John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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—Treinta —dijo el juez.

Conrad sonrió.

Tuka, debatiéndose en las correas tanto como podía, intentaba aflojar los nudos. Si lo hubiese conseguido, y todavía más si hubiese liberado una mano o un pie, Conrad habría resultado descalificado.

—Quieta —dijo el juez tras unos instantes, y ella le obedeció. El juez inspeccionó los nudos y después anunció—: Está bien amarrada.

Tuka miró aterrorizada a Kamchak, que se hallaba montado en su kaiila.

—Has corrido bien —le dijo él.

Ella cerró los ojos, casi desvanecida por el alivio.

Viviría.

Un guerrero tuchuk cortó las correas con su quiva, y Tuka, que ahora sólo deseaba salir de aquel círculo, se levantó y corrió al lado de su dueño. En un momento, jadeante y sudorosa, volvía a estar cubierta con sus pieles.

La siguiente muchacha, una kassar que parecía muy ágil, se introdujo en el círculo, y Kamchak desató su boleadora. Me pareció que corría soberbiamente, pero Kamchak, demostrando una vez más su insuperable destreza, la atrapó con facilidad. Lo malo fue que cuando volvía a toda velocidad hacia el círculo del látigo, la chica, que era inteligente, se las arregló para hincar los dientes en el cuello de la kaiila, y el animal se encabritó, aullando y silbando mientras intentaba deshacerse de ella. Kamchak consiguió que soltara el cuello del animal con algunas bofetadas, e hizo retroceder las mandíbulas de la kaiila cuando iban a morder la pierna de la prisionera por tercera vez, pero cuando llegó al círculo el juez había contado treinta y cinco latidos.

Kamchak había perdido.

Cuando soltaron a la muchacha, su pierna seguía sangrando, pero estaba radiante de satisfacción.

—Bien hecho —dijo Albrecht, su dueño, añadiendo con una sonrisa—. Para ser una esclava turiana.

La chica bajó la vista, sonriendo.

Era una mujer valerosa, digna de admiración. Fácilmente se veía que le unía a Albrecht algo más que una simple cadena de esclava.

Obedeciendo a la señal que Kamchak le había hecho, Elizabeth Cardwell penetró en el círculo del látigo.

Estaba asustada. Ella, como yo, había supuesto que Kamchak haría un tiempo mejor que el de Conrad. Si hubiese sido así, incluso si me derrotaba Albrecht, como era de esperar, la puntuación habría resultado muy igualada. Y ahora resultaba que si yo perdía, ella se convertiría en una esclava kassar.

Albrecht sonreía mientras hacía mover su boleadora, como si de un péndulo se tratase, al lado del estribo de la kaiila.

Miró a Elizabeth.

—Corre —dijo de pronto.

Elizabeth Cardwell, descalza, vestida con una piel de larl, empezó su carrera hacia la lanza negra clavada en la distancia.

Quizás había observado con atención la manera de correr de Tuka y de la chica kassar, y había intentado aprender de ellas; pero naturalmente no podía tener la misma experiencia en este cruel deporte de los hombres de los carros que esas muchachas. Así, nunca había aprendido a contar al ritmo del corazón de la kaiila, y eso era algo que las muchachas de los carros hacían durante largas horas bajo la tutela de un maestro que mantenía la cuenta de los latidos mientras ellas cantaban y no decía nada hasta que daban con la cadencia adecuada. Por increíble que parezca, algunas muchachas de los Pueblos del Carro se entrenan exhaustivamente para lograr evadirse de la boleadora; una chica así es de gran valor para su dueño, pues puede utilizarla en sus apuestas. Había oído decir que una de las mejores entre los carros era una esclava kassar, una turiana muy rápida que respondía al nombre de Dina. Había corrido en competiciones reales más de doscientas veces, y casi siempre logrado dificultar y retrasar su regreso al círculo; lo más sorprendente era que había conseguido llegar hasta la misma lanza en cuarenta ocasiones, y eso era algo inaudito.

Cuando el juez cantó el quince, Albrecht, cuya boleadora ya giraba, se lanzó en persecución de Elizabeth Cardwell silenciosamente y a una increíble velocidad. Ella no debía haber calculado bien el ritmo de los latidos de la kaiila, o no conocería suficientemente bien la velocidad de su cabalgadura, y eso era normal si se tenía en cuenta que nunca había observado ese juego desde el poco envidiable punto de vista de la pieza a cazar. El hecho es que cuando se volvió para ver si el jinete había abandonado ya el círculo, se encontró con que éste estaba a su lado. Apenas tuvo tiempo de gritar: la boleadora había aprisionado sus piernas, y caía sobre el césped. Apenas habrían pasado cinco o seis latidos más, cuando Elizabeth, con las muñecas atadas cruelmente a los tobillos, volvía al interior del círculo y quedaba tendida a los pies del juez.

—¡Veinticinco! —anunció el anciano.

Una ovación se levantó desde la multitud, que aunque estaba compuesta en su mayoría por tuchuks, siempre disfrutaba con una buena marca, y ésta era espléndida.

Elizabeth lloraba, y al tiempo tiraba y se debatía entre las correas que la sujetaban, con desesperación, intentando aflojar algún nudo. Era inútil.

El juez inspeccionó las ataduras.

—Está bien amarrada —dijo.

Elizabeth sollozó.

—Alégrate, pequeña bárbara —dijo Albrecht—. Esta noche bailarás la Danza de la Cadena para los guerreros kassar, y te vestirás con la Seda del Placer.

La chica volvió la cabeza a un lado, estremeciéndose entre las correas. De su boca escapó un grito de desesperación.

—Estáte callada —dijo Kamchak.

Elizabeth obedeció, y luchando contra las lágrimas se resignó a permanecer quieta, esperando que alguien la liberara.

Corté las correas de sus muñecas y tobillos.

—Lo he intentado —me dijo, mirándome con lágrimas en los ojos—. Lo he intentado.

—Algunas muchachas han corrido ante la boleadora más de cien veces, y se entrenan para hacerlo.

—¿Te das por vencido? —preguntó Conrad a Kamchak.

—No, mi segundo jinete debe cabalgar.

—Ni siquiera pertenece a los Pueblos del Carro —dijo.

—Lo mismo da —respondió Kamchak—. Cabalgará.

—No podrá hacerlo en menos de veinticinco latidos —dijo Conrad.

Kamchak se encogió de hombros. Yo era el primero en saber que veinticinco latidos era una muy buena marca. Albrecht era un buen jinete, y poseía una gran habilidad. Esta vez, además, había contado con una presa que no era más que una pequeña esclava bárbara que nunca se había entrenado, y lo que es más, que nunca había corrido ante la boleadora.

—Al círculo —ordenó Albrecht a la otra muchacha.

Era una belleza.

Corrió hacia el círculo rápidamente, con la cabeza echada hacia atrás y respirando con profundidad.

Por su aspecto parecía una chica inteligente.

De pelo moreno.

Me llamaron la atención sus tobillos, que eran de complexión algo más fuerte de lo que se considera deseable para una esclava. Deduje que aquellos tobillos habían soportado el peso de ese cuerpo durante muchos giros rápidos, durante muchos saltos.

Deseé haberla visto correr anteriormente. Muchas chicas tienen una pauta para correr, un truco que se puede descubrir después de verlas actuar en varias ocasiones. No es nada fácil conseguirlo, pero se pueden prever los movimientos hasta cierto punto. Probablemente sea el resultado de la deducción de su manera de pensar por medio de su manera de correr; el paso siguiente consiste en pensar, o procurar hacerlo, como la chica, y conjugar este pensamiento con el movimiento de la boleadora para alcanzarla. La esclava se hallaba ahora respirando profunda y regularmente. Antes de que entrara en el círculo había visto que se movía y que corría un poco para desentumecer los músculos de las piernas y acelerar la circulación de la sangre.

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