John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—No, no puedo permitirlo. Es preferible que la gente se ría de Aphris de Turia, y quizás dentro de unos años lo habrán olvidado todo.
—¡Te pido que me permitas colocarme en la estaca! ¡Te lo ruego! —decía llorando la muchacha—. ¡Te lo ruego, Saphrar!
—Sólo faltan unos días para que alcances tu mayoría de edad. Entonces recibirás tus riquezas, y podrás actuar como quieras.
—¡Pero eso será después de los juegos! —gritó ella.
—Sí —dijo Saphrar con aire pensativo—, eso es verdad.
—¡Yo la defenderé! —dijo Kamras—. ¡No perderé!
—Sí, lo cierto es que nunca has perdido —dijo Saphrar.
—¡Permítelo! ¡Permítelo! —gritaron varias voces.
—Si no me das tu permiso —susurró Aphris—, mi honor quedará manchado para siempre.
—Si no le das tu permiso —dijo Kamras con aire sombrío—, nunca tendré oportunidad de cruzar mi acero con este eslín extranjero.
De pronto me di cuenta de que según el derecho civil goreano, las propiedades, títulos, haberes y bienes de una persona a quien se reduce a la condición de esclavo, pasan directamente a las manos del pariente varón más próximo, o del pariente más próximo de no existir tal varón, o a las arcas de la ciudad o, si ello es pertinente, a las del tutor. De este modo, si por alguna razón Aphris de Turia se convirtiera en la esclava de Kamchak, sus considerables riquezas se asignarían inmediatamente a Saphrar, mercader de Turia. Más aún: para evitar complicaciones legales y poder contar con los bienes al cien por cien, y así invertir y realizar otras operaciones, esa transferencia es asimétrica, pues si por alguna razón el poseedor original recobra la libertad, no tiene ya ningún derecho legal sobre los bienes transferidos.
—De acuerdo —dijo Saphrar bajando los ojos, como si estuviera tomando una decisión contraria a su buen juicio—. Permitiré que mi pupila, Aphris de Turia, se coloque en la estaca durante la Guerra del Amor.
La gente gritó de alegría, pues todos estaban convencidos de que el eslín tuchuk iba a recibir el castigo adecuado por su atrevimiento con la hija más rica de Turia.
—Gracias, tutor —dijo Aphris de Turia.
Miró con odio a Kamchak por última vez, echó atrás la cabeza y se giró, haciendo que su vestido blanco y dorado se estremeciera, para empezar a andar altaneramente entre las mesas, abandonando la sala.
—Al verla andar —dijo Kamchak en voz bastante alta— cualquiera diría que lleva un collar de esclava.
Aphris se dio la vuelta para enfrentarse a él, con el puño de la mano derecha cerrado, y aguantando con la izquierda el velo ante su cara. Sus ojos brillaban de odio, y también brillaba el círculo de acero que apresaba la seda de su cuello.
—Solamente quería decir, mi pequeña Aphris —dijo Kamchak—, que te sienta muy bien este collar.
La muchacha gritó con desesperación y le dio la espalda para ponerse a correr dando traspiés. Subió la escalera agarrándose a la barandilla y mientras lo hacía lloraba. Se le había caído el velo, y con ambas manos tiraba del collar. Antes de que desapareciera por completo, oímos un grito.
—No temas, Saphrar de Turia —dijo Kamras—. Mataré a este eslín tuchuk, y lo haré tan lentamente como me sea posible.
10. La guerra del amor
Habían pasado varios días desde el banquete de Saphrar. Aquella mañana, cuando apenas había salido el sol, Kamchak y yo, entre algunos centenares de hombres pertenecientes a los cuatro Pueblos del Carro, llegamos a la Llanuras de las Mil Estacas, que se encontraban a algunos pasangs de la arrogante ciudad de Turia.
En las estacas ya se encontraban los jueces y los artesanos de Ar, ciudad que quedaba muy lejos, a centenares de pasangs, al otro lado del Cartius. Las estaban inspeccionando, e iban preparando el terreno que había entre ellas. Por lo que sabía, esos hombres tenían garantizado el paso sin problemas por las llanuras del sur para que acudiesen cada año a este acontecimiento. Aun así, el viaje que debían llevar a cabo no estaba exento de peligros, por lo cual se les recompensaba de manera adecuada con fondos que lo mismo procedían de Turia que de los Pueblos del Carro. Algunos de esos jueces habían oficiado los juegos varias veces, y ahora eran ricos. Sólo con la suma que obtenían sus acompañantes los artesanos, un hombre podía vivir tranquilamente durante un año en la lujosa ciudad de Ar.
Avanzábamos lentamente, al paso de las kaiilas, en cuatro largas líneas compuestas por los tuchuks, los kassars, los kataii y los paravaci; había unos doscientos hombres de cada pueblo. Kamchak cabalgaba cerca de la cabeza de la línea tuchuk. El portaestandarte, que llevaba en lo alto de una lanza la representación de los cuatro boskos esculpida en madera, iba cerca de nosotros. El primero de nuestra línea, montado sobre una kaiila enorme, era Kutaituchik; iba con los ojos cerrados, la cabeza gacha, y se tambaleaba sobre el majestuoso animal. De la boca del antiguo guerrero colgaba una cuerda de kanda a medio mascar.
A su lado, y también como Ubares, cabalgaban tres hombres más, que suponía eran los jefes de los kassars, los kataii y los paravaci. También pude ver con sorpresa que cerca de la vanguardia de sus respectivas líneas cabalgaban los otros tres guerreros a los que conocí al llegar a los Pueblos del Carro. Se trataba, evidentemente, de Conrad de los kassars, Hakimba de los kataii y Tolnus de los paravaci. Todos ellos, como Kamchak, iban bastante cerca de sus respectivos portaestandartes. El símbolo de los kassars es una boleadora de tres pesos escarlata que cuelga de una lanza. Para marcar a sus boskos y a los esclavos utilizan el símbolo de una boleadora, o más concretamente, tres círculos unidos en su centro por unas líneas. Tanto Tenchika como Dina llevaban esta marca. Kamchak había decidido no volver a marcarlas, que es lo que se acostumbra a hacer con los boskos. Pensaba, a mi juicio muy acertadamente, que eso haría bajar su precio. Por otro lado, creo que también le complacía disponer de esclavas con la marca de los kassars en su carro, pues podía tomarse este hecho como una evidencia de la superioridad de los tuchuks sobre los kassars: tan superiores eran que les ganaban y tomaban a sus esclavas. De la misma manera, Kamchak se enorgullecía de tener en su manada a un buen número de boskos cuya primera marca había sido la boleadora de tres pesos. En cuanto al estandarte de los kataii, está formado por un arco amarillo atado a una lanza negra. La marca que utilizan también incluye el arco orientado hacia la izquierda. El símbolo de los paravaci, por último, es una amplia banda de joyas adornada con cuerdas doradas que dibujan la silueta de la cabeza y los cuernos de un bosko. El valor de este estandarte es incalculable. En cuanto a la marca de su ganado y de los esclavos, consiste en la representación de una cabeza de bosko, un semicírculo que descansa sobre un triángulo isósceles invertido.
Elizabeth Cardwell, descalza, vestida con la piel de larl, caminaba junto al estribo de Kamchak. Tenchika y Dina ya no estaban con nosotros. El día anterior, por la tarde, Kamchak había devuelto su esclava a Albrecht, por el increíble precio de cuarenta piezas de oro, cuatro quivas y la silla de una kaiila. Todo eso le había costado Tenchika a su antiguo dueño. Era uno de los precios más altos jamás pagados por una esclava entre esos pueblos. Yo comprendía que Albrecht había echado muchísimo en falta a su pequeña Tenchika, pero el altísimo precio que se había visto obligado a pagar era todavía más intolerable por las burlas de Kamchak. Efectivamente, este último no había dejado de reírse a carcajadas y de darse palmadas en la rodilla, pues resultaba demasiado obvio que Albrecht se preocupaba por ella, por una esclava. Al atarle las muñecas y ponerle el collar alrededor del cuello, Albrecht la abofeteó dos o tres veces y la insultó, llamándola inútil y estúpida, pero ella no cesaba de reír y de saltar al lado de la kaiila, e incluso lloraba de alegría. Cuando la vi por última vez, Tenchika no dejaba de intentar apoyar la cabeza en la bota de su amo mientras éste cabalgaba. En cuanto a Dina, la había hecho sentar en los cuartos delanteros de mi kaiila, aunque fuese una esclava, y así habíamos cabalgado separándonos de los carros, hasta que pude percibir en la distancia las murallas blancas y deslumbrantes de Turia. En ese punto la hice bajar de mi montura. Ella me miró desde el suelo, confundida.
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