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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov 220 dias en una nave sideral

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Cuando sólo faltó un minuto, cerré los ojos y me preparé a la enorme alteración que debía producirse al pasar desde una gravedad doble a la imponderabilidad. Sabía que habría que moverse con suma cautela hasta que el organismo se adaptase. De repente ocurrió algo. Los oídos sentían el mismo rumor, pero en todo el cuerpo repercutió una reacción. Un pequeño mareo, que pronto se disipó. El colchón donde yacía me pareció repentinamente muy blando. Sentía como si estuviese flotando en el agua. El ruido iba apaciguándose y comprendí que seguía resonando sólo en mis oídos. Todo estaba quieto, los motores habían dejado de trabajar.

Abrí los ojos. Kamov estaba frente al tablero de mando. De pie, pero sus pies no tocaban el suelo. Estaba suspendido en el aire sin ningún apoyo.

Este cuadro fantástico, contemplado por vez primera, me llenó de asombro, aunque ya sabía que así iba a suceder. La nave se transformó en un mundo aparte, carente por completo de pesantez.

Seguí recostado sin aventurarme a esbozar el menor movimiento. Paichadze se sacó el casco y se levantó. Ningún acróbata en el mundo hubiera podido hacerlo de igual manera. Dobló su pierna, posó el pie en el suelo y suavemente se enderezó.

Belopolski se sentó y también se sacó el casco, pero con extraños movimientos vacilantes. Vi por sus labios que estaba diciendo algo. Paichadze le tendió la mano y Belopolski se encontró súbitamente en el aire. Hizo un ademán como para ponerse de pie, pero resultó todo lo contrario, pues se dio vuelta con la cabeza abajo y en su cara, siempre imperturbable, noté signos de emoción. Riendo, Paichadze le ayudó a recuperar la posición deseada. Decía algo, pero yo no podía oír nada debido al casco y me rodeaba el silencio más completo.

Los dos astrónomos se dirigieron a la ventana, o más bien se dirigió Paichadze, pues Belopolski se movía detrás agarrado por doquier y con eso aparentemente se sintió más estable. Paichadze presionó un botón y el postigo metálico se deslizó lateralmente.

La curiosidad me impelía a abandonar el colchón salvador. Muy despacio desabroché las correas y me saqué el casco. Era extraña la sensación de no sentir el peso de las propias manos. Tiré el casco en el colchón, pero no cayó sino que quedó suspendido en el aire.

Con mucha cautela, tratando de no hacer movimientos bruscos, comencé a ponerme de pie. Todo iba muy bien y ya empezaba a jactarme para mis adentros pensando que no seguiría el ejemplo de Belopolski, cuando de repente, al notar que estaba suspendido en el aire, hice un movimiento involuntario para apoyarme en algo; mis pies tocaron el suelo por un breve instante y volé como un plumón hacia el techo, o más bien a la parte del recinto que hasta aquel momento consideraba como techo.

La nave pareció darse vuelta en un instante. «El piso» y todo lo que en él se encontraba se halló «arriba». Kamov, Paichadze y Belopolski quedaron suspendidos con la cabeza abajo.

Mi corazón palpitaba a un ritmo acelerado y sólo con dificultad pude reprimir una exclamación. Kamov me miró, diciéndome:

— No haga ningún movimiento brusco. Recuerde que carece de peso. Recuerde lo que le dije en la Tierra. Nade en el aire como en el agua. Apártese de la pared sin brusquedad y diríjase hacia mí.

Seguí su consejo, pero no supe medir la fuerza del envión, cuyo ímpetu me precipitó por el aire, haciéndome golpear con bastante fuerza contra la pared. No me detengo a enumerar todas las veces y los gestos con que nos atropellamos constantemente en esas primeras horas Belopolski y yo. Si todas esas evoluciones las hubiésemos ejecutado allá en Tierra, nos habríamos roto el pescuezo, pero en nuestras circunstancias inverosímiles eso transcurrió impunemente y al solo costo de algunos moretones. Kamov y Paichadze que habían tenido ya la experiencia anterior, nos ayudaron a evitar mayores imprudencias y a adquirir hábitos nuevos para nuestros movimientos, pero ellos también cometieron algunas fallas. Era interesante, en tales ocasiones, observar las experiencias de cada uno de mis compañeros de viaje: cuando hacía un movimiento errado, Paichadze se reía y se notaba claramente que no le molestaba haber parecido cómico a los demás, mientras Kamov fruncía las cejas, se tornaba ceñudo y le fastidiaba haber cometido una torpeza. Belopolski, cada vez que cometía algún traspié involuntario, miraba de soslayo en su derredor y en su cara seria y arrugada aparecían signos de angustia. Era el temor al ridículo, pero ni siquiera Paichadze, que despiadadamente se reía de mí, sonrió jamás al ver cualquier ademán de Belopolski. En cuanto a mí, hacía caso omiso de las bromas de Paichadze y efectuaba diferentes movimientos intencionalmente, para aprender cuanto antes a «nadar en el aire».

En general nos adaptamos bastante pronto. Antes de haber transcurrido tres horas, yo ya podía moverme hacia donde quisiera, cambiando la dirección valiéndome de las correas, paredes o cualquier objeto conveniente.

Este libre flotar en el aire creaba una sensación indescriptible, que recordaba la niñez lejana, cuando en sueños solía volar con la misma libertad, despertándome siempre con la añoranza del sueño interrumpido.

Pasamos varias horas en la ventana del observatorio. No era muy grande, — medía cerca de un metro de diámetro —, pero extraordinariamente transparente, a pesar del vidrio de considerable grosor.

El mundo sideral producía una impresión aplastante por su grandiosidad. La contemplación de la Tierra y de la Luna, en estas primeras horas de vuelo, fue un espectáculo extraordinariamente maravilloso e incomparable. Nos encontrábamos a una distancia tal, que ambos cuerpos celestes nos parecían aproximadamente del mismo tamaño. Dos enormes bolas, una amarilla, y la otra celeste pálido, estaban suspendidas en el espacio, detrás y un poco a la izquierda de la nave cósmica. El Sol iluminaba más de la mitad de su superficie visible, pero la parte no iluminada se adivinaba sobre el fondo negro del cielo. Así como me lo dijera Kamov durante nuestra primera conversación, dos meses atrás, veíamos aquella parte de la Luna que no era visible desde la Tierra. Parecía que no fuera el habitual satélite de la Tierra sino algún otro cuerpo celeste desconocido.

Quizás fue sólo en aquellos minutos, al mirar al planeta natal tan lejano, que sentí las primeras angustias de la separación. Recordé a mis amigos, de los cuales me había separado en vísperas de la partida, recordé a mis compañeros de trabajo. ¿Qué harían en este momento? En Moscú es de día y la ciudad se encuentra bajo un claro azul que oblitera la minúscula partícula de nuestra nave cósmica que se aleja más y más en el negro abismo del universo. Miré a mis compañeros. Las caras de Kamov y Paichadze conservaban su calma habitual, pero el rostro arrugado de Belopolski estaba triste y me pareció que en sus ojos brillaban lágrimas. Bajo el impulso involuntario de un arrebato espontáneo tomé su mano y la estreché. Contestó el gesto pero no se volvió hacia mí.

Sentí un peso en el corazón y me di vuelta. La calma aparente de Kamov y Paichadze me fue desagradable en ese momento, pero comprendí que aunque sabían dominarse mejor que nosotros, seguramente estaban experimentando los mismos sentimientos.

Yo pensé: «No es la primera vez que estos dos hombres abandonan la Tierra. Tal vez no se sentían tan tranquilos cuando volaban hacia la Luna.»

Durante casi una hora reinó un absoluto silencio a bordo. Todos mirábamos la lejana Tierra, en cuya esfera no se podía discernir ningún detalle que la asemejara a un globo terráqueo escolar.

— Parece como si en la Tierra hubiese neblina — dije.

— ¿Por qué le parece? — preguntó Paichadze.

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