John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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La chica intentaba hablar:

—Me llamo Elizabeth Cardwell —dijo—. Soy una ciudadana de los Estados Unidos. Vivo en Nueva York.

Kamchak miró con expresión confundida a los dos jinetes, que no estaban menos perplejos.

—Es una bárbara —dijo uno de ellos—. No sabe hablar en goreano.

Lo que yo debía hacer, imaginaba, era permanecer en silencio.

—¡Estáis completamente locos! —gritó la chica tirando de las correas que le sujetaban las muñecas—. ¿Entendéis? ¡Locos!

Los tuchuks y los demás se miraban unos a otros, sorprendidos.

Yo no abrí la boca.

Era asombroso que una mujer aparentemente terrestre, que hablaba inglés, cayese en manos de los tuchuks en ese justo momento, cuando yo me encontraba entre ellos con la esperanza de encontrar lo que suponía que era una esfera dorada, el huevo, para devolvérselo a los Reyes Sacerdotes y así salvar a su raza. ¿Habrían sido los mismos Reyes Sacerdotes quienes habían traído a esa muchacha a este mundo? ¿Acaso era ella la última víctima de uno de los Viajes de Adquisición que realizaban? No podía entenderlo, pues suponía que habían dejado de emprender esos viajes con motivo de la reciente guerra subterránea de los Reyes Sacerdotes. ¿Los habrían reanudado? Era evidente que esa chica no llevaba demasiado tiempo en Gor, quizá no llevaba más que unas horas. Y si era cierto que los Viajes de Adquisición se habían reanudado, ¿por qué? Pero, ¿habían sido realmente los Reyes Sacerdotes quienes la habían traído a Gor? ¿No habrían sido otros, llevados por alguna razón desconocida? ¿No sería que la enviaban a los tuchuks, que la habían dejado perdida en la llanura para que sus avanzadillas la encontraran inevitablemente, con algún propósito en concreto? Y si era así, ¿con qué propósito o propósitos? ¿O quizás se trataba solamente de algún fantástico accidente o de una coincidencia? No, algo me decía que la llegada de esa chica no era ninguna casualidad.

De pronto, la chica echó atrás la cabeza y empezó a gritar histéricamente:

—¡Estoy loca! ¡Me he vuelto loca! ¡Me he vuelto loca!

No pude soportarlo más, era un espectáculo demasiado patético. Hice caso omiso de lo que me aconsejaba la prudencia y le hablé:

—No, no estás loca.

Los ojos de la chica me contemplaban. Apenas podía creer lo que acababa de oír.

Los tuchuks y los otros, como un solo hombre, se giraron para mirarme.

Me volví hacia Kamchak, y en goreano le dije:

—Puedo entenderla.

—¡Habla en su lengua! —gritó a la multitud uno de los jinetes mientras me señalaba.

Un murmullo de expectación se levantó en la multitud.

Fue entonces cuando pensé que podían haber enviado a la chica con este propósito: para señalarme como el único hombre entre los tuchuks, como el único entre miles y miles presentes en los carros, capaz de entenderla y de hablar con ella. Era una manera de identificarme, de marcarme.

—Excelente —me dijo Kamchak sonriendo.

—¡Por favor! —gritó la chica—. ¡Ayúdeme!

—Dile que permanezca callada —me indicó Kamchak.

Así lo hice, y la chica me miró, sorprendida, pero no dijo nada.

Descubrí que me había convertido en un intérprete.

Kamchak se había acercado a la chica y tocaba con curiosidad su ropa amarilla. Después, de un solo movimiento, la despojó de ella.

La chica gritó.

—Calla —le dije.

Sabía lo que iba a ocurrir ahora, y era lo mismo que habría ocurrido en cualquier ciudad, o camino, o sendero de Gor. Era una hembra cautiva, y en tal condición debía someterse al juicio de quienes la habían capturado. Además, era necesario inspeccionarla, pues quizás entre sus ropas escondía alguna daga o alguna aguja envenenada, como era frecuente que ocurriera con las mujeres libres.

Se oyeron murmullos de interés procedentes de la multitud cuando quedaron al descubierto aquellas prendas tan desconocidas que hasta entonces habían quedado ocultas por el vestido amarillo.

—¡Por favor! —susurró la chica volviéndose hacia mí.

—Estáte callada —advertí.

Kamchak procedió entonces a quitarle el resto de la ropa, y ni siquiera perdonó los jirones de las medias de nilón que colgaban alrededor de los tobillos.

Un rumor de aprobación se alzó entre la multitud. Ni las mismas bellezas goreanas esclavizadas pudieron reprimir una exclamación de asombro.

Decididamente, pensé, Elizabeth Cardwell se cotizaría a un precio muy alto.

La lanza, que le sujetaba el cuello, le impedía moverse, y sus muñecas seguían atadas por la espalda. Aparte de las correas, lo único que le cubría alguna parte del cuerpo era el collar que le apresaba el cuello.

Kamchak recogió las prendas que se hallaban esparcidas por el suelo alrededor de la chica. También tomó los zapatos, y con todo ello hizo un sucio ovillo que lanzó a una mujer que estaba cerca.

—Quémalo —ordenó.

La chica atada a la lanza miraba con desesperación cómo la mujer se llevaba sus ropas, que era todo lo que le quedaba de su antiguo mundo, hacia un fuego de cocina encendido unos metros más allá, cerca del final de los carros.

La multitud había abierto un pasillo para dejar pasar a la mujer, y la muchacha vio cómo lanzaba sus ropas al fuego.

—¡No! ¡No! —gritó—. ¡No!

Y después intentó liberarse una vez más.

—Dile —me indicó Kamchak— que tiene que aprender goreano pronto. Dile que si no lo hace la mataremos.

Traduje esta advertencia a la chica.

—Dígales que me llamo Elizabeth Cardwell —me pidió ella—. No sé dónde estoy, ni cómo he podido llegar aquí. Solamente quiero volver a mi país, soy una ciudadana de los Estados Unidos, vivo en Nueva York. ¡Llévenme allí, por favor! ¡Les pagaré lo que quieran, lo que quieran!

—Dile —repitió Kamchak— que tiene que aprender goreano deprisa, y que si no lo hace la mataremos.

Volví a traducírselo.

—¡Les pagaré lo que sea! ¡Lo que sea!

—No tienes nada —le indiqué, haciendo que se ruborizara—. Además, no disponemos de los medios necesarios para devolverte a tu casa.

—¿Por qué no? —preguntó.

—¿Acaso no has notado ninguna diferencia en la gravedad? ¿No te has dado cuenta de lo diferente que es el sol?

—¡No es verdad! —gritó.

—No estamos en la Tierra. Estamos en Gor. Es otra Tierra, si quieres, pero no la tuya.

La miré fijamente. Tenía que entenderlo. Añadí:

—Estás en otro planeta.

Ella cerró los ojos y gimió.

—Lo sé —dijo—. Lo sé, lo sé. Pero, ¿cómo? ¿Cómo? ¿Cómo es posible?

—No tengo respuesta para tu pregunta.

No le dije que yo, por razones personales, también estaba profundamente interesado en saber cómo había llegado hasta allí.

Kamchak parecía impacientarse.

—¿Qué está diciendo? —preguntó.

—Está algo preocupada, como es normal. Quiere volver a su ciudad.

—¿Cuál es su ciudad? —preguntó Kamchak.

—Se llama Nueva York —respondí.

—Nunca la he oído nombrar.

—Está muy lejos.

—¿Cómo puede ser que hables como ella?

—Hace tiempo viví en tierras en las que se habla su lengua.

—¿Hay hierba para el bosko en esas tierras?

—Sí —respondí—, pero están muy lejos.

—¿Más lejos incluso que Thentis?

—Sí.

—¿Más lejos incluso que las islas de Cos y de Tyros?

—Sí.

Kamchak lanzó un silbido.

—¡Eso sí que es lejos! —exclamó sonriéndome.

Uno de los guerreros montados en las kaiilas habló:

—Estaba sola. Buscamos, pero no había nadie, sólo ella.

Kamchak me miró, y luego posó su mirada en la chica.

—¿Estabas sola? —pregunté.

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