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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov 220 dias en una nave sideral

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— No se ve casi nada.

— Las nubes no tienen que ver nada con eso. Aunque no las hubiera, quedarían poco visibles los detalles de la superficie de la Tierra. La atmósfera refleja los rayos solares con mayor fuerza que los continentes o que las partes obscuras de los continentes. Si estuviéramos en invierno veríamos a Europa con mucha más claridad. Si quiere convencerse, mire el hemisferio del sur.

Efectivamente, pude ver claramente la silueta de Australia. Asia podía distinguirse vagamente a través de un vapor blanquecino.

Durante las horas que pasamos frente a la ventana, la Tierra y la Luna parecían inmóviles, como si la nave no se alejara de ellas.

— Eso le parece así, nomás — dijo Kamov, cuando llamé su atención sobre el fenómeno —. La distancia aumenta paulatinamente, a razón de sesenta kilómetros por segundo.

— Cincuenta y ocho y medio — corrigió Belopolski.

— Yo dije un número aproximado — replicó Kamov —. Pero si usted quiere más precisión, son cincuenta y ocho km. y doscientos sesenta metros.

No pude reprimir una sonrisa, al ver que Belopolski apretaba sus labios finos, aunque las palabras se hubieran dicho con toda naturalidad. Paichadze sonrió también.

Belopolski tenía un pequeño defecto: a veces cometía torpezas y como nadie, Kamov sabía rectificarlo suavemente. La última cifra mencionada era absolutamente exacta.

Al contemplar el globo terráqueo desde la ventana de la nave cósmica, pensé en los siglos y siglos durante los cuales la humanidad había considerado a esa pequeña esfera suspendida en el espacio infinito, como el centro del universo. Quise acercarme al aparato, pues tenía el deseo de dejar grabado en la película este cuadro abrumador, para que millones de hombres pudiesen ver lo que veíamos nosotros, cuatro felices mortales, cuatro emisarios de la ciencia soviética.

— ¡Miren! — dijo Kamov —. Allá a lo lejos brilla un pequeño cuerpo celeste. Es nuestra patria, el planeta Tierra. Parece ahora más grande que todas las estrellas, excepto el Sol, pero aún así, ¡qué pequeña es! Pasarán semanas y apenas la podremos distinguir entre las demás, en los espacios del universo. Cuando lleguemos a la órbita de Marte, la Tierra nos parecerá sólo una estrella de primera magnitud, pero nosotros nos encontraremos en el centro del sistema planetario que rodea una estrella común que llamamos Sol. En derredor nuestro vemos innumerables estrellas que son soles como el nuestro, pero para alcanzar a la más próxima, nuestra nave debería volar treinta mil años sin interrupción. Desde allá veríamos a nuestro Sol como una pequeñísima estrellita, mientras a la Tierra, no la encontraríamos ni siquiera con el más potente de los telescopios.

Belopolski se volvió hacia nosotros, para decirnos:

— El cuadro que nos ha trazado Serguei Alejandrovich puede ampliarse. Todas las estrellas que vemos, así como otra cantidad innumerable que no puede discernirse por la insuficiencia de la vista humana, no son más que un solo sistema astral llamado galaxia. Para volar desde aquí hasta las márgenes más cercanas de nuestra galaxia con la velocidad que tiene actualmente nuestra nave, se necesitarían noventa millones de años, pero si nos dirigiéramos al extremo opuesto, lo alcanzaríamos sólo a los setecientos millones de años de vuelo constante. Pero nuestra galaxia no es la única en el universo. En los momentos actuales se conocen ya más de cien millones de galaxias como la nuestra. Se supone que todas entran en un solo sistema llamado Megagalaxia. No hay ningún motivo para suponer que la Megagalaxia sea la única y es probable que existan innumerables cantidades…

— Por piedad, Constantin Evguenievich — dijo Kamov —, con eso es más que suficiente.

Mi imaginación estaba aplastada por las palabras de Belopolski, que habían achicado a nuestra expedición grandiosa, convirtiéndola en un vulgar paseíto.

— ¿Se logrará algún día que la humanidad pueda concebir la inmensidad del universo y se podrán revelar sus misterios? — pregunté.

— Nadie puede concebir lo inconcebible — dijo Paichadze —. Pero no, Boris, estoy bromeando, claro que se podrá. Se podrá cuando la ciencia y la técnica hayan adelantado mucho. Ya se dijo que no hay en el mundo cosas inconcebibles sino que hay todavía cosas desconocidas que serán reveladas paulatinamente gracias a la ciencia y la práctica.

De nuevo prodújose un largo silencio a bordo.

De la manera más inesperada, fue Belopolski el que lo interrumpió diciendo, al mirar su reloj:

— ¡Cuánto tiempo perdido en balde! Hay que empezar las observaciones.

Paichadze lo miró con sorpresa.

— ¿Se siente usted capaz de ocuparse de trabajos científicos en este momento.

El otro ni siquiera le contestó y encogiéndose apenas de hombros se dirigió al telescopio, asiéndose a las correas. Kamov tuvo una sonrisa apenas perceptible.

— No, yo no puedo trabajar ahora — insistió Paichadze —. Voy a mirar a la Tierra, mientras se encuentra cerca.

La conducta de Belopolski me pareció extraña. ¿Es posible que permanezca tan indiferente a todo lo que ha abandonado en la Tierra? ¿No tiene ningún sentimiento por la separación? En cuanto a mí, no podía apartar la vista del planeta donde nací y crecí y que me parecía achicarse por minutos. Kamov y Paichadze tampoco abandonaban la ventana.

Así pasaron dos horas. En ese lapso, Belopolski no se apartó ni un momento del telescopio dirigido hacia el lado opuesto a la Tierra.

«Quizá — pensaba yo —, ese hombre sufre más que todos al abandonar la Tierra y se ocupa de su trabajo con tan intensa atención para ahuyentar su pesadumbre…»

No sé si habré acertado en adivinar los pensamientos que impulsaron a nuestro compañero a apartarse de la ventana, porque también es posible que lo haya hecho llevado por su habitual manera de ser. Pero yo deseaba en mi fuero interno que mi primera suposición fuera la más acertada.

EN CAMINO

10 de setiembre, según el calendario terrestre.

Dentro de ciento veinte horas llegaremos a Venus. Se aproxima el fin de la primera etapa de este largo viaje. ¡Cuan lejano e inaccesible parecía de lejos ese planeta luminoso cuyo hermoso brillo vemos en las horas matinales y del atardecer desde nuestra Tierra…! y ahora nos encontramos cerca de él.

¡Cerca…! Es evidente que la constante compañía de los astrónomos me acostumbró a los conceptos astronómicos, si digo que una distancia superior a quince millones de kilómetros me parece corta.

Venus se encuentra ahora entre nosotros y el Sol, mostrándonos su zona no iluminada, pero la vemos sobre el fondo del disco solar, y ambos astrónomos están en constante observación, tarea que les resultaría imposible realizar en la Tierra.

He terminado todo el programa de fotografías que se me encomendara para esta etapa de la travesía. Hubo tanto trabajo, que durante los dos meses transcurridos no tuve tiempo libre para continuar las anotaciones en mi diario.

Todas las películas y negativos han sido revelados y controlados: son irremplazables. Paichadze me ayudó a llenar las tarjetas correspondientes a cada fotografía. A pesar de su enorme actividad, este hombre encuentra siempre tiempo para ayudarme; es infatigable. Trabaja largas horas en el observatorio olvidando el reposo.

Belopolski no se queda rezagado. Además de sus trabajos astronómicos, tiene que solucionar, junto con Kamov, los complicadísimos cálculos diarios sobre el derrotero y la posición.

Aunque en la Tierra ya habían sido preparados los cálculos completos para todo el trayecto, Kamov considera necesario hacerlos nuevamente aquí, día por día. Los resultados se comparan con los anteriores y aún no se han registrado diferencias. En el espacio infinito nuestra nave vuela como si anduviera sobre rieles invisibles. Hacemos más de dos millones de kilómetros en las 24 horas y es fácil comprender que la menor falla en el cálculo nos llevaría lejos del pequeñísimo punto que representa en este espacio el planeta Venus, «la hermana de la Tierra», casi idéntica a ella por su volumen y masa.

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