John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Nos habían invitado a un espectáculo de juegos malabares, acróbatas y tragafuegos. Uno de los magos había sido muy del agrado de Kamchak, así como un hombre que con el látigo había hecho bailar a un eslín.

De vez en cuando oía la conversación entre Kamchak y Saphrar, y por lo que decían deduje que negociaban el lugar de encuentro para llevar a cabo el intercambio de mercancías. Más tarde, bien avanzada ya la velada y encontrándome yo más ebrio de Paga de lo que debía permitirme, les oí discutir detalles que solamente podían concernir a un tema: lo que Kamchak había denominado los juegos de la Guerra del Amor. Eran detalles sobre las especificaciones de tiempo, armas, jueces, y demás. Y después oí esta frase:

—Si ella participa, deberás entregarnos la esfera dorada.

De golpe, me desperté. Ya no estaba medio dormido ni medio borracho. Me pareció que al recibir un impacto tan grande me despabilaba, y ya volvía a estar tan sobrio como de costumbre. Eso sí, la excitación me hacía temblar, pero me agarré a la mesa, y supongo que no revelé el estado de mis nervios.

—Puedo conseguir que la elijan para los juegos —decía Saphrar—, pero he de obtener a cambio algo que valga la pena.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que vayan a elegirla? —preguntó Kamchak.

—Mi dinero puede lograrlo —dijo Saphrar—, incluso podría lograr que la defendieran mal.

Distinguí un brillo en los ojos de Kamchak.

Después, la voz del mayordomo del banquete silenció a todas las demás, haciendo que cesara cualquier conversación, incluso la música. Los acróbatas, que en ese momento actuaban entre las mesas, se marcharon rápidamente. Enseguida volvió a alzarse la voz del mayordomo diciendo:

—¡Aphris de Turia!

Todos volvimos nuestras miradas hacia una amplia escalera de mármol que contorneaba la esquina izquierda de la sala donde tenía lugar el festín.

Por esa escalera de la Casa de Saphrar el Mercader, bajaba muy lentamente y con aires regios, Aphris de Turia, vestida de seda blanca con oro, los colores de los Mercaderes.

Sus sandalias eran doradas, así como los guantes.

Ocultaba el rostro tras un velo de seda con adornos de oro, y ni siquiera se podía percibir su cabello, pues se escondía bajo los pliegues de la Vestidura de Encubrimiento de las mujeres libres, que en su caso estaba hecho con los colores de los mercaderes, naturalmente.

Por lo tanto, Aphris de Turia pertenecía a esa casta.

Recordaba que Kamchak me había hablado de ella en una o dos ocasiones.

Mientras esa muchacha se iba acercando, volví a oír a Saphrar:

—Ahí tienes a mi pupila.

—La mujer más rica de Turia —dijo Kamchak.

—Lo será cuando alcance la mayoría de edad —remarcó Saphrar.

Hasta entonces, adiviné, las riquezas de la muchacha estarían en las competentes manos de Saphrar el Mercader.

Esto lo confirmaría más tarde el propio Kamchak. Saphrar no tenía ninguna relación de familia con la muchacha, pero los mercaderes turianos, sobre los que sin duda ejercía una considerable influencia, le habían concedido la tutela de la muchacha tras morir su padre en un ataque de los paravaci a su caravana, de eso hacía ya bastantes años. El padre de Aphris de Turia, Tethrar de Turia, había sido el mercader más rico de esta ciudad, la cual es una de las ciudades más ricas de Gor. No le había sobrevivido ningún heredero varón, y sus considerables riquezas eran ahora las de Aphris de Turia, quien al alcanzar la mayoría de edad, lo cual iba a ocurrir esa misma primavera, asumiría el control de toda la fortuna.

La muchacha, que sin duda se sabía blanco de todas las miradas, se detuvo en la escalera para contemplar con altanería al conjunto de la sala donde se desarrollaba el banquete. Presentía yo que enseguida habría notado la presencia de Kamchak y mía, los únicos extranjeros invitados. Por su actitud se podía decir que debía estar divirtiéndose.

Oí a Saphrar susurrarle a Kamchak, mientras los ojos de éste brillaban sin dejar de contemplar la figura vestida de blanco y dorado en la distante escalera.

—¿No crees que vale más que la esfera dorada? —preguntaba el mercader.

—Es difícil decirlo —respondió Kamchak.

—Sus esclavas me han dado su palabra —insistió Saphrar—. Dicen que es maravillosa.

Kamchak se encogió de hombros. Era un gesto característico en un astuto tuchuk cuando hablaba de negocios. Le había visto repetirlo varias veces mientras discutía en el carro con Albrecht sobre la posible venta de la pequeña Tenchika.

—Esa esfera no tiene demasiado valor —decía Saphrar—. En realidad no es de oro, solamente lo parece.

—De todos modos, es algo muy valioso para los tuchuks —dijo Kamchak.

—Yo solamente la deseo como una curiosidad.

—Tendré que pensarlo —respondió Kamchak, sin quitar los ojos de Aphris de Turia.

—Sé dónde la guardáis —decía Saphrar alzando los labios y mostrando sus colmillos de oro—, y puedo enviar a mis hombres a por ella.

Yo fingía no escuchar, pero naturalmente estaba lo más atento posible a su conversación. Poco importaba mi actitud, pues aunque no hubiese ocultado mi interés, nadie se habría dado cuenta, hasta tal punto estaban todos pendientes de la chica de la escalera, delgada y de tan pretendida belleza, con la cara cubierta por un velo, con el cuerpo escondido por las Vestiduras de Encubrimiento. Incluso me llamaba la atención a mí, y me habría resultado muy difícil, a pesar del gran interés que ponía en la conversación entre Kamchak y Saphrar, apartar la vista de Aphris de Turia. Descendió por los últimos escalones y empezó a aproximarse a la cabecera de la mesa, no sin hacer una inclinación con su cabeza a algún invitado. Los músicos, obedeciendo a una indicación del mayordomo del banquete, volvieron a empuñar sus instrumentos, y los acróbatas se colocaron dando saltos y volteretas entre las mesas.

—Sí, sé que está en el carro de Kutaituchik —decía Saphrar—, y podría enviar a algunos tarnsmanes mercenarios desde el norte, pero prefiero que no haya guerra.

Kamchak seguía mirando a Aphris de Turia.

Mi corazón latía a gran velocidad. Había averiguado, si Saphrar llevaba razón, que la esfera dorada, el último huevo de los Reyes Sacerdotes, estaba en el carro de Kutaituchik, el Ubar de los tuchuks. Al fin, si Saphrar no se equivocaba, sabía dónde se encontraba.

Mientras Aphris de Turia se iba acercando a la cabeza de mesa, noté que no hablaba con ninguna de las mujeres presentes, ni siquiera las saludaba, aunque las ropas de algunas de éstas revelaban gran riqueza y buena posición. No hizo gesto alguno que permitiera suponer que las conocía. Solamente algunos hombres habían recibido de ella una inclinación de cabeza y una o dos palabras. Supuse que quizás Aphris no estaba dispuesta a saludar a cualquiera de esas mujeres desprovistas de velo. Ella, naturalmente, no se había bajado el suyo. Lo que sí podía ver eran sus ojos, negros, profundos y almendrados. Su piel, o lo que de ella distinguía, era hermosa y clara. Su complexión no era tan ligera como la de Elizabeth Cardwell, pero parecía más delgada que Hereena, la muchacha del primer carro.

—La esfera dorada a cambio de Aphris de Turia —susurró Saphrar a Kamchak.

Kamchak se volvió hacia aquel hombrecillo gordo, y su cara marcada por las terribles cicatrices se transformó en una mueca, mientras miraba el rostro redondo y sonrosado del mercader.

—Los tuchuks —dijo Kamchak— guardan la esfera dorada como algo muy valioso.

—Muy bien —dijo Saphrar con impaciencia—. En tal caso, nunca obtendrás a esta mujer, yo me encargaré de ello. Y quiero que entiendas una cosa: de una manera o de otra, esa esfera será mía.

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