo de sangre. La muchacha miró al guerrero con un miedo repentino. Debía ser la primera vez que alguien la pegaba en toda su vida. Kamchak no la había golpeado demasiado fuerte, pero sí lo suficiente como para darle una lección.
—Tendrás que aprender a soportar los abusos de cualquier persona libre que pertenezca a los Pueblos del Carro.
—Por lo que veo —dijo una voz—, sabes cómo tratar a los esclavos.
Me volví para ver allí a Saphrar, de la Casta de los Mercaderes, a unos cuantos metros. Sus esclavos sostenían el palanquín abierto, enjoyado y cubierto de cojines que habían transportado hasta aquella arena ensangrentada.
Aphris pareció ruborizarse de la cabeza a los pies, como cubriendo su cuerpo con la encarnada y translúcida capa de su vergüenza.
La cara redonda y rosada de Saphrar irradiaba alegría, y eso me extrañó, porque me habría inclinado a pensar que aquella era para él una jornada trágica. Los labios rojos y finos se abrían en un círculo que expresaba benigna satisfacción. Incluso podía percibir las puntas de sus colmillos de oro.
De pronto, Aphris empezó a tirar de las anillas que la retenían, intentando correr hacia su tutor, sin preocuparse ya por los tesoros de su belleza que habían quedado al descubierto hasta para los esclavos que transportaban el palanquín. Naturalmente, para ellos Aphris de Turia ya no era superior, sino igual, pese a que ella quizás nunca tuviera que sujetar las barras de los palanquines, ni cargar con cajas, ni cavar la tierra, pues las esclavas llevaban a cabo tareas más agradables, y sin duda menos pesadas que los hombres que debían someterse a un amo.
—¡Saphrar! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Saphrar!
Saphrar miró a la muchacha. De un estuche de seda que tenía frente a sí en el palanquín extrajo una pequeña lente que imitaba la forma de una flor, rodeada por pétalos de cristal y montada en un tallo de plata, del que colgaban hojas también de plata. Con ayuda de este instrumento examinó a Aphris mas de cerca.
—¡Aphris! —gritó, como horrorizado, aunque sin borrar la sonrisa.
—¡Saphrar! —lloraba Aphris—. ¡Libérame!
—¡Qué desgracia! —se lamentó Saphrar.
Kamchak me rodeó los hombros con el brazo y me susurró:
—Aphris de Turia va a llevarse una sorpresa.
—Soy la mujer más rica de Turia —dijo la nueva esclava volviéndose hacia Kamchak—. Ahora, ¡ponme un precio!
—¿Tú que crees? —me preguntó Kamchak—. ¿Serán bastante cinco piezas de oro, o piensas que es demasiado?
Yo estaba sorprendido.
Aphris estuvo a punto de quedarse sin respiración.
—¡Eslín! —susurraba—. ¡Eslín!
Después se volvió hacia Saphrar y dijo:
—¡Cómprame! ¡Utiliza todos mis recursos, si es necesario, pero cómprame!
—¡Aphris, Aphris! ¿Acaso no comprendes que mi obligación es defender tu fortuna? —preguntó Saphrar con voz inocente—. ¿Qué pretendes? ¿Que malgaste tus propiedades y riquezas en una esclava? No, eso sería una decisión absurda e irresponsable por mi parte, no puedo permitírmelo.
Ahora, Aphris le miraba con gran perplejidad.
—Es cierto, eras la mujer más rica de Turia —seguía diciendo Saphrar—, pero eso se ha acabado. No eres tú quien administra tus riquezas, sino yo, y así ha de ser hasta que alcances la mayoría de edad, lo cual, si no me equivoco, no ocurrirá hasta dentro de unos días.
—¡Pero yo no quiero ser una esclava! ¡Nunca! ¡Ni un solo día!
—Me parece comprender —dijo Saphrar levantando los ojos y fijándolos en Aphris— que tu deseo es transferir toda tu fortuna a un tuchuk antes de alcanzar la mayoría de edad. ¡Y eso solamente para obtener tu libertad!
—¡Claro que sí! —dijo ella sollozando.
—Entonces, me alegro muchísimo de que la ley proscriba una transacción de este tipo.
—No te entiendo, Saphrar.
Kamchak me apretó el hombro y se frotó la nariz.
—Estoy seguro de que sabrás —prosiguió Saphrar— que un esclavo no puede poseer propiedades, de la misma manera que no pueden las kaiilas, los tharlariones o los eslines.
—¡Pero yo soy la mujer más rica de Turia! —gritó Aphris.
Saphrar se reclinó un poco más en sus cojines. Su cara redonda y sonrosada brillaba. Apretó los labios, sonrió, adelantó la cabeza y dijo rápidamente:
—¡Eres una esclava!
Y después se echó a reír.
Aphris de Turia cerró los ojos, apoyó la cabeza en la estaca y gritó.
—Ni siquiera tienes un nombre —susurró el mercader.
Eso también era cierto. Seguramente, Kamchak continuaría llamándola Aphris, pero ese nombre pasaba a ser propiedad del tuchuk, ya no era de la muchacha. Un esclavo, que según la ley goreana no es una persona, no tiene derecho a poseer su propio nombre, lo mismo que un animal. Y es que por desgracia según esta ley, los esclavos son animales que están a disposición de sus amos completa e incondicionalmente, y éstos pueden hacer con ellos lo que se les antoje.
—Creo —rugió Kamchak—, que la llamaré Aphris de Turia.
—¡Libérame, Saphrar! —gritó la muchacha patéticamente—. ¡Libérame!
Saphrar se rió.
—¡Eslín! —empezó a gritarle Aphris—. ¡Eslín repugnante! ¡Eso es lo que eres!
—¡Ándate con cuidado! —advirtió Saphrar—. Me parece que ésta no es la manera de hablarle al hombre más rico de Turia.
Aphris sollozaba y tiraba de las anillas.
—Supongo que comprenderás —dijo el mercader— que en el mismo momento en que te has convertido en esclava, todas tus propiedades y riquezas, todas tus ropas y joyas, todas tus inversiones, todas tus tierras, han pasado a mis manos.
Aphris lloraba desconsoladamente, todavía prisionera de la estaca. Luego levantó la cabeza para mirar a su antiguo tutor. Sus ojos llorosos brillaban.
—¡Te lo ruego, noble Saphrar! —sollozó—. ¡Te lo suplico, te suplico que me liberes! ¡Por favor! ¡Por favor!
Saphrar la miraba, sonriente. Se volvió a Kamchak y preguntó:
—¿Cuánto has dicho que valía, tuchuk?
—¡Oh, ya he bajado el precio! —dijo Kamchak—. Ahora por un disco de cobre es tuya.
—El precio es demasiado alto —dijo Saphrar sonriente. Aphris lanzó un gemido de desesperación.
Saphrar volvió a mirarla a través del pequeño lente que había utilizado antes y la examinó detenidamente. Acto seguido, se encogió de hombros e hizo un gesto a sus esclavos para que diesen media vuelta.
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