John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Había sentido una gran alegría al entrar en Turia, pues me encantaba conocer nuevas ciudades.

Turia parecía responder a mis esperanzas. Era una ciudad fastuosa. Sus comercios estaban repletos de artículos extraños e intrigantes. Olí perfumes absolutamente desconocidos para mí hasta ese momento. En más de una ocasión nos encontramos con una línea de músicos que danzaban en fila de a uno en medio de la calle y que tocaban con sus flautas y tambores, quizás de camino hacia un banquete. Con placer volví a ver las espléndidas variedades de los colores de casta tan típicos en las ciudades goreanas, colores que en Turia se ostentaban sobre ropas que a menudo eran de seda. Con placer también, volví a oír los gritos de los vendedores ambulantes, esos gritos que me resultaban tan familiares, de los vendedores de galletas, de verduras, del repartidor de vino que cargaba con un doble pellejo de su cosecha. Nosotros dos no llamábamos la atención tanto como había temido, y deduje que por lo menos cada primavera debían llegar a esa ciudad algunos visitantes de los Pueblos del Carro. Muchos eran los que apenas nos miraban, a pesar de que en teoría éramos sus enemigos de sangre. Supongo que la vida en el interior de las altas murallas de Turia es la misma día tras día, y pasa sin que sus ciudadanos piensen demasiado en los Pueblos del Carro, que normalmente se hallan lejos. La ciudad nunca había caído, y hacía más de un siglo que no sufría un asedio. El ciudadano de Turia debía empezar a preocuparse por los Pueblos del Carro solamente cuando salía de sus murallas, y cuanto más se alejase de ellas mayor debía ser su temor. Un temor que, en mi opinión, es muy razonable.

Una de las cosas que me molestaron al cruzar el interior de Turia fue que se nos adelantara un pregonero para prevenir a las mujeres de la ciudad de nuestro paso y darles tiempo a ocultarse. Incluso las esclavas corrían a esconderse. De manera que, desafortunadamente, y a excepción de un par de ojos oscuros y furtivos que nos miraban por encima de un velo desde una ventana apartada, en nuestro trayecto desde la puerta de la ciudad hasta la Casa de Saphrar no vimos a ninguna de las legendarias bellezas sedosas de la ciudad de Turia.

Le hice esta observación a Kamchak, y él se echó a reír.

Tenía motivos para hacerlo. Sin moverse de los carros podía encontrar a un buen número de esas bellezas, vestidas con un trozo de cuerda y de tela, marcadas con un hierro candente, con un anillo en la nariz y un collar turiano en el cuello. Sin ir más lejos, en nuestro carro, y para enojo de Elizabeth Cardwell, que en las últimas semanas había dormido encadenada a la rueda, había dos turianas: Dina, a la que había cazado en la competición, y su compañera, esa muchacha tan despierta que había mordido el cuello de la kaiila de Kamchak y que luego había intentado ocultar la herida que le había producido la lanza de Albrecht; su nombre era Tenchika, una deformación tuchuk de su nombre turiano, Tendite. Intentaba servir correctamente a Kamchak pero era evidente que lamentaba estar separada de Albrecht de los kassars. Sorprendentemente, éste había intentado por dos veces comprar a su antigua esclava, pero Kamchak daba largas para obtener mayor beneficio de la venta. En lo que respecta a Dina, me servía muy satisfactoriamente, casi con devoción. Albrecht, que por lo visto proyectaba realizar otra competición de boleadora, me había hecho una oferta para volver a poseerla como esclava en una ocasión, pero no me había convencido.

—Entonces, ¿está satisfecho el amo con su esclava? —me había preguntado Dina esa misma noche apoyando la cabeza en mi bota—. ¿Por eso no ha querido prescindir de mí?

—Sí, eso es —le había respondido yo.

—Estoy contenta.

—Tiene los tobillos demasiado gordos —había observado Elizabeth Cardwell.

—No son gordos —respondí yo—, sino fuertes y robustos.

—Eso si te gustan los tobillos gordos —había dicho Elizabeth dándose la vuelta y revelando, no sé si inadvertidamente, la deliciosa delgadez de sus tobillos antes de salir del carro.

De pronto, mi consciencia surgió de nuevo en el banquete de Saphrar de Turia.

Había llegado mi tajada de carne de bosko asada. La así y empecé a mascarla. Me habría gustado más si la hubiesen asado sobre un fuego abierto, en plena pradera, pero era buena carne. Volví a hincar mis dientes en aquella masa jugosa y continué engulléndola.

Las mesas sobre las que se servía el banquete eran largos rectángulos abiertos en sus extremos, lo cual facilitaba el trabajo de los servidores, que así podían llegar a todos los rincones, y permitía a los artistas actuar entre las mesas. A un lado se encontraba un pequeño altar dedicado a los Reyes Sacerdotes, sobre el que ardía un pequeño fuego. Sobre este fuego, al comienzo del festín, el mayordomo del banquete había esparcido algunas migajas de comida, un poco de sal coloreada y unas cuantas gotas de vino. “Ta-Sardar-Gor” —había dicho para que el resto de comensales repitiesen sus palabras— “Por los Reyes Sacerdotes de Gor”. Ésa había sido la libación general, y el único que no había participado en ella había sido Kamchak, pues para él tal ceremonia no era digna a los ojos del cielo. Yo sí participé en esa libación, y lo hice por respeto a los Reyes Sacerdotes, y sobre todo por uno en particular: mi amigo Misk.

Un turiano que se hallaba cerca de mí se dio cuenta de que yo me unía a la ceremonia y dijo:

—Por lo que veo no has crecido entre los carros.

—Es cierto —respondí.

—Este hombre es Tarl Cabot, de Ko-ro-ba —había dicho Saphrar.

—¿Cómo es posible que sepas mi nombre?

—Uno oye hablar de esas cosas —me respondió.

Le habría preguntado más sobre el asunto de no haberse vuelto de espaldas para hablar con un hombre que tenía detrás, acerca de cuestiones que supuse relacionadas con el banquete.

Y luego lo olvidé por completo.

No habíamos podido contemplar a las mujeres en las calles de Turia, pero Saphrar se había encargado de suplir esta deficiencia en su festín. Había bastantes mujeres presentes en las mesas, mujeres libres, y otras más, esclavas, servían. Las mujeres libres, con gran desvergüenza según la opinión del pudibundo Kamchak, bajaron sus velos y se quitaron las capuchas de sus Vestiduras de Encubrimiento para disfrutar de la ocasión, y se podía decir que comían con tanto entusiasmo como los hombres de Gor. La belleza de esas mujeres, el brillo de sus ojos, sus risas y sus conversaciones hicieron que la velada mejorase inconmensurablemente, al menos para mí. Algunas eran de lengua ligera, ingeniosas, encantadoras y despreocupadas. De todos modos, pensé que no era demasiado corriente que aparecieran en público sin velo, y particularmente cuando Kamchak y yo estábamos presentes. Las esclavas que nos servían llevaban cuatro anillas de oro en cada muñeca y en cada pie, por lo que al andar se oía el ruido de las pulseras y ajorcas que chocaban entre sí; a este ruido se añadía el de las campanillas de esclava que llevaban colgando de sus collares turianos y del cabello. Por último, una de estas campanillas pendía de cada oreja, perforada a tal efecto. Todas estas esclavas vestían un camisk turiano. En realidad, desconozco la razón por la que se le llama camisk, como no sea porque constituye una prenda sencilla para las esclavas. El camisk corriente no es más que una única pieza de ropa de una anchura próxima a los cincuenta centímetros y resulta muy parecida al poncho. Cuelga normalmente un poco por encima de las rodillas y se ata con una cuerda o cadena. En cambio, el camisk turiano, si se deja sobre el suelo tiene una forma parecida a una T invertida y, biselada por cada lado de su parte horizontal. Se sujeta con una sola cuerda, que va atada a la prenda de la muchacha por tres puntos: tras el cuello, tras la espalda y ante la cintura. Como podrá suponerse, la ropa está sujeta tras el cuello, cae por delante, pasa entre las piernas y después vuelve a subir, para que los dos extremos horizontales de la T rodeen las caderas de la chica y se aten por delante. El camisk turiano, a diferencia camisk corriente, cubre la marca de la esclava; por otro lado, también a diferencia del camisk corriente, el turiano puede quedar bien sujeto, y si se ajusta correctamente resulta lo más apropiado para revelar la belleza de la muchacha.

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