Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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Ese golpe fue muy doloroso para Hapgood. Dos derrotas seguidas minaron la confianza que en él habían depositado las personas de quienes dependía su suerte. Los diarios de su país dejaron de ensalzarlo y en cambio empezaron a elogiar las hazañas de su competidor. El título de «Colón de la Luna» dado a Kamov por los periodistas tan aficionados a sobrenombres pomposos, fue la última gota que hizo rebosar la copa de su paciencia. Con toda su alma juró aventajar al ingeniero ruso en su vuelo interplanetario. Su autoridad hallábase aún a suficiente altura y ya había recibido los medios para la construcción de una nueva nave, aunque no en las enormes cantidades deseadas. Pero no le importaba.

Con mucha atención seguía todo lo que publicaban las revistas técnicas sobre los preparativos de Kamov para su tercer vuelo, tratando de imaginarse la nave de su rival, pero Kamov era muy prudente y hasta el último día Hapgood no había podido enterarse ni de la velocidad ni de las dimensiones de la astronave rusa. Con su aplomo característico, que no se resintió por los reveses sufridos, subestimaba las fuerzas y las posibilidades de su competidor y exageraba las propias. No obstante decidió llevar su aceleración propulsora hasta cuarenta metros por segundo, lo que consideraba la más segura garantía de éxito, pues sabía que Kamov no estaba dispuesto a seguir por semejante camino. Hapgood consideraba que la cifra máxima que admitiría el ingeniero soviético era de treinta metros, lo que no produciría una velocidad superior a la de su astronave. Asimismo consideraba como cifra tope diez minutos para el trabajo del motor, puesto que los reactores atómicos desarrollaban una temperatura tan alta que sus cajas debían fabricarse con aleaciones especiales.

Hapgood no podía dejar de admitir la superioridad técnica de los soviéticos, pero consideraba que en ese ramo de producción no estaban más adelantados que Norteamérica la que en todo lo atinente a la técnica atómica trataba de no quedar a la zaga de nadie. Gracias a todas estas reflexiones, estaba completamente convencido de su éxito y construía su astronave con tranquilidad; pero recordando la rapidez con la que Kamov organizara su segundo vuelo, trataba de evitar demoras.

Deseoso de no compartir su futura gloria con nadie, Hapgood proyectó una astronave de dimensiones reducidas, capaz de llevar únicamente a dos personas, y eso porque era imposible efectuar el vuelo completamente solo. Contestaba con una categórica negativa a todos los que se ofrecían a participar en el vuelo, declarando con firmeza que sólo llevaría a un representante de la prensa.

Cuando la nave estuvo lista, Hapgood escribió una carta abierta a los periodistas norteamericanos, pero durante largo tiempo nadie le expresó su deseo de acompañarlo. Por fin, cuando ya empezaba a preocuparlo esta ausencia de candidatos, se presentó Bayson.

— ¿Qué le indujo a venir a verme? — preguntó al joven periodista.

— Voy a ser franco — le contestó Bayson —. Tengo muchas ganas de hacer dinero y eso es tan difícil en nuestros días. Además, soy ambicioso, y la gloria de Stanley no me deja en paz.

— ¿Ah sí? ¿Así que es usted ambicioso? ¿Pero ha pensado en los peligros que le esperan? Quizá, en vez de la gloria, sólo encontrará la muerte.

— Quien no arriesga no vence — replicó Bayson.

Era un muchacho alto, fornido, no muy buen mozo pero de cara simpática. Un típico joven norteamericano de la clase media, aficionado a los deportes.

Hapgood quedó muy satisfecho: era justamente el compañero que precisaba.

— Yo también seré sincero — dijo —. Tengo como meta principal vencer a Kamov. — Bayson asintió con la cabeza —. Para poder batirlo con seguridad tuve que disponer una aceleración hasta cuarenta metros por segundo. No le quiero ocultar que eso es peligroso para los tripulantes.

El rostro del periodista no expresó ninguna preocupación al oír estas palabras.

— Poco entiendo de estas cosas — dijo con seductora simplicidad —. Usted me dice que es peligroso. Le creo. Pero si usted puede enfrentarse con este peligro, ¿por qué no he de hacerlo yo también?

— Bueno, si es así, estoy encantado de tener semejante compañero de viaje — exclamó Hapgood alegremente, dándole un fuerte apretón de manos.

— ¿Cuándo piensa despegar?

— A fines de agosto.

— ¿Por qué no antes?

— Porque hay que esperar que Marte esté en posición favorable, pues es hacia allá adonde quiero volar.

— ¡Entonces esperaremos! No falta mucho — contestó Bayson.

VENUS

16 de setiembre de 19…

El 15 de setiembre quedará por siempre grabado en nuestra memoria. Ese día atravesamos la capa de nubes que envuelve a Venus. Levantóse ante nosotros la cortina misteriosa que ocultaba la superficie del planeta. Lo que se escondía bajo las espesas nubes y parecía hasta hace tan poco inaccesible a la mirada terrestre, se presentó ante nuestra vista. Y la imparcial película grabó todo lo visto…

Nos acercamos a Venus el 14 de setiembre, cerca de las 12 horas. El disco del planeta, que apareció primero como una estrecha hoz, se ampliaba rápidamente y hacia las 20 horas lo vimos ya en su plenitud. Venus, iluminado por el Sol, brillaba como la cumbre nevada de una montaña terrestre en un día soleado. En ese momento faltaban unos dos millones de kilómetros para llegar hasta él, y su diámetro era casi como el de la Luna en su fase de plenilunio. Se veía claramente que toda su superficie estaba recubierta por nubes blancas. Sobre el fondo del cielo negro, el albino planeta, «Hermano de la Tierra», parecía hermoso como un cuento de hadas.

Me quedé pegado a la ventana, sin poder arrancar la vista de ese cuadro del que sacaba innumerables fotografías en colores.

Olvidé mencionar que nuestra nave está munida de ventanas especiales cuyos vidrios, hechos con un cristal de roca, permiten fotografiar a través de ellos los objetos que se encuentran fuera. Estas ventanas son de menores dimensiones que las demás y se encuentran enteramente a mi disposición. Paichadze las llama «Ventanas de TASS».

A las siete de la mañana del 15 de setiembre, Kamov nos hizo calzarnos los cascos que estaban ya preparados de antemano, y luego puso en marcha los motores de frenaje de la nave.

Se oyó el rumor ya conocido, pero con menos resonancia que antes y por las ventanas vimos un fulgor de llamas.

Todos nosotros, que nos encontrábamos hasta ese momento en las posturas más diversas, bajamos repentinamente sobre la pared delantera que así se convirtió en nuestro piso. La reaparecida fuerza de gravedad determinó enseguida dónde estaba el techo y dónde el piso, y el vuelo de la nave tomó un rumbo fijo, bajando hacia Venus que estaba a nuestros pies.

Resultaba grato volver a sentir el propio peso normal; pero como lo había previsto Kamov, los movimientos eran torpes y el cuerpo parecía muy pesado. Un hábito conquistado en 74 días de imponderabilidad hacíase sentir.

Pasé a otra ventana y me acosté frente a ella. Paichadze y Belopolski, que no habían abandonado su laboratorio durante 24 horas, estaban enteramente absorbidos por su trabajo y no se apartaban de sus aparatos astronómicos. Su ventana era varias veces más grande que la mía y podían seguir admirando el planeta sin interrumpir su labor. Kamov tampoco se apartaba de su tablero de mando, ante el cual tendría que permanecer durante muchas horas más, con sus manos puestas en las palancas y los ojos clavados en el ocular del periscopio. Le saqué una fotografía sin que se diera cuenta.

El disco de Venus había aumentado en ese lapso hasta las dimensiones decuplicadas de la luna llena y el planeta encontrábase debajo nuestro en línea vertical, con la nave bajando sobre él desde una altura de 40.600 kilómetros a la gigantesca velocidad de 28 kilómetros por segundo. Labor frenadora de los motores disminuía lenta y paulatinamente esa velocidad vertiginosa. Sin ese proceso frenador habríamos hendido la atmósfera del planeta en menos de veinte minutos, porque la atracción de Venus habría aumentado aún la velocidad de la nave, que se hubiera consumido en llamas como un meteoro. Pero la potencia de nuestros motores, venciendo la gravitación del planeta reducía la velocidad en diez metros por segundo, con regularidad.

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