John Norman - Los nómadas de Gor

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Su cabeza y hombros cayeron hacia adelante en un gesto conmovedor. Se oyó el ruido de los eslabones de la cadena, y aunque seguía de rodillas, su cabeza tocó la piel del larl. Su espalda y sus hombros temblaban, se agitaban.

Por lo que podía saber, no creía que existiese una razón particular para que Elizabeth Cardwell, y no cualquier otra de las incontables personas que habitan la Tierra, fuera la elegida para llevar el collar del mensaje. Quizás había una única razón: era del tipo que les convenía y además, bellísima, con lo que se convertía en la portadora apropiada del collar. Ella misma constituía un regalo apreciado por los tuchuks, y así quizás lograría encontrar una mejor disposición hacia el mensaje que portaba.

No había muchas diferencias entre la señorita Cardwell y miles y miles de encantadoras empleadas de las grandes ciudades de la Tierra. Quizás fuese más inteligente que muchas, y quizás también más bella, pero esencialmente era como las demás chicas que viven solas o juntas en un apartamento, trabajan en oficinas, estudios y tiendas, y se ganan la vida como pueden en una ciudad elegante y llena de riquezas y placeres que difícilmente podrían comprar. Lo que le había ocurrido a Elizabeth Cardwell podía haberle ocurrido a cualquiera de ellas, suponía.

Ella recordaba que aquel día se había levantado, lavado y vestido para luego tomar rápidamente el desayuno y bajar en ascensor desde su apartamento a la calle tomando el metro, y llegado al trabajo: la rutina matinal de una joven secretaria empleada en una de las mayores agencias de publicidad de Madison Avenue. Recordaba también que estaba muy nerviosa, porque iba a mantener una entrevista de cuyo resultado dependía que pasase a ser secretaria adjunta del director del departamento artístico. Así que se había pintado los labios, dado un retoque al dobladillo de su vestido y entrado en el despacho del director con la libreta de notas en la mano.

Con él se encontraba un hombre alto y de apariencia extraña, de anchos hombros, grandes manos y cara grisácea. Sus ojos eran como de hielo, y la habían asustado. El hombre llevaba un traje de buena tela confeccionado por algún sastre muy bien seleccionado, pero había algo que revelaba que no era una persona acostumbrada a ir vestida así. Fue él quien habló, en lugar del director del departamento, al que conocía por haberle visto a menudo. No le había permitido tomar asiento. Al contrario, le ordenó que se pusiese más erguida. Se sentía furiosa, pero, obedeciéndole, había adoptado una postura rígida e insolente. Los ojos del hombre miraban sus tobillos, y sus pantorrillas; ella había sido consciente de que su postura ante él y el vestido amarillo de tejido Oxford no hacían más que revelar sus muslos, la delgadez de su vientre y su esbelta figura. El hombre, que seguía observándola detalladamente, había dicho:

—Levante la cabeza.

Y ella le había obedecido, alzando la barbilla para que su exquisita cabeza se distinguiera sobre el delicado y aristocrático cuello.

El hombre se puso a sus espaldas.

Ella se había vuelto, indignada.

—No hable —le había dicho el hombre.

Los dedos, de la chica apretaban hasta empalidecer la libreta y el lápiz, tal era la rabia que sentía.

El hombre había señalado el otro extremo de la habitación.

—Camine hacia allí, y luego vuelva.

—No voy a hacerlo —había respondido.

—¡Ahora! —dijo el hombre.

Elizabeth, casi con lágrimas en los ojos, había mirado al director de departamento, pero no vio en él al hombre que conocía, sino a otro desprovisto de voluntad, distante y sudoroso. Una nulidad que le decía apresuradamente:

—Por favor, señorita Cardwell, haga lo que le dice.

Elizabeth se puso frente a ese hombre extraño y delgado. Su respiración se había acelerado y sentía en su mano sudorosa la presión del lápiz, hasta que finalmente se rompió.

—¡Ahora! —había vuelto a decir el hombre.

Al mirarlo, la chica había tenido la extraña sensación de que ese hombre había evaluado y juzgado a otras mujeres en múltiples ocasiones, para uno u otro propósito.

Eso la enfureció.

En ese momento le pareció un desafío, y quería aceptarlo. Iba a mostrarle cómo era una verdadera mujer, y se iba a permitir ser femenina hasta la insolencia. Sí, con su manera de caminar iba a expresarle el sentimiento de desprecio y repulsa que le inspiraba.

Después abandonaría aquel despacho para ir directamente a la oficina de personal y presentar su dimisión.

—Muy bien —había dicho echando atrás la cabeza.

Y empezó a caminar con orgullo, con rabia, hasta el otro extremo de la estancia, en donde se volvió para mirar al hombre y acercarse a él, con una expresión de desafío en sus ojos, y con una sonrisa de desprecio dibujándose en sus labios. Incluso pudo oír cómo tragaba saliva el director del departamento, pero eso no le hizo desviar la mirada de los ojos de aquel hombre extraño y delgado.

—¿Está usted satisfecho? —había preguntado con calma, pero ácidamente.

—Sí —le había respondido el hombre.

Lo único que recordaba tras esta escena era que se había dado la vuelta para empezar a caminar hacía la puerta, y que de pronto sintió un olor peculiar y penetrante que parecía rodearle la cara y la cabeza.

Cuando despertó, se encontraba en las Llanuras de Gor. Estaba vestida exactamente igual que la mañana en la que había ido a trabajar, a excepción de ese collar de cuero que le aprisionaba el cuello. Elizabeth había gritado y empezado a caminar sin rumbo fijo. Finalmente, después de unas cuantas horas de desorientación, aterrorizada, hambrienta, había visto a través de aquellas hierbas altas y marrones a dos jinetes montados en extrañas y rápidas bestias. Ellos también la habían visto. Les llamó. Los jinetes se aproximaron cautelosamente, dando un gran rodeo, como si examinaran la vegetación en busca de algún enemigo, de alguien que la acompañara.

—Soy Elizabeth Cardwell —les había gritado—. Vivo en Nueva York. ¿Qué sitio es éste? ¿Dónde estoy?

Y cuando se acercaron más había podido ver sus caras, y aquellas cicatrices. Y se había puesto a gritar.

—Posición —dijo Kamchak.

—Ponte como estabas antes —le dije rápidamente a la chica.

Aterrorizada, levantó inmediatamente la espalda, alzó la cabeza y puso las rodillas en la posición adecuada. Volvía a estar ante nosotros arrodillada, en la posición de la esclava de placer.

—El collar es turiano —dijo Kamchak.

Kutaituchik asintió.

Para mí, eso constituía una novedad, y le di la bienvenida, porque significaba que probablemente la respuesta a por lo menos una parte del misterio al que me enfrentaba estaba en la ciudad de Turia.

Pero, ¿cómo era posible que Elizabeth Cardwell, de la Tierra, llevara un collar de mensaje turiano?

Kamchak extrajo la quiva de su cinto y se aproximó a la chica. Ella le miraba con ojos desorbitados, inclinándose hacia atrás.

—No te muevas —le dije.

Kamchak puso la hoja de la quiva entre su cuello y el collar. Luego, de un solo gesto, hizo que éste cayera.

La parte del cuello de la chica que había sufrido la presión del cuero estaba sudorosa y amoratada.

Kamchak volvió a sentarse en el mismo lugar con las piernas cruzadas, y puso el collar en la alfombra que tenía ante sí.

Kutaituchik y yo observamos cómo extendía con sumo cuidado el collar sujetándolo por sus dos extremos. Del interior extrajo un pedazo de papel fino y doblado. Era de esa clase de papel fabricado con las fibras de rence, una planta alta, de largo tallo y muy frondosa que crece predominantemente en el delta del Vosk. Ese papel por sí solo no significa nada, pero me vino a la cabeza la imagen de Puerto Kar, el maligno y escuálido Puerto Kar, que reivindica su soberanía sobre el delta y exige crueles tributos a los cultivadores de rence: grandes cantidades de papel para comerciar con él, muchachos para destinarlos a los remos de sus galeras de carga, y muchachas para convertirlas en esclavas de placer en las tabernas de la ciudad. De hecho, había pensado que ese mensaje estaría escrito en brillante y fuerte papel de lino, como el que se fabrica en Ar, o en vitela y pergamino, del tipo que se usa en muchas ciudades: normalmente se hacen rollos con este material, y su proceso de fabricación incluye, entre otras cosas, un cuidadoso lavado y encalado de las pieles, que luego se raspan y se tensan, para finalmente espolvorearlas con tiza y pulirlas con piedra pómez.

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