John Norman - Los nómadas de Gor

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Yo respiré aliviado.

—¿Qué quieres a cambio de tu pequeña bárbara? —le preguntó el guerrero a Kamchak, después de haber llegado hasta su lado.

—No está en venta —dijo Kamchak.

—¿Apostarías algo por ella? —insistió el jinete.

Su nombre era Albrecht de los kassars, y formaba pareja con Conrad de los kassars en contra nuestra.

El corazón me dio un vuelco.

Los ojos de Kamchak se encendieron. Era un tuchuk.

—¿Cuáles son tus términos? —preguntó.

—Si yo gano la competición, me quedo con tu bárbara —dijo Albrecht. Y luego, señalando a dos muchachas de su propiedad que se hallaban a su izquierda, vestidas de pieles, añadió—: Si tú ganas te quedas con estas dos.

Esas esclavas no eran bárbaras, sino turianas. Ambas eran encantadoras, y sin duda alguna estaban plenamente capacitadas para complacer los gustos de los guerreros de los carros.

Conrad, al oír los términos del desafío propuesto por su amigo resopló burlonamente.

—¡No, Conrad! —gritó Albrecht—. ¡Te aseguro que hablo en serio!

—¡De acuerdo! —gritó Kamchak.

Teníamos a unos cuantos niños, hombres y esclavas como espectadores. Tan pronto como Kamchak mostró su acuerdo con la proposición de Albrecht, los niños y algunas esclavas corrieron hacia los carros gritando alegremente:

—¡Desafío! ¡Desafío!

Para mi desesperación, muy pronto un gran número de hombres y mujeres tuchuks, así como sus esclavos y esclavas, empezaron a reunirse en aquel campo de césped. Todo el mundo estaba al corriente ya de los términos de la apuesta. Entre la multitud, aparte de los tuchuks y sus esclavos, había también algunos kassars, un paravaci o dos, e incluso un kataii. Las esclavas que había entre la gente parecían particularmente excitadas. Se oía cómo la gente hacía apuestas. A los tuchuks no les desagrada el juego, y no se puede decir que sean una excepción entre los goreanos. Lo que sí es excepcional es lo que llega a apostar un tuchuk: todos sus boskos pueden cambiar de dueño sólo por el resultado de una carrera de kaiilas, o doce esclavas pueden pasar a otras manos sólo por la dirección que va a tomar un pájaro al volar o por el número de semillas que habrá en un tóspit.

Las dos muchachas de Albrecht esperaban en pie a un lado. Aunque procuraban no revelar su satisfacción, sus ojos brillaban. Otras las contemplaban desde la multitud con expresión de envidia. Para una muchacha goreana constituye un gran honor ser un premio en una apuesta. Sorprendentemente, Elizabeth Cardwell también parecía muy satisfecha con todo el asunto, y yo no entendía muy bien por qué. Vino hacia donde me encontraba con mi kaiila y miró hacia arriba.

—¡Vas a ganar! —me dijo de puntillas, aupándose en los estribos.

Me habría gustado estar tan seguro como ella.

Yo era el segundo jinete de Kamchak, del mismo modo que Albrecht lo era de Conrad, el de los Kassars, el Pueblo Sangriento.

Ser el primer jinete implica una prioridad honorífica, pero los puntos son los mismos para cualquiera de los dos, y dependen exclusivamente del éxito de su actuación. El primer jinete es, como ya se puede suponer, el de más probada habilidad, el de mayor experiencia.

En la hora que siguió me alegré mucho de haber pasado la mayor parte del tiempo durante los últimos meses, cuando el cuidado de los boskos de Kamchak nos lo permitía, aprendiendo el manejo de las armas de los tuchuks, tanto las de caza como las de guerra. Kamchak era el mejor instructor que podía desear un guerrero por su gran habilidad y experiencia, y desinteresadamente supervisaba mis prácticas durante horas, a veces hasta que anochecía y ya no se podía distinguir nada. Así aprendía a manejar armas tan eficaces como la lanza, la quiva y la boleadora y también la cuerda y el arco. Se trataba del arco pequeño que se utiliza desde la silla de la kaiila, de menor alcance y potencia que el arco largo goreano, o que la ballesta; aun así, a corto alcance era una arma temible, sobre todo si se disparaba fuerte y rápido, flecha tras flecha. De todos modos, quizás me gustaba más el cuchillo de silla equilibrado, la quiva; mide unos treinta centímetros, y tiene doble filo. Se usa como si se tratara de una daga, y creo que adquirí bastante habilidad en su manejo. A doce metros podía partir un tóspit que alguien hubiera lanzado. A treinta metros podía acertar a un disco de cuero de bosko de diez centímetros de anchura, colocado en la punta de una lanza clavada en el suelo.

Kamchak estaba contento con los resultados de mi aprendizaje.

Y yo, naturalmente, también lo estaba.

De todos modos, aunque hubiese adquirido destreza en el manejo de todas esas armas, en esas competiciones tienen que utilizarse todos los recursos, y debe hacerse al máximo.

A medida que iba pasando el día se iban acumulando los puntos, pero para entusiasmar todavía más a la multitud que nos contemplaba, la cabeza de la competición cambiaba continuamente, y tan pronto ganábamos Kamchak y yo, como lo hacían Conrad y Albrecht.

Entre los espectadores, montada sobre su kaiila, pude distinguir a Hereena, aquella muchacha del Primer Carro a la que había visto a mi llegada al campamento de los tuchuks, cuando estuvo a punto de pateamos con su montura a Kamchak y a mí. Era una chica nerviosa y activa, muy orgullosa, y su anillo de nariz de oro, que contrastaba con su piel morena y sus ojos negros y brillantes, no hacía disminuir su belleza, que de tan considerable era insolente. Pertenecía a una clase de mujeres a las que desde la infancia se les consienten y alientan todos los caprichos, contrariamente a lo común en la educación de las demás mujeres tuchuks. Así, según me había contado Kamchak, pueden convertirse en premios adecuados para los juegos de la Guerra del Amor. Los guerreros turianos, me había dicho, gustan mucho de estas mujeres, de las bravas muchachas de los carros. Un hombre joven, rubio, de ojos azules y sin cicatrices que le marcaran la cara, se había visto empujado por la multitud y había chocado con el estribo de la amazona. Ella le azotó por dos veces con la fusta de cuero que tenía en la mano. Fueron dos golpes rápidos, violentos, y la sangre brotó por la parte del cuello cercana al hombro del chico.

—¡Esclavo! —silbó la chica.

—No soy ningún esclavo —respondió él mirándola furioso desde el suelo—. Soy un tuchuk.

—¡Esclavo turiano! —repetía ella entre risas de desdén— ¡Apuesto a que bajo estas pieles que llevas se esconde un Kes!

—¡Soy tuchuk! —exclamó el joven apartando con rabia la mirada.

Kamchak me había hablado de ese joven. Entre las gentes de los carros no se le daba la más mínima importancia, y se le despreciaba. Trabajaba en lo que podía, y ayudaba en las tareas del bosko por un pedazo de carne. Se llamaba Harold, lo cual no es un nombre tuchuk, ni un nombre corriente entre los Pueblos del Carro. Se parece, eso sí, a algunos nombres kassar, pero su verdadera procedencia hay que buscarla en Inglaterra. De allí había venido un antepasado y su nombre había pasado de generación en generación durante quizás más de mil años. El primer Harold de Gor fue probablemente un hombre traído por los Reyes Sacerdotes a este planeta en una época que debía corresponder a la baja Edad Media de la Tierra. Por lo que sabía, los Viajes de Adquisición habían empezado incluso mucho antes. Al hablar en una ocasión con ese muchacho, averigüé que era realmente goreano, y que lo mismo se podía decir de sus antepasados, y de los antepasados de sus antepasados, que hasta donde la memoria llegaba habían pertenecido a los Pueblos del Carro. Saberlo me procuró una gran satisfacción. Su problema, que quizás explicaba por qué no lucía todavía en su rostro la Cicatriz del Coraje de los tuchuks, era haber caído en manos de invasores turianos en su infancia. Por esta razón había pasado varios años en la ciudad, pero cuando llegó a la adolescencia, y con gran riesgo de su vida, escapó de la ciudad y atravesó las llanuras topándose en el camino con enormes dificultades, pero las superó y encontró a su pueblo. Con gran decepción, vio que no le aceptaban, pues lo veían antes como a un turiano que como a un tuchuk. Sus parientes, y sus padres entre ellos, habían sido asesinados durante el ataque turiano en el que le capturaron, por lo que no tenía familia. Afortunadamente, un Conservador de Años se había acordado de su familia, lo que le salvó de la muerte y le permitió quedarse entre los tuchuks. Pero no tenía carro propio, ni boskos. Ni siquiera poseía una kaiila. Se había procurado armas recogiendo las que los demás desechaban, y con ellas practicaba en soledad. De todas maneras, ninguno de los que organizaban ataques a las caravanas enemigas o incursiones contra las ciudades y sus alrededores, ninguno de los que llevaban a cabo venganzas contra los vecinos a causa del siempre delicado asunto del robo de boskos, ninguno de ellos contaba nunca con él para incluirlo en las partidas. Ya les había demostrado su habilidad con las armas, y les había parecido satisfactoria, pero finalmente se habían reído de él.

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