John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó.
—Eso es Turia —dije señalando la ciudad—, tu hogar.
—¿Deseas que corra hacia la ciudad? —dijo mirándome.
Se refería a una cruel diversión a la que los jóvenes de los carros son muy aficionados: llevar a las esclavas turianas a las cercanías de su ciudad para después, mientras el jinete empieza a desatar su boleadora y sus correas, decirles que corran hacia su ciudad.
—No —le respondí—. Te he traído aquí para liberarte. La muchacha temblaba.
—Soy tuya —dijo mirando a la hierba—. Absolutamente tuya. No seas cruel.
—No lo soy. Te digo que te he traído aquí para liberarte. Ella me miró desde el suelo, y negó con la cabeza.
—Ése es mi deseo —dije.
—Pero, ¿por qué?
—Porque ése es mi deseo.
—¿Acaso no te he complacido?
—Sí, me has complacido plenamente.
—Entonces, ¿por qué no me vendes?
—Porque venderte no es mi deseo.
—Pero venderías a un bosko o a una kaiila, ¿no es cierto?
—Sí, es cierto.
—Entonces, ¿por qué no a Dina? —preguntó.
—Porque ése no es mi deseo —le respondí.
—Pero si soy valiosa...
Eso también era cierto, y ella no hacía más que constatar un hecho.
—Sí, eres más valiosa de lo que crees —le dije.
—No te entiendo.
Metí la mano en la bolsa que llevaba prendida a mi cinturón y le di una pieza de oro.
—Tómala y ve hacia Turia. Encuentra a los tuyos y sé libre.
De pronto, Dina empezó a agitarse y gemir, y cayó sobre sus rodillas junto a las garras de mi kaiila, mientras con la mano izquierda apretaba la pieza de oro.
—Si se trata de una broma tuchuk, más vale que me mates de una vez, y rápido —dijo entre sollozos.
Bajé de la silla de mi kaiila y me arrodillé junto a ella para tomarla entre mis brazos y apretar su cabeza contra mi hombro.
—No, Dina de Turia —le dije—, no estoy bromeando. Eres libre.
—Nadie libera nunca a las muchachas turianas. Nunca.
La sacudí dulcemente con mis brazos y la besé. Luego le dije:
—Tú, sí. Tú, Dina de Turia, eres libre.
Volví a zarandearla amorosamente y le dije:
—¿Qué quieres? ¿Que te lleve sobre la kaiila hasta las murallas y te lance por encima?
—¡No! —dijo riendo entre lágrimas y sollozos—. ¡No!
Hice que se levantara y ella me besó, por sorpresa.
—¡Tarl Cabot! —gritó—. ¡Tarl Cabot!
Ambos sentimos como si nos cruzara un relámpago: había gritado mi nombre como lo haría una mujer libre. Y así había sido, pues Dina había pasado a ser una mujer libre de Turia.
—¡Oh, Tarl Cabot! —sollozó. Después me miró con ternura y añadió—: Deja que sea tuya durante un rato más.
—Eres libre.
—Pero quiero servirte por última vez.
—No hay ningún sitio indicado —dije sonriendo.
—¡Venga, Tarl Cabot! —me dijo en tono de reprimenda—. ¿Acaso no disponemos de todas las Llanuras de Turia?
—Querrás decir la Tierra de los Pueblos del Carro.
—No —dijo riéndose—, las Llanuras de Turia.
—¡Niña insolente!
Pero no pude decir nada más, porque me estaba besando. Tomándola entre mis brazos, la tendí sobre aquella tierra cubierta por la hierba primaveral.
Cuando más tarde nos levantamos, percibí en la distancia un poco de polvo que se desplazaba desde una de las puertas de la muralla, y que se dirigía hacia nosotros. Probablemente se tratara de dos o tres guerreros montados en tharlariones altos.
Dina todavía no los había visto. Parecía muy feliz, y eso, naturalmente, me hacía feliz a mí. De pronto, se le ensombreció la expresión, y pareció muy angustiada. Se llevó las manos a la cara y con ellas se cubrió la boca.
—¡Oh! —dijo.
—¿Qué pasa?
—¡No puedo ir a Turia!
—¿Por qué no?
—¡No tengo velo!
Lancé un grito de exasperación, la besé, y agarrándola por los hombros hice que se diera la vuelta. Finalmente le di una palmada, que desde luego no correspondía a su categoría de mujer libre, para que empezara a caminar hacia Turia.
La polvareda que había percibido seguía acercándose.
Salté sobre la silla de mi kaiila y vi que Dina, después de haber corrido un trecho, se había girado. Le dije adiós con la mano, y ella hizo lo mismo, sin poder contener las lágrimas.
Una flecha pasó por encima de mi cabeza.
Solté una carcajada y con las riendas hice que mi montura girara y empezase a correr. En un momento había dejado a los jinetes muy atrás.
Después volvieron sobre sus pasos, para encontrar a una muchacha libre, aunque todavía vestida como una Kajira, que sujetaba en una mano una pieza de oro, mientras que con la otra decía adiós a un enemigo que huía, entre risas y sollozos.
Al volver al carro de Kamchak, las primeras palabras que éste me dirigió fueron:
—Supongo que habrás obtenido un buen precio por ella.
Sonreí.
—¿Estás satisfecho? —preguntó.
—Sí —respondí, recordando las Llanuras de Turia—, estoy plenamente satisfecho.
Elizabeth Cardwell, que había estado preparando el fuego en el interior del carro, se sorprendió al verme volver sin Dina, pero no se atrevió a preguntarme qué había pasado con ella. Ahora que creía saber lo que había ocurrido me miraba con perplejidad, como si no pudiera dar crédito a sus oídos.
—¿La has vendido? —me dijo, incrédula— ¿Vendido?
—Fuiste tú quien me dijo que tenía los tobillos demasiado gordos —le recordé.
—Pero... ¡Era una persona! —me dijo mirándome horrorizada—. ¡Era un ser humano!
—¡No! —gritó Kamchak sacudiéndole la cabeza por los cabellos—. ¡Era un animal! ¡Una esclava! ¡Una esclava como tú! ¿Entiendes?
Elizabeth le miró con espanto.
—Creo —dijo Kamchak— que lo mejor será que te venda a ti también.
El terror de Elizabeth creció todavía más, y me miró, implorante.
Las palabras de Kamchak también me habían producido una gran impresión.
Creo que ésa fue la primera vez que Elizabeth comprendió la situación en la que se encontraba en toda su crudeza. Desde que había llegado a los Pueblos del Carro, Kamchak se había mostrado, a fin de cuentas, gentil con ella; no le había prendido el anillo tuchuk en la nariz, no la había hecho vestir de Kajira, ni marcado con los cuernos de bosko. Ni siquiera había apresado aquel cuello tan encantador con el collar turiano. Pero en ese momento Elizabeth comprendió, visiblemente impresionada, pálida, que habría de soportar que Kamchak la vendiera o la cambiara, si así lo deseaba él, y ser tratada como si fuese una silla de montar o un eslín cazador. Había visto ya cómo vendía a Tenchika, y asumía que la desaparición de Dina debía tener la misma explicación. Me miraba con incredulidad, y negaba con la cabeza. Yo, por mi parte, creí que era mejor no explicarle lo que había hecho con Dina, que no supiera que la había liberado. ¿Qué bien podía hacerle saber una cosa así? Solamente habría hecho su situación más cruel todavía, haciéndote concebir absurdas esperanzas, pues podía llegar a pensar que Kamchak actuase como yo lo había hecho. Al pensarlo, la sonrisa ya acudía a mis labios. ¿Cómo podía una persona como Kamchak liberar nunca a una esclava? Otra cosa era cierta: ni siquiera yo, si poseyera a Elizabeth, podía liberarla. ¿Qué significaba para ella la libertad en un planeta como Gor? Si se hubiera acercado a Turia, la primera patrulla la habría atado para hacerla esclava de la ciudad. Si hubiera permanecido entre los carros, cualquier guerrero joven, al ver que nadie la defendía y que no pertenecía a ninguno de los cuatro pueblos, la habría encadenado antes de que cayera la noche. Y yo no iba a permanecer entre los carros para el resto de mis días. Si la información de Saphrar era correcta, sabía que la esfera dorada, que sin duda era el huevo de los Reyes Sacerdotes, estaba en el carro de Kutaituchik. Debía intentar obtenerlo y luego volver a Sardar. Era muy consciente de que este asunto podía costarme la vida. Sí, era mejor que Elizabeth Cardwell siguiera creyendo que había vendido brutalmente a la maravillosa Dina de Turia. Así quizás entendería lo que era ella en realidad: una esclava extranjera del carro de Kamchak de los tuchuks.
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