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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov 220 dias en una nave sideral

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Nuestra cabina no es grande. Una pared semicircular, es el borde de la nave. Tiene una ventanilla redonda. Cuando no está en uso se cierra por fuera con una pesada chapa de acero (pesada en la Tierra, pero que aquí no pesa nada). La pared trasera es recta y va de un borde al otro. Tiene una «puerta» redonda de un metro de diámetro. Cuando tengo que salir de mi cabina, debo tomar impulso desde algún punto firme y entonces nado a través de esa abertura como un pez. Ambas paredes laterales son dos semicírculos regulares sin aberturas. En una de ellas encuéntrase la mesa atornillada a la pared y estoy sentado ante ella, en el aire. Mi mano izquierda está posada en la mesa atajando el cuaderno en el que escribo. Si retirara la mano, el cuaderno volaría inmediatamente debido a mi respiración. Volaría aunque pesara media tonelada (en la Tierra), puesto que aquí todos los objetos son igualmente imponderables. Basta un esfuerzo muscular como el que ataja mi cuaderno para mantenerme a mí también en mi lugar.

Excepto la mesa, en la cabina hay un armario donde guardamos los instrumentos y efectos personales. Es de aluminio y ocupa toda la pared frente a la mesa. Cuando estoy «sentado» frente a la mesa, el armario viene a encontrarse «en el techo», pero si me diera vuelta con los pies hacia el armario, es mi mesa la que se encontraría en el «techo».

No hay camas en la cabina. A ambos lados de la ventanilla hay dos hamacas con presillas metálicas, y en ellas dormimos. Se procede así: con un ligero impulso uno se aproxima en el aire hacia la hamaca y una vez en ella se abrochan las presillas. El cuerpo imponderable no ejerce presión sobre nada y se puede dormir en cualquier postura como en el más blando lecho. La red no permite que mi cuerpo se mueva dentro de la cabina durante el sueño. Es que en nuestro mundo imponderable de vez en cuando aparece una fuerza de peso apenas perceptible. Se produce esto cuando la nave gira sobre su eje longitudinal. Por más insignificante que sea esa fuerza, es suficiente para que yo me despierte a medias en el mismo lugar donde me acosté. Hablando con más precisión, diría que no es el peso sino un efecto centrífugo. Cuando se produce el giro, todos los objetos no afirmados empiezan a moverse.

La misma causa produce la hermosa ilusión que podemos admirar por la ventana. En el momento del giro se crea la impresión de que el universo entero se mueve para dar vueltas alrededor de la nave: ¡y es un espectáculo indescriptible!

Como he mencionado ya, la ausencia de peso se hizo tan común que ni la notamos. Pero recuerdo bien cuántas conversaciones suscitó esta característica de la nave, que Kamov tuvo que respetar velando por el interés de los estudios astronómicos. La creación de un peso artificial mediante una rápida rotación complicaría el trabajo del telescopio. Por eso, la Comisión Estatal permitió finalmente que se prescindiera de esa comodidad, tanto más cuanto que los más eminentes médicos de la Unión Soviética declararon que el estado de imponderabilidad en nada perjudicaba al organismo humano. Por esa misma razón, Kamov desistió de acondicionar la temperatura interna de la nave mediante la pintura de la superficie externa con unas escamas movedizas — método sugerido ya por Tziolkowski —. Las revoluciones de la astronave alrededor del eje longitudinal daban la posibilidad de dirigir el telescopio a cualquier parte.

Cabe mencionar un detalle de suma importancia. La puerta redonda está siempre cerrada con una tapa hermética. Al trasladarnos de un compartimiento al otro, tenemos que cerrar todas las puertas — lo que se hace por la simple presión de un botón— porque el espacio interplanetario no es un vacío. Se mueven en él innumerables partículas de materia, desde el tamaño de una partícula de polvo hasta enormes masas. Según la opinión de Kamov, el encuentro de la nave con tales cuerpos errantes es casi imposible, pero podría ocurrir en un caso excepcional. Si una de esas piedras chocara contra la nave, en vista de la enorme velocidad de ambos cuerpos, se produciría una explosión más o menos violenta. En la superficie de la nave se formaría una brecha, por la que se precipitaría el aire contenido en su interior. En pocos segundos toda la tripulación perecería. Pero encontrándose la nave dividida en trozos herméticamente cerrados, semejante fin de la expedición se torna improbable.

Si la superficie de la nave sufriera una brecha en un momento en que alguien se encuentre en la cabina, y siempre que la explosión no sea demasiado fuerte, podría salvarse aplicando un emplasto a la brecha. Estos emplastos están preparados por todos lados; son de tamaños diferentes y tienen que tapar la abertura de manera que no salga el aire, que dentro de la nave tiene sobre los objetos la misma presión que en la tierra, es decir de un kilogramo por centímetro cuadrado, mientras afuera no hay presión. Claro está que en semejante caso habría que actuar con la rapidez de un relámpago.

Acaba de «entrar» en la cabina Paichadze: para abrir la puerta del armario tuvo que ocupar una posición tal, que se encontró colgando por encima de mi cabeza en ángulo recto.

Yo sabía que tanto él, como los objetos del armario, no podían caer sobre mí, pero la fuerza de las costumbres «terrestres» me hizo retroceder. Naturalmente, el cuaderno voló al otro lado.

Paichadze lo observó y se puso a reír. Sacó del armario el aparato que necesitaba y dándose vuelta diestramente en el aire se encontró en la misma posición que yo, habiendo agarrado de paso mi cuaderno.

— ¿Puedo leer? — me preguntó.

Asentí, y se puso a leer atentamente las últimas páginas.

— Los fenómenos físicos que suceden en la nave — dijo devolviéndome el cuaderno —, están bien descriptos, pero ¿por qué no describió el momento del «decolage»?

— Lo haré sin falta.

— Habría que proceder cronológicamente.

— Este diario — le contesté —, no es más que materia prima. Lo escribo como venga.

— Nunca hay que hacer nada «como venga» y «así nomás» — dijo poniéndome la mano en el hombro, lo que me hizo bajar inmediatamente en el aire —. No se vaya a ofender.

Salió cerrando la puerta y yo volví a «sentarme» a la mesa y releí atentamente todo lo escrito.

Claro, Paichadze tiene razón. Mis apuntes son caóticos. Hay que describir punto por punto lo ocurrido desde el principio…

A pesar de mis aprensiones, logré dormir bien en la noche que precedió a la partida. A las 7 en punto llegó a buscarme Paichadze. Con una pequeña valija que siempre me ha acompañado en mis viajes, tomé asiento en el coche con un sentimiento de alivio.

Se terminó la espera… No hay vuelta atrás.

Paichadze estaba silencioso. Yo comprendía su estado de ánimo y no le molestaba con mi conversación. En Moscú dejaba a su esposa y una hija de seis años, de las cuales le dolía separarse. Acababa de despedirse de ellas porque en el aeródromo no se permitían acompañantes.

El coche pasó el Estadio Dinamo y se lanzó por la Avenida de Leningrado. Nuestra astronave debía despegar desde la orilla del río Kliazma desde donde Kamov lo había hecho en sus dos vuelos anteriores. Eran las 9 cuando llegamos al lugar.

El cohetódromo, rodeado de un alto cerco, era un enorme campo de 15 kilómetros de diámetro, la entrada al cual estaba terminantemente prohibida. En medio de la pista encontrábase nuestra astronave colgada a una altura de 30 metros del suelo, sostenida por el esqueleto enrejado de la plataforma de «decolage». En el gran edificio de dos pisos que llamábamos en broma «estación interplanetaria», donde hallábanse los laboratorios y talleres, nos encontramos con Kamov, Belopolski y los miembros de la Comisión Estatal. Paichadze y yo fuimos los últimos en llegar.

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