John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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Entonces recordé la inteligencia que se reflejaba en sus ojos, y la seguridad inherente a su carácter, y que nunca la habían cazado antes del trigesimosegundo latido, y que alcanzó la lanza en cuarenta ocasiones. Tenía que ser increíblemente hábil, y su coordinación de movimientos debía ser asombrosa.
Arriesgándolo todo a una sola carta, lancé la boleadora pero su objetivo no era el segundo salto a la izquierda, sino un quiebro inesperado a la derecha después del primer salto a la izquierda, es decir, la primera y sorprendente excepción a la regla del dos-izquierda-uno-derecha. Oí el grito de sorpresa que lanzaba la chica al sentir que las correas de cuero le rodeaban los muslos, las pantorrillas y los tobillos de ambas piernas y convertían las dos extremidades en una sola. Sin apenas reducir la velocidad la sobrepasé e hice girar a mi kaiila. Cuando tuve delante de mí otra vez a la chica, azucé mi montura que volvió a lanzarse a galope tendido. Distinguí por un momento una expresión de sorpresa en el bello rostro de la muchacha, que intentaba mantener el equilibrio con los brazos instintivamente. Los pesos de la boleadora continuaban girando alrededor de sus tobillos, en círculos cada vez más reducidos; en un instante caería al suelo. Sin darle tiempo a hacerlo, la cogí por los cabellos y la eché sobre la silla. Ella apenas había comprendido lo ocurrido, cuando ya era mi prisionera y la kaiila continuaba su furiosa carrera. Ni siquiera me había tomado el tiempo de desmontar. Até a la chica alrededor del pomo, y puede concluir los nudos que la apresaron cuando sólo faltaban uno o dos latidos para que la kaiila llegase al círculo. Una vez allí, lancé a mi presa a los pies del juez.
El juez, lo mismo que la multitud, había enmudecido.
—¡Tiempo! —gritó Kamchak.
El anciano parecía demasiado sorprendido. Era como si no creyese lo que acababa de ver. Apartó la mano del costado de la kaiila.
—¡Tiempo! —insistió Kamchak.
El juez le miró. Finalmente, en un susurro, dijo:
—Diecisiete.
La gente se mantenía en silencio y después, tan imprevisiblemente como el desencadenamiento de una tormenta, todos empezaron a gritar y a aplaudir, entusiasmados.
Kamchak daba golpes en los hombros a Conrad y Albrecht, que parecían muy desalentados.
Miré a Dina de Turia, que devolviéndome con rabia la mirada, empezó a retorcerse y a tirar de los nudos, debatiéndose sobre la hierba.
El juez le permitió hacerlo durante unos treinta segundos, y después inspeccionó las ataduras. Se incorporó sonriente.
—Está bien amarrada —dijo.
Otro grito surgió de los espectadores. Casi todos eran tuchuks, y estaban muy contentos por el resultado de la contienda, pero también los kassars y los dos paravaci y el kataii que la habían presenciado aplaudían entusiasmados. La multitud había enloquecido.
Elizabeth Cardwell daba saltos de alegría y aplaudía.
Miré a Dina que yacía a mis pies, ahora ya sin intentar desembarazarse de las correas.
Saqué la boleadora de sus piernas, y con la quiva corté las correas, con lo que la muchacha pudo incorporarse.
Se quedó de pie frente a mí, vestida de Kajira cubierta, con las muñecas todavía atadas a la espalda.
Até la boleadora a mi silla y dije:
—Por lo visto conservo mi boleadora.
Ella intentó liberar sus muñecas, pero naturalmente no pudo conseguirlo.
Tuvo que quedarse quieta, sin poder hacer nada, frente a mí.
La tomé en mis brazos y recogí mi premio tomándome mi tiempo, y con sincera satisfacción, pues hice lo posible para que ese beso resultara tan sólo el de una esclava a su amo. Fui paciente, porque un beso no me iba a satisfacer, y no deshice mi abrazo hasta que sentí que su cuerpo me admitía involuntariamente, que reconocía mi victoria.
—Amo —me dijo con ojos brillantes, demasiado débil ya para luchar contra las correas que unían sus muñecas.
Con un azote cariñoso la empujé hacia Albrecht, y el kassar, rabiosamente, cortó las últimas correas que ataban a su esclava. Kamchak se reía, y Conrad también, y muchos de los presentes lo hacían. Pero para mi sorpresa vi que Elizabeth Cardwell parecía furiosa. Se había vuelto a abrigar con las pieles, y cuando la miré, ella apartó sus ojos de mí, enfadada.
Me pregunté qué podía ocurrirle.
¿Acaso no la había salvado?
¿No se había nivelado la puntuación entre Kamchak y yo, y la pareja formada por Conrad y Albrecht?
¿Acaso no había acabado el desafío con un resultado que le era favorable?
—Hemos empatado —dijo Kamchak—, y aquí se acaba la apuesta. No hay ganador.
—De acuerdo —dijo Conrad.
—¡No! —dijo Albrecht.
Todos le miramos.
—Lanza y tóspit —dijo.
—El desafío ha terminado —dije.
—No, porque no hay ningún ganador —protestó Albrecht.
—Eso es verdad —dijo Kamchak.
—Tiene que haber un ganador —insistió Albrecht.
—Yo ya he cabalgado bastante por hoy —dijo Kamchak.
—Y yo también —coincidió Conrad—. Venga, volvamos a nuestros carros.
—Te desafío —dijo Albrecht apuntándome con su lanza—. Lanza y tóspit.
—El desafío ha acabado —dije.
—¡La Vara Viviente! —gritó Albrecht.
Kamchak contuvo su aliento.
—¡La Vara Viviente! —gritaron algunos desde la multitud.
Miré a Kamchak. En sus ojos vi que debía aceptar el desafío. Ante estas cuestiones, debía comportarme como un tuchuk.
Aparte del combate armado, la lanza y tóspit con la vara viviente es el deporte más peligroso de los practicados por los Pueblos del Carro.
En este deporte, como ya se habrá sospechado, la esclava de cada uno debe esperar en pie. Esencialmente se trata del mismo deporte que el de la lanza y el tóspit, pero la variante consiste en que el fruto no está sujeto a una vara, sino que es una chica quien lo sujeta con su boca. El más mínimo movimiento para evitar la lanza significa su muerte.
No hace falta decir que bastantes esclavas han resultado heridas en el transcurso de estas crueles competiciones.
—¡Yo no quiero ser su vara! —gritó Elizabeth Cardwell.
—¡Sí lo serás, esclava! —rugió Kamchak.
Elizabeth Cardwell no tuvo más remedio que ocupar su sitio y ponerse de lado con un tóspit delicadamente aguantado entre los dientes.
Por alguna razón no parecía asustada sino más bien incomprensiblemente furiosa. Lo normal habría sido que temblara de puro pánico, pero solamente parecía indignada.
De todos modos se mantuvo firme como una roca y cuando la sobrepasé, la punta de mi lanza había prendido el tóspit pasando a su través.
La muchacha que mordiera el cuello de la kaiila y que había resultado con la pierna herida hizo de vara para Albrecht.
Casi con desdén, el kassar le arrebató el tóspit de su boca con la punta de la lanza.
—Tres puntos para cada uno —anunció el juez.
—Se acabó —le dije a Albrecht—. Hemos vuelto a empatar. No hay ganador.
—¡Habrá un ganador! —gritó sobre su kaiila encabritada— ¡Qué la vara viviente mire a la lanza!
—No cabalgaré —dije.
—¡Reclamo la victoria y la mujer! —gritó Albrecht.
—Serán suyas —dijo el juez— si no cabalgas.
Cabalgaría.
Elizabeth se puso de cara a mí a unos cincuenta metros y se quedó inmóvil.
De entre todas las modalidades de los deportes de ésta es la más difícil. La carga debe realizarse con exquisita ligereza, con la lanza suelta en la mano, sin sujetarla con la correa de retención y permitiendo que el arma se deslice hacia atrás cuando alcanza su objetivo. En ese momento hay que hacer un movimiento a la izquierda para así dejar atrás, si es posible, la vara viviente. Si se hace bien, el espectáculo resultante es de una gran belleza. Si por el contrario el ejercicio no se ejecuta con la delicadeza necesaria, la chica puede resultar malherida o incluso muerta.
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