John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Kamras se reía ostentosamente, e incluso Saphrar ahogaba las carcajadas entre los cojines amarillos.

Sí, sabía que a ningún tuchuk le gustaba ser el blanco de una broma, y menos cuando se trataba de una broma turiana.

Pero Kamchak no decía nada. Alcanzó su copa de Paga y se la bebió mientras contemplaba a las bailarinas que se movían al ritmo de las melodías turianas.

—¿No son encantadoras? —dijo Aphris provocadoramente al cabo de un rato.

—En nuestros carros también puedes encontrar a muchachas tan encantadoras como éstas —dijo Kamchak.

—¿Ah, sí?

—Sí. Son esclavas turianas, como lo serás tú.

—Supongo que ya sabrás —dijo Aphris— que si no fueses un embajador de los Pueblos del Carro ya habría ordenado que te matasen.

—Una cosa —dijo Kamchak entre risas— es ordenar que maten a un tuchuk, y otra muy diferente conseguirlo.

—Estoy segura de que podría arreglar ambas cuestiones.

Kamchak no dejaba de reír.

—Sí, será muy divertido poseerte como esclava.

—¡Qué gracioso eres! —dijo ella imitándole en sus risas; pero luego adoptó una expresión mucho más desagradable y añadió—: Ten cuidado, porque si dejas de resultarme divertido no abandonarás vivo esta mesa.

Kamchak bebió un largo trago de Paga, y parte del líquido se derramó por las comisuras de sus labios.

—¿Sabes? —dijo Aphris volviéndose hacia Saphrar—. Creo que a nuestros invitados les gustará ver a las otras.

Me intrigaba saber a qué se refería.

—Por favor, Aphris —dijo Saphrar sacudiendo su cabeza rosada y sudorosa—. No quiero problemas, no quiero problemas.

—¡Ho! —gritó Aphris de Turia, llamando al mayordomo del banquete a través del revuelo de los cuerpos de las bailarinas—. ¡Traed a las otras! ¡Vamos a hacer que nuestros invitados se diviertan!

El mayordomo lanzó una mirada en dirección a Saphrar, quien, derrotado, asintió con la cabeza. Dio entonces dos palmadas para hacer salir a las bailarinas, las cuales se marcharon corriendo de la estancia. Después, dio dos palmadas más, hizo una pausa y volvió a dar otras dos.

Distinguí el ruido de las campanillas de esclavas sujetas a las ajorcas en los tobillos, a las pulseras cerradas en torno a las muñecas y a los collares turianos.

Rápidamente, se acercó otro grupo de muchachas. Daban pasos cortos a la vez que giraban y avanzaban en una línea serpenteante que empezaba en una pequeña habitación de la parte posterior de la sala.

Mi mano sujetó con fuerza la copa. Sí, Aphris de Turia era una chica muy atrevida. Pensé que quizás Kamchak no podría contenerse y se levantaría para luchar en ese mismo lugar.

Las muchachas que se hallaban de pie ante nosotros, descalzas, con sus cuerpos contorneados por las Sedas del Placer, con sus campanillas y collares, eran hijas de los Pueblos del Carro. Ahora, como podía verse a través de las sedas que vestían, eran esclavas marcadas de los turianos. La que iba a la cabeza del grupo al ver a Kamchak se arrodilló avergonzada ante él. Eso provocó la furia del mayordomo, y más cuando las demás muchachas imitaron a su compañera.

El mayordomo llevaba un látigo de esclavo entre las manos, y se colocó junto a la primera chica.

Su brazo fue hacia atrás, pero el latigazo nunca llegó a su destino; el hombre lanzó un grito y se tambaleó. Todos pudimos ver que la empuñadura de una quiva le oprimía la parte interior del antebrazo; la hoja del arma emergía por el otro lado.

Ni siquiera yo había visto que Kamchak lanzase el arma, y con satisfacción me di cuenta de que ya tenía preparada entre los dedos otra quiva. Varios hombres se habían levantado, entre ellos Kamras, pero ahora, al ver que Kamchak estaba armado, no sabían qué hacer. Yo también me había puesto en pie.

—Las armas no están permitidas en los banquetes —dijo Kamras.

—¿Ah, no? —dijo Kamchak—. Lo siento, no lo sabía.

—Vamos, vamos. Lo que debemos hacer es sentarnos y divertirnos —recomendó Saphrar—. Si el tuchuk no desea ver a estas chicas, ordenemos que traigan a otras.

—¡Quiero verlas bailar! —dijo Aphris de Turia a pesar de que estaba tan cerca de Kamchak que éste no tenía más que alargar el brazo para alcanzarla con su quiva.

Pero Kamchak no hizo tal cosa. Al contrario, se echó a reír, sin dejar de mirarla. Después, para alivio mío y de todos los comensales, guardó la quiva en la faja y volvió a sentarse.

—¡Baila! —ordenó Aphris.

La chica, que temblaba ante ella, no se movió.

—¿No me has oído? —gritó Aphris poniéndose en pie—. ¡Bailad!

—¿Qué debo hacer? —pidió a Kamchak la muchacha arrodillada.

Se parecía bastante a Hereena, y quizás era un tipo de chica similar, educada y adiestrada más o menos de la misma manera. Naturalmente, como Hereena, llevaba prendido a su nariz el anillo de oro.

—Eres una esclava —le dijo Kamchak suavemente—. Debes danzar para tus amos.

La muchacha le miró con agradecimiento y se levantó. Lo mismo hicieron sus compañeras, y enseguida empezaron a bailar al ritmo de una música de inenarrable fogosidad. Así eran las salvajes danzas del amor de los kassars, los paravaci, los kataii y los tuchuks.

Las muchachas bailaban soberbiamente. Una de ellas, la que había hablado con Kamchak, era una tuchuk, y su vitalidad, su fiereza, eran particularmente incontrolables, sorprendentes, salvajes.

Comprendí muy bien por qué razón los hombres turianos deseaban con tanta intensidad a las muchachas de los Pueblos del Carro.

En el punto culminante de una de las danzas, llamada la Danza de la Esclava Tuchuk, Kamchak se volvió hacia Aphris de Turia, que seguía aquel espectáculo con ojos tan sorprendidos como los míos.

—Cuando seas mi esclava —dijo el guerrero tuchuk—, haré que te enseñen esta danza.

La espalda y la cabeza de la turiana estaban rígidas de furia, pero no dio muestras de haberle oído.

Kamchak esperó a que las mujeres de los Pueblos del Carro acabaran sus danzas, y una vez todas hubieron salido de la estancia, se levantó y dijo:

—Debemos irnos.

Yo asentí y me puse en pie, dispuesto a volver a nuestro carro.

—¿Qué hay en ese estuche? —preguntó Aphris de Turia.

Se había fijado en que Kamchak recogía del suelo el pequeño estuche negro que había tenido junto a su rodilla derecha durante todo el banquete. La chica era evidentemente curiosa, femenina.

Kamchak se encogió de hombros.

Aphris seguía muy interesada en la cajita. Además, en unas cuantas ocasiones me había fijado en que la miraba furtivamente.

—No es nada —dijo Kamchak—. No es más que una baratija.

—¿Para quién la guardas?

—Pensaba regalártela a ti.

—¿Ah sí? —dijo Aphris, que estaba claramente intrigada.

—Pero no te gustaría.

—¿Cómo puedes saberlo? —dijo Aphris, airada—. Todavía no he visto qué es.

—Me lo llevaré al carro, será lo mejor —dijo Kamchak.

—Si ésa es tu voluntad...

—Pero si de verdad lo deseas, puedes obtenerlo.

—¿Es algo diferente a un vulgar collar de diamantes?

Aphris de Turia no era tonta. Sabía que los Pueblos del Carro, que asaltaban centenares de caravanas, poseían a veces objetos y riquezas de enorme valor.

—Sí —respondió Kamchak—. Es diferente a un collar de diamantes.

—¡Ah! —exclamó ella.

Sospeché entonces que en realidad no le había regalado el collar de cinco vueltas a una esclava, como pretendía. No había duda de que seguiría guardado en uno de sus cofres repletos de joyas.

—Pero no te gustará —repitió Kamchak con timidez.

—Quizás sí.

—No, creo que no te gustaría.

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