Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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— Sí, porque no tenemos el derecho de arriesgar el éxito de la expedición, puesto que si existe un peligro, por más teórico que sea, tenemos la obligación de tomar medidas preventivas.

— He oído decir que los meteoros vuelan por enjambres — le contesté —. Cuando tal enjambre se encuentra con la Tierra, pueden observarse verdaderos fuegos artificiales de estrellas fugaces.

— Para la Tierra, con las enormes dimensiones que tiene, estos enjambres resultan efectivamente bastante densos, pero no para nuestra nave. Si nos encontráramos con el más compacto de esos grupos, lo atravesaríamos sin notarlo siquiera, pues cada molécula está separada de las otras por varios kilómetros cúbicos de espacio.

— ¿Entonces resulta que los viajes interplanetarios están exentos de peligro?

Kamov se encogió de hombros.

— Todo es relativo en este mundo — dijo— y lo mismo pasa con los viajes interplanetarios. Una nave cósmica puede volar durante mil años sin encontrarse con ningún meteoro, pero también puede chocar con él en la primera hora de vuelo. En todo caso, una catástrofe con una astronave es centenares de veces menos probable que con un tren ferroviario, pero la gente sigue viajando en ferrocarril.

Después de esta conversación yo dejé de preocuparme de los «cuerpos errantes» y de las consecuencias de un encuentro con ellos, aunque desde el momento de nuestra partida de la Tierra esta cuestión me tenía inquieto. Varias veces volví a tocar el tema con Kamov, pero él no mencionó el radioproyector ni una vez. En cuanto a los dos astrónomos, están tan sobrecargados de trabajo, que literalmente no tienen tiempo para conversar sobre estos temas.

Paichadze no duerme más de cinco horas por día pero no podría decir cuantas duerme Belopolski, pues cada vez que yo entro al observatorio lo veo allí. Una vez expresé a Kamov mi temor de que la salud de nuestros astrónomos pudiera resentirse por tan incesante trabajo.

— No hay nada que hacer — me contestó —. Es la primera vez en la historia científica que la astronomía tiene la posibilidad de trabajar más allá de la atmósfera terrestre. No hay que extrañarse, pues, de que nuestros sabios aprovechen la oportunidad con entusiasmo. Nuestra tarea consiste en facilitar su labor.

Ya han pasado más de dos meses desde el momento que abandonamos la Tierra. Nuestra vida en la nave adquirió un ritmo estable. Se ha fijado un horario diario, o más bien para las 24 horas, puesto que no tenemos cambios entre la noche y el día. A ciertas horas nos reunimos para almorzar o cenar. No hay ni mesas ni sillas. Cada uno se ubica a su gusto, así nomás, en el aire y en la misma forma ponemos los recipientes con la comida. Nada puede caerse ni volcarse. Platos no hay, pues en estas condiciones sería inútiles. Comemos, directamente de sus envases, alimentos conservados, sabrosos y nutritivos, preparados especialmente para nosotros. No bebemos agua, sino diversos jugos contenidos en recipientes cerrados, de los cuales la bebida se chupa mediante un tubo flexible, puesto que ningún esfuerzo podría conseguir que se derramara un líquido sin peso. El menú es muy variado y no tenemos motivo de queja. La despensa de la nave guarda un millar de paquetes, marcados por números de orden, cada uno de los cuales contiene comida para cuatro personas. Todo lo que queda: potes, envases, papeles y restos de comida, se pone en un incinerador desde el cual es propulsado al exterior por un aparato que me recuerda el propulsor de torpedos en un submarino. Naturalmente, estas cenizas no tienen donde caer y siguen a la nave. Kamov decía, riéndose, que nuestra nave tenía una cola de la que nos libraríamos sólo con la ayuda de Venus, Marte y la Tierra, al penetrar dentro de sus atmósferas. Justamente porque Kamov no quería «ensuciar» la atmósfera con nuestros residuos, quemamos los restos con gran despliegue de electricidad, sin temor de que no pueda alcanzarnos.

Los días pasan con monotonía pero con extraordinaria rapidez: no tenemos tiempo de aburrirnos. Cada uno está ocupado con su trabajo. La temperatura se mantiene siempre igual en nuestra nave. El aire es puro y carece completamente de polvo. Jamás me sentí tan bien como ahora. En estas condiciones, el trabajo físico no existe, ya que el objeto más pesado puede transportarse de un lugar a otro sin el menor esfuerzo.

— Espere — dijo Kamov, cuando la conversación tocó ese tema —. Al regresar a la Tierra, cada movimiento le cansará y durante mucho tiempo su cuerpo le parecerá pesado y torpe. Muy pronto podrá convencerse de cuan poco tiempo necesitó, desde el momento de nuestra partida, para desacostumbrarse de la sensación de pesantez.

— ¿A qué se refiere usted? — le pregunté.

— Yo hablo del momento en que usted recuperará su peso habitual.

— ¿Y cuándo ocurrirá eso?

— Cuando empecemos la bajada a Venus. Penetrar su atmósfera con la aceleración que tenemos actualmente, significaría quemar la nave por fricción con la envoltura gasificada del planeta. Habrá que frenar la astronave y con eso se promoverá la reaparición de la pesantez. La aceleración negativa será de diez metros por segundo y eso es precisamente igual a la aceleración de la fuerza de gravedad de la Tierra.

— ¿Y a qué velocidad penetraremos dentro de la atmósfera de Venus?

— A 720 kilómetros por hora.

— ¿Y cuánto tiempo se necesitará para frenar la nave?

— Cuarenta y siete minutos y once segundos. Pero ello no significa que tengamos que sufrir por el trabajo de nuestros motores casi durante una hora, como ocurrió al partir desde la Tierra. Trabajarán con mucho menos ruido y con el casco usted los oirá muy débilmente. Además no habrá necesidad de acostarse y usted podrá seguir el aterrizaje sobre el planeta, desde la ventana.

Espero con inmenso interés este acontecimiento trascendental y los cinco días que nos separan de él me parecen infinitamente largos. Mi impaciencia es tal, que hasta le dije a Paichadze que nuestra nave se arrastra como una tortuga. Se puso a reír.

— Suerte que Kamov no lo oye.

— No hay nada de ofensivo en mis palabras. ¿Acaso él mismo no estaba impaciente por llegar a Venus lo antes posible?

— Claro que sí — me contestó alegremente Paichadze —, pero Belopolski no quiere. Está enojado y dice que la nave es demasiado veloz.

Era la purísima verdad. Efectivamente, Belopolski expresó repetidas veces su descontento debido a que la rapidez de la nave le impedía efectuar con mayor detenimiento sus investigaciones astronómicas.

— Si estuviese en su poder, detendría la nave y se sentaría al telescopio tal como en la Tierra, durante dos o tres meses, mientras dure el oxígeno…

— Y regresaría a Tierra sin haber llegado ni a Venus ni a Marte.

— O se olvidaría del regreso — añadió Paichadze riendo, porque la comparación de nuestra nave con una tortuga le había causado mucha gracia. En general, Paichadze, suele prestarse de buen grado a conversaciones amenas, aunque no tengan nada que ver con nuestro vuelo, y en eso se diferencia netamente de Belopolski, quien jamás se ríe, y sólo en muy raras ocasiones sonríe.

En los primeros días de viaje, Paichadze solía bromear durante el trabajo, pero pronto se dio cuenta de que las bromas no eran del gusto de su colega y las dejó de lado por completo, desahogándose en sus charlas con Kamov y conmigo.

Me parece que la pasión científica de Belopolski apaga y oblitera todos los demás sentimientos. Nunca toma parte en nuestras conversaciones atinentes al regreso a la Tierra y hasta parece tener cierta aversión hacia ellas. El movimiento «demasiado acelerado» de la nave provoca su descontento, precisamente debido a su temor de no tener el tiempo necesario para dilucidar los problemas que lo apasionan, y que son tan numerosos que nos llevarían a volar no sólo hasta Marte sino por lo menos hasta Urano. ¡Sería un viaje de unos cinco años, y de ida solamente!

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