John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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¿Por qué motivo, pensaba, iba a visitar Kamchak la ciudad de Turia en primavera?

Sospechaba que era un hombre de importancia entre los Pueblos del Carro.

Quizá debería llevar a cabo alguna negociación, posiblemente relacionada con los llamados juegos de la Guerra del Amor, o con el comercio.

Para mi sorpresa me enteré de que en ocasiones comerciaban con Turia. Eso había avivado mis esperanzas de acercarme a esa ciudad en un plazo corto de tiempo. Luego se vio que mis esperanzas eran infundadas, aunque no las perdí por completo.

Por muy enemigos de Turia que sean, los Pueblos del Carro necesitan y desean sus mercancías, sobre todo los metales y los tejidos, que se cotizan muchísimo en los campamentos. Tanto es así, que incluso las cadenas y los collares de las esclavas, cadenas y collares que muchas veces llevan las mismas turianas cautivas, son de origen turiano. Los habitantes de esa ciudad, por otro lado, toman a cambio de sus mercancías (provenientes de sus propias fábricas o del comercio con otras ciudades) principalmente pieles y cuernos de bosko, materiales que naturalmente abundan entre los Pueblos del Carro, ya que viven del bosko. Pude comprobar que los turianos también obtienen otros artículos de su comercio con los Pueblos del Carro. Al ser éstos tan amantes de las correrías, disponen de botines obtenidos en ataques a caravanas que avanzan quizás a más de un millar de pasangs de las manadas, o sobre las que caen por casualidad en su camino hacia Turia, o cuando vuelven de esta ciudad. La cuestión es que con estos asaltos los Pueblos del Carro se apoderan de un número considerable de artículos que están muy dispuestos a trocar con los turianos: joyas, metales preciosos, especias, sales de mesa coloreadas, arneses y sillas para los grandes tharlariones, pieles de pequeños animales de río, aperos, rollos de pergamino eruditos, tintas y papeles, tubérculos, pescado ahumado, polvos medicinales, ungüentos, perfumes y mujeres. En lo que respecta a estas últimas, normalmente se deshacen de aquellas que no tienen atractivo. Las muchachas bonitas, para su desesperación, muy difícilmente se verán libres de los Pueblos del Carro. A veces se puede llegar a cambiar a una mujer poco atractiva por una simple copa de bronce; una muchacha realmente bonita, en cambio, particularmente si es nacida libre y de alta alcurnia, puede llegar a valer cuarenta piezas de oro. De todos modos es muy raro que las vendan, porque para los Pueblos del Carro no hay nada como disfrutar de los servicios de una esclava civilizada de gran belleza y de casta alta. Durante el día, entre la polvareda y el calor, esas muchachas se encargarán del carro, y reunirán combustible para las hogueras de excremento. Por la noche complacerán a sus amos. En ocasiones, los Pueblos del Carro están dispuestos incluso a comerciar con la seda, pero lo habitual es que se la guarden para sus propias esclavas, quienes la visten en la intimidad de los carros. A las mujeres libres de esos pueblos no les está permitido vestir seda, pues se dice, y a mí me parece un comentario muy gracioso, que si a una mujer le gusta sentir la seda sobre su piel es señal de que en el fondo de su corazón y de su sangre es una esclava, aunque nunca un amo la haya forzado a llevar el collar. Se podría añadir que hay dos artículos que los Pueblos del Carro no venden a los turianos: el primero es el bosko vivo, y el segundo las muchachas provenientes de la misma ciudad, aunque bien es verdad que a veces dejan a éstas para que “corran a la ciudad”, como se suele decir; en realidad no se trata más que de un deporte para los hombres jóvenes que salen en su persecución montados en sus kaiilas y las capturan con boleadoras y correas.

El invierno cayó violentamente sobre las manadas antes de lo previsto. Pronto se produjeron las fuertes nevadas, y los largos vientos, que a veces han barrido hasta doscientos cincuenta pasangs de llanura, empezaron a soplar. La nieve cubrió la hierba que ya estaba seca y quebradiza, y las manadas se dividieron en mil fragmentos, cada una con sus propios jinetes, extendiéndose por la llanura. Los boskos piafaban la nieve, la olfateaban, y levantaban la hierba para luego masticarla, aunque ya estaba helada, seca y no tenía ningún valor nutritivo. Los animales empezaron a morir, y los cantos fúnebres de las mujeres, que lloraban como si los carros se incendiaran y los turianos hubiesen entrado a degüello, se esparcieron por todas aquellas tierras. Las gentes de los carros, ya fueran esclavos o personas libres, empezaron a cavar en la nieve para encontrar aunque solamente fuera un puñado de hierba con el que alimentar a sus animales. Tuvieron que abandonar algunos carros en medio de la llanura, pues no había tiempo de enganchar boskos de refresco a las varas, y era absolutamente necesario que las manadas continuaran avanzando.

Finalmente, diecisiete días después de las primeras nieves, la avanzadilla de las manadas empezó a alcanzar sus pastos de invierno. Eso sucedía muy al norte ya de Turia, y seguíamos acercándonos al ecuador desde el sur. La nieve se convertía en una escarcha helada que se fundía con el sol de la tarde, y la hierba era fresca y nutritiva. Mucho más al norte, a unos cien pasangs más, ya no encontramos nieve. Todo el mundo cantaba, y se reiniciaron las danzas en torno a los fuegos de excremento de bosko.

—El bosko está seguro —había dicho Kamchak.

Había visto cómo feroces guerreros bajaban de sus kaiilas y de rodillas, con lágrimas en los ojos, besaban la hierba verde y fresca.

—¡El bosko está seguro! —gritaban.

Y este grito lo repetían las mujeres, y corría de carro en carro.

—¡El bosko está seguro!

Ese año, quizás porque era el Año del Presagio, los Pueblos del Carro no avanzaron más al norte de lo estrictamente necesario para asegurarse del bienestar de las manadas. De hecho, ni siquiera cruzaron el Cartius occidental, que está lejos de las ciudades y que acostumbran a pasar, pues tanto los boskos como las kaiilas saben nadar, y los carros pueden flotar. Era el Año del Presagio, y aparentemente no convenía arriesgarse a entrar en guerra con pueblos lejanos, en particular con ciudades como Ar, cuyos guerreros han adiestrado a los tarns y podrían ocasionar grandes pérdidas en las manadas y carros desde el aire.

La Invernada no era desagradable, aunque incluso estando tan al norte los días y las noches eran a menudo bastante fríos. Tanto las gentes de los carros como sus esclavos se abrigaban con ropas de cuero y pieles durante este tiempo. Hombres y mujeres, esclavos o libres, llevaban botas y pantalones de pieles, abrigos y gorros provistos de orejeras que se ataban por debajo de la barbilla. En esa época a veces era difícil distinguir a las mujeres libres de las esclavas, y tenía uno que fijarse en el pelo: si lo llevaban suelto era una de estas últimas. En otros casos, naturalmente, se distinguía el collar turiano, sobre todo si lo llevaban por fuera del abrigo, normalmente bajo el cuello de pieles. Los hombres también vestían de manera similar, ya se tratase de hombres libres o de esclavos, aunque estos últimos, los Kajirus, llevan grilletes unidos por una cadena de unos treinta centímetros.

Montado en mi kaiila, empuñando mi lanza negra y con el cuerpo inclinado hacia delante pasé velozmente por el lado de una vara de madera fijada en el suelo, en cuyo extremo se había colocado un tóspit seco. El tóspit es un fruto semejante al melocotón, pequeño, arrugado, de un color amarillo blanquecino, del tamaño de una ciruela, que crece en unos matorrales que se cultivan en los valles más secos del Cartius occidental. Es amargo, pero comestible.

—¡Bien hecho! —gritó Kamchak al ver que había atravesado el tóspit con mi lanza. La verdad era que no sólo lo había atravesado, sino que además el fruto se había desplazado por el asta, y habría vuelto a salir por detrás de la lanza si mi mano, rodeada por la correa de empuñar, no hubiese interrumpido su trayecto.

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