John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—Si —me dijo sin borrar la sonrisa—, bien hecho.
Me dirigí hacia él y apoyé la punta de mi espada goreana corta sobre su corazón.
No se echó atrás.
—Soy Tarl Cabot —dije—. Vengo en son de paz.
Acto seguido, enfundé de nuevo mi espada.
Por un momento parecía que el tuchuk se había quedado demasiado sorprendido para reaccionar. Me miró sin dar crédito a sus ojos y después, súbitamente, echó atrás la cabeza y empezó a soltar risotadas hasta que le corrieron las lágrimas por la cara. Se dobló hacia delante y se golpeó las rodillas con los puños. Finalmente se incorporó y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
Yo me encogí de hombros.
De pronto, el tuchuk se agachó para recoger un puñado de tierra y hierba, de la hierba que le sirve de alimento al bosko, de la tierra que es la Tierra de los Tuchuks. Puso esa tierra y esa hierba entre mis manos, y yo acepté su ofrenda.
El guerrero me sonrió y puso su mano sobre las mías. Nuestras manos cobijaban en su unión un puñado de tierra y de hierba.
—Sí —dijo el guerrero—. Bienvenido seas a la Tierra de los Pueblos del Carro.
5. La prisionera
Seguí a Kamchak el guerrero y nos adentramos en el campamento de los tuchuks.
Seis jinetes montados en veloces kaiilas pasaron aullando cerca de nosotros. Disputaban una carrera por placer entre esa multitud de carros apiñados. Se oían los mugidos de los boskos de leche, y aquí y allá se veía corretear a los niños, entre las ruedas. Su juego preferido parecía ser lanzar una pelota de corcho para intentar acertarle con la quiva. Las mujeres tuchuk, sin velo, con sus vestidos de cuero hasta los pies y sus largos cabellos recogidos en trenzas, atendían los cazos humeantes que colgaban de unos trípodes hechos de madera de tem. El combustible que empleaban estaba hecho con excrementos de bosko. Las mujeres no tenían la cara marcada, pero a semejanza de los boskos llevaban un anillo en la nariz. Los de los animales son de oro y muy pesados, mientras que las mujeres lucen joyas mucho más finas, también de oro, que me recordaban a los anillos de boda de mi viejo planeta. Oí a un arúspice cantar entre los carros. Por un pedazo de carne leía el viento y la hierba; por una copa de vino las estrellas y el vuelo de los pájaros; por hartarse de comida, el hígado de un eslín o de un esclavo.
Aunque luego no quieran reconocerlo, a las gentes de los Pueblos del Carro les fascina el futuro y sus señales, y los tienen muy en cuenta. Kamchak me explicó que en una ocasión un ejército de más de mil carros desvió su camino porque un enjambre de reneles (unos insectos venenosos del desierto, parecidos al escarabajo) no defendió su nido destrozado por la rueda de uno de los carros. En otra ocasión, hace más de cien años, un Ubar nómada perdió la espuela de su bota derecha, y por esa razón, cuando había llegado con su pueblo a las mismas puertas de la extraordinaria Ar, deshizo todo el camino.
Al lado de uno de los fuegos vi a un tuchuk que danzaba y daba saltos encogido, con las manos en la cintura. Estaba borracho de leche fermentada y danzaba, según me dijo Kamchak, para complacer al cielo.
Los tuchuks y los demás Pueblos del Carro veneran a los Reyes Sacerdotes, pero no hacen como los goreanos de las ciudades, que confían las dignidades del culto a la Casta de los Iniciados. Creo que los tuchuks no adoran nada, en el sentido normal de la palabra, pero lo cierto es que consideran sagradas algunas cosas, como los boskos o la destreza en el manejo de las armas, o por encima de todo, el cielo; el orgulloso tuchuk siempre está dispuesto a quitarse el casco ante él, ante el simple, vasto y bello cielo, del que cae la lluvia creadora de la tierra, según sus mitos, y del bosko, y de los tuchuks. Cuando un tuchuk reza lo hace dirigiéndose al cielo. A él le pide la victoria y la fortuna para los suyos, la desgracia y la miseria para el enemigo. El tuchuk tan sólo reza cuando está sobre su montura, como lo hacen otros entre los Pueblos del Carro; solamente sobre su kaiila y con las armas en la mano le hace sus súplicas al cielo, pero no como un esclavo a su dueño, o como un siervo a su dios, sino como un guerrero a su Ubar. A las mujeres de los Pueblos del Carro no les está permitido orar, pero muchas son las que protegen a los arúspices, los cuales, además de predecir el futuro con un mayor o menor grado de exactitud y por honorarios generalmente razonables, son proveedores de una increíble variedad de amuletos, talismanes, filtros, pociones, papeles hechizados, dientes de eslín capaces de maravillas, polvos mágicos de cuerno de kailiauk, fantásticas y coloreadas cuerdas que pueden atarse alrededor del cuello de tal o cual manera, según y cómo se quieran utilizar sus poderes... Todas estas chucherías y muchas más venden los arúspices.
Mientras pasábamos entre los carros tuve que echarme atrás porque un eslín intentaba salir de su jaula para atacarme y alcanzarme sacando entre las barras sus garras de seis uñas. En la misma pequeña jaula se amontonaban cuatro eslines más de la pradera y no cesaban de moverse, amenazándose unos a otros, sin descanso, como si fueran serpientes hambrientas. Cuando cayese la noche los dejarían libres para que vigilaran los alrededores de las manadas y cumplieran su papel de centinelas-pastores. También utilizan a estos animales cuando un esclavo escapa, ya que el eslín es un cazador eficiente, incansable, salvaje y casi infalible, capaz de seguir un rastro por antiguo que sea, durante centenares de pasangs. Finalmente, quizás un mes más tarde, encuentra a su víctima, y la destroza.
Me llamó la atención el sonido de las campanillas de esclavo, y al buscar su proveniencia vi a una muchacha que transportaba una carga entre unos carros. Iba completamente desnuda, a excepción del collar y de las líneas de campanillas.
Kamchak se dio cuenta de que había reparado en la chica y se rió entre dientes, pues sabía que no podía parecerme muy normal ver a una esclava pasearse entre los carros.
Las campanillas le colgaban de las muñecas y de los tobillos, unidas y engarzadas en dos líneas de eslabones que formaban pulseras. Llevaba también un collar turiano, en lugar del collar de esclava más común. El collar turiano es un anillo que rodea ampliamente el cuello de la chica. Queda tan holgado que cuando un hombre lo coge con la mano, la chica puede girar en su interior. El collar goreano, por el contrario, es una banda plana de metal que se ajusta al cuello. Ambos collares se cierran por detrás del cuello de la chica y ambos, aunque en el collar goreano resulte más difícil grabar, llevan una leyenda para asegurarse de que si alguien encuentra a la chica la devolverá sin más demora a su amo. En el collar de esa chica también habían fijado campanillas.
—¿Es turiana? —pregunté.
—Claro que sí —me respondió Kamchak.
—En las ciudades solamente las esclavas de placer llevan estas campanillas, y únicamente cuando danzan.
—Lo que ocurre —me dijo Kamchak—, es que su amo no se fía de ella.
Por este simple comentario entendí la situación de la chica; no se le concedían las ropas para impedir que entre ellas ocultara algún arma. Mientras tanto, las campanillas marcarían cada uno de sus movimientos.
—Por la noche —me dijo Kamchak—, la encadenan bajo el carro.
La chica había desaparecido.
—Las muchachas turianas son muy orgullosas —siguió diciendo Kamchak—, y por esta misma razón son excelentes esclavas.
Su afirmación no me sorprendió. El amo goreano prefiere a las muchachas con nervio, a las que rechazan su látigo y el collar, a las que resisten hasta el final, hasta que, meses después quizá, se dan por vencidas y pasan a agradecerle absolutamente todo y sólo temen que se canse de ellas y las venda a otro amo.
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