John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—Sí —dijo Kamchak—, creo que voy a venderla.
Elizabeth, temblando de miedo, puso la cabeza sobre la alfombra, junto a los pies de Kamchak.
—¡Por favor! —dijo en un susurro—. ¡No me vendas, amo!
—¿Cuánto crees que me darían por ella? —me preguntó Kamchak.
—No es más que una salvaje —dije.
No deseaba que Kamchak la vendiera.
—Bueno, quizás podría adiestrarla... —murmuró el guerrero.
—Sí, eso haría que su valor aumentara mucho —admití.
Sabía que un buen adiestramiento requería algunos meses, aunque con una chica inteligente los progresos son muy rápidos, y solamente se tarda unas cuantas semanas.
—¿Te gustaría aprender a vestir seda, a llevar campanillas, a hablar, a andar, a comportarte, a bailar, a hacer todo lo necesario para que los hombres se vuelvan locos de deseo por comprarte y poseerte? —preguntó Kamchak.
Elizabeth no dijo nada, pero se encogió de hombros.
—No, no creo que pudieras aprender.
Elizabeth no respondió y bajó la cabeza.
—No eres más que una salvaje —dijo Kamchak con cansancio. Se volvió hacia mí, me guiñó el ojo y añadió—: Pero es una pequeña salvaje preciosa, ¿no lo crees así?
—Sí, eso es verdad.
Vi que los ojos de Elizabeth Cardwell se cerraban y que sus hombros se agitaban por una intensa tristeza. Después se cubrió la cara con las manos.
Seguí a Kamchak fuera del carro. Una vez en el exterior, y para mi sorpresa, me miró de frente y me dijo:
—Liberar a Dina de Turia ha sido una gran estupidez.
—¿Cómo sabes que la he liberado?
—Vi cómo la hacías montar en tu kaiila para dirigirte hacia Turia —respondió—. Dina ni siquiera caminaba al lado del animal. Además —añadió riéndose—, sé que te gustaba, y que nunca la habrías utilizado para tus apuestas. Y otra cosa: ¿crees que no he visto que tu bolsa —la señaló— está igual de vacía que cuando saliste?
No pude evitar echarme a reír.
—En esa bolsa deberías tener por lo menos cuarenta piezas de oro. Eso es lo que valía ella. Y quizás valía bastante más, porque era una chica muy hábil en los juegos de boleadora. Sí —añadió riéndose entre dientes—, una esclava como Dina de Turia vale más que una kaiila. Además, era una belleza. Desde luego, Albrecht fue un estúpido al perderla. Pero tú lo eres todavía más, Tarl Cabot.
—Es posible que tengas razón —admití.
—Cualquier hombre que se permita sentir aprecio y preocuparse por una esclava es un estúpido.
—Algún día quizás incluso Kamchak de los tuchuks se preocupará por una esclava.
Al oír esto, Kamchak echó hacia atrás la cabeza y lanzó un rugido salvaje en forma de carcajada, para después inclinarse hacia delante y darse una palmada en las rodillas.
—Cuando eso ocurra —dije con determinación— sabrás a qué clase de sentimiento me refiero.
Esta última frase ya fue más de lo que Kamchak podía concebir. Perdió todo control sobre sí mismo, y se lanzó hacia atrás dándose sendas palmadas en los muslos, mientras se reía como si se hubiese vuelto completamente loco. Incluso rodó por el suelo como si estuviera borracho, y dio golpes en la rueda de un carro vecino durante uno o dos minutos, hasta que sus risas se convirtieron en jadeos espasmódicos. Emitiendo extraños sonidos, luchaba por aspirar una pizca de aire que diera un respiro a sus agitadas costillas. La verdad es que en ese momento no me habría importado demasiado si se hubiese asfixiado por culpa de sus propias risas.
—Mañana —le recordé— es el día. Mañana lucharás en las Llanuras de las Mil Estacas.
—Sí —me respondió—, y por esta razón quiero emborracharme esta noche.
—Lo mejor que podrías hacer —le dije—, es pasar la noche durmiendo.
—Sí —dijo Kamchak—, pero soy un tuchuk, y por lo tanto me emborracharé.
—De acuerdo. En tal caso, también me emborracharé yo.
Acto seguido escupimos para saber quién de los dos iba a poner la botella de Paga. Kamchak se colocó de lado y giró la cabeza rápidamente al hacerlo, con lo cual me ganó por más de veinte centímetros. A la vista de sus resultados, mis esfuerzos parecían tristemente ingenuos, faltos de imaginación, poco inteligentes y simples. No conocía el truco del giro rápido de cabeza. Naturalmente, el astuto tuchuk me había hecho escupir a mí primero.
Y ahora llegábamos a las Llanuras de las Mil Estacas.
Después de tan tumultuosa noche, pues la había pasado con la botella de Paga en la mano, cantando ruidosas canciones tuchuks y asustando a la pobre Elizabeth Cardwell, Kamchak parecía estar de buen humor. Iba mirando a su alrededor y silbaba, y a veces marcaba el ritmo mediante golpes en su silla. No quería decírselo a Elizabeth, pero ese ritmo era el que lleva el tambor en la Danza de la Cadena. Deduje que Kamchak estaba pensando en Aphris de Turia, y que de alguna manera contaba con una presa que todavía no había cazado, lo cual era muy peligroso.
No sé si el número de estacas que hay clavadas en las llanuras corresponde o no al nombre del lugar, pero creo que son mil como poco. Esas estacas, cuyo extremo superior es plano, miden unos dos metros de altura, y tienen un diámetro de unos cinco o seis centímetros. Se colocan en dos largas líneas, estaca frente a estaca, por parejas. Entre línea y línea debe haber unos quince metros, mientras que entre las estacas de una misma línea hay unos diez metros. Las dos líneas se extienden en una distancia superior a los cuatro pasangs a través de la llanura. Una de estas líneas es más cercana a la ciudad, y la otra a las praderas, al espacio libre. Hacía muy poco que habían pintado cada una de las estacas, y siempre de una forma completamente diferente unas a otras, en deliciosas formaciones de color. La decoración y el arreglo de cada una de ellas dependía exclusivamente del capricho del artesano: algunas veces se trataba de dibujos y colores simples, que en otras ocasiones se tornaban fantasiosos o barrocos. El aspecto de todo el conjunto comunicaba una sensación de colorido, ligereza y alegría, y se podía decir que el ambiente que se respiraba tenía algo de carnavalesco. Tuve que esforzarme para recordar que entre esas dos líneas pronto lucharían y morirían los hombres.
Vi que todavía quedaban algunos hombres trabajando sobre las estacas para acabar de fijar en ellas las anillas de sujeción una a cada lado, a una altura de aproximadamente un metro y sesenta centímetros. Uno de los hombres comprobaba si cerraban correctamente, y luego abría las anillas con una llave. Finalmente dejó ésta colgada de un gancho colocado en lo alto de la estaca.
Algunos músicos, venidos desde Turia a muy temprana hora, interpretaban una suave melodía tras las estacas turianas, cincuenta metros mas allá.
En el espacio comprendido entre las dos líneas, y entre cada pareja de estacas, había un círculo de unos ocho metros de diámetro. En el interior de estos círculos se había arrancado la hierba, y la tierra se había rastrillado.
Entre las gentes de los Pueblos del Carro unos cuantos vendedores de Turia ofrecían sin miedo sus pasteles, sus vinos y demás manjares. Incluso alguno vendía collares y cadenas.
Kamchak observó la posición del sol, que estaba a una cuarta parte de su camino por el cielo.
—Los turianos siempre llegan tarde —dijo.
—Por ahí vienen —dije yo, pues a lomos de mi kaiila distinguía una nube de polvo que se aproximaba desde Turia.
Entre el grupo de tuchuks estaba, sin montura, el joven Harold, al que Hereena había insultado tan agriamente mientras ambos asistían a nuestro desafío con Conrad y Albrecht. Llevaba armas, pero no podía luchar en este tipo de confrontaciones, pues se requiere tener cierta categoría, y solamente se permite la participación de guerreros de mucha reputación. Cabría decir también que sin la Cicatriz del Coraje un tuchuk no tiene derecho a cortejar a una mujer libre, ni poseer un carro, o más de cinco boskos y tres kaiilas. Por lo tanto, se puede decir que la Cicatriz del Coraje tiene un valor tanto social y económico como militar.
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