Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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— Por más lamentable que sea, parece que es así — replicó Belopolski.

¿Qué podía objetar yo a los dos sabios, cuya autoridad era, para mí, incuestionable?

El río iba tornándose cada vez más angosto y pronto vimos que nos acercábamos a una alta cordillera, cuyas cimas se perdían en las nubes. Mediante el radioproyector pudimos determinar que la altura llegaba a unos siete kilómetros, pero no pudimos ver sus cumbres porque nuestra nave las sobrevoló a diez kilómetros. El vuelo transcordillerano nos proporcionó un espectáculo magnífico: el manto blanco de nubes desapareció repentinamente y nos encontramos entre dos cumbres de masas nebulosas, con un cielo azul oscuro encima de la nave y un sol radiante y enceguecedor, muchísimo más grande del que vemos desde Tierra. Las nubes en derredor y debajo nuestro eran de una enceguecedora blancura brillante.

Simultáneamente y en coro, a todos se nos escapó una exclamación admirativa. Pero ese cuadro de indescriptible belleza desapareció con la misma rapidez con que había surgido, y la nave volvió a sumergirse entre las nubes, que nuevamente burbujearon en los cristales de nuestras ventanas. Iniciamos el descenso, la cordillera quedó atrás y otra vez teníamos al océano debajo de la nave.

Habíamos volado alrededor de ocho mil kilómetros cuando notamos que el ambiente tornábase cada vez más oscuro. Evidentemente, concluía la faz diurna de Venus y volábamos hacia la nocturna. Kamov se dirigió a los astrónomos.

Cómo anda vuestro programa preguntó Está cumplido Las pruebas de - фото 3

— ¿Cómo anda vuestro programa? — preguntó.

— Está cumplido.

— ¿Las pruebas de aire?

— Se han tomado cuatro.

Llevábamos aire de Venus. Habíamos montado recipientes de platino herméticamente cerrados en las paredes de la nave. En la Tierra se había creado previamente en ellos un vacío absoluto. Eléctricamente podía abrirse y cerrarse un pequeño orificio por el cual se hizo entrar el aire de Venus, para poder analizarlo luego en la Tierra.

— ¿Y usted, Melnicov?

— Se hicieron unas trescientas tomas, aparte de las películas cinematográficas.

Durante unos instantes, Kamov guardó silencio; luego, con cierta vibración emocionada en la voz, dijo:

— ¡La nave abandona Venus!

¡Qué pronto habían transcurrido esas horas inolvidables! Eché una última mirada al planeta que abandonábamos.

Esa hermosa «Hermana de la Tierra» tiene un clima riguroso. Sus temporales son terribles. ¡Pero vida hay! ¡La vida apareció…!

Pasarán milenios, y la todopoderosa fuerza de esa vida llenará sus selvas, sus aguas y su aire con seres aún desconocidos.

A través de largas centurias, el lento camino de la evolución permitirá el nacimiento de la fuerza de la razón. ¿En qué forma ha de manifestarse? Y entonces, bajo los ardientes rayos de su sol, empezará su historia. Confío en que sea menos dolorosa y menos sangrienta que la de su distante hermana Tierra. Si llegara a aparecer una criatura parecida al hombre, le deseo de todo corazón que viva feliz en su hermosa patria…

¡El hombre de la Tierra acaba de visitarla y ha de hacerlo nuevamente en el porvenir, y enseñará a los hijos de Venus cómo lograr la felicidad!

¡Adiós, Venus!

Kamov detuvo la marcha del motor en funcionamiento y movió las palancas de otros.

El potente rumor se oyó como un rugido. Con sus alas replegadas, la nave cósmica se lanzó a nuevas alturas.

EL ENCUENTRO

8 de noviembre de 19…

Durante casi dos meses no he escrito nada en mi diario. Es que nada ha ocurrido fuera de lo común y la vida a bordo seguía su curso normal.

Estuvimos mucho tiempo impresionados por lo que vimos en Venus. Su potencial de fuerzas latentes, la primitiva ira de sus elementos, la majestuosa calma de su naturaleza, nos inspiraron confianza en el hermoso porvenir de ese planeta, de manera que estuvimos recordándolo con entusiasmo durante largas horas, reconstruyendo nuestras observaciones, y fantaseando a veces.

En cuanto a mí, arde en mi mente el deseo de volver a visitar la «Hermana de la Tierra», que divisamos por los cristales de las ventanas como un inolvidable ensueño. Al alejarnos de allí, sentimos la tristeza de la separación con algo que llegó a ser querido, y no podíamos apartarnos de las ventanas, mirando la blanca hermosura sobre un fondo negro donde centelleaban innumerables puntos luminosos.

Pero ya no existía el misterio; ya sabíamos qué era lo que se ocultaba tras el manto nebuloso y pronto lo sabría la humanidad entera, la Tierra.

En el momento de nuestra partida de Venus, su distancia de Marte era de trescientos setenta millones de kilómetros en línea recta. Pero Marte se mueve por su órbita a nuestro encuentro y sólo tenemos que vencer doscientos cincuenta millones de kilómetros para encontrarlo, necesitándose para ello dos mil quinientas horas o sea ciento cuatro días, de los cuales ya transcurrieron cincuenta y cuatro.

Como ya dije, no hubo ningún acontecimiento extraordinario, pero el día de ayer, siete de noviembre, jamás lo olvidaremos. En ese día que acostumbramos celebrar como la más gloriosa fiesta, sucedió algo que, según Paichadze, podía ocurrir una vez en un milenio…

El día empezó de manera insólita: por primera vez en nuestra travesía, Belopolski y Paichadze descansaban simultáneamente. Los instrumentos y aparatos astronómicos parecían abandonados y huérfanos y el observatorio tenía un aspecto desacostumbrado y vacío.

Yo estaba de turno en el tablero de mando, completamente solo, mientras Kamov se encontraba en su camarote, ocupado en sus cálculos engorrosos.

Un profundo silencio reinaba en la nave, donde se oía únicamente el regular tic-tac del reloj encastrado en el tablero de mando. Como los demás relojes, mostraba la hora de Moscú. Eran las 5.

Me sentí triste. Me acordé de mis amigos que se encontraban tan lejos de mí, recordé con cuánta premura me levantaba siempre en este día, para no llegar tarde al desfile. Era la primera vez en mi vida que pasaba el día de la gran fiesta no sólo lejos de Moscú, sino lejos de la Tierra, a millones de kilómetros de ella. Sin embargo, con todo, me encuentro en mi Patria. Esta nave, construida por manos de hombres rusos, lanzada por los aires con rapidez vertiginosa, es una partícula inseparable de la Unión Soviética. ¡Dondequiera que se encuentre, respiramos el aire de nuestra Patria!

Mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de Kamov y Belopolski. Cambiadas las felicitaciones, Kamov me pidió que despertara a Paichadze. Al trasponer la puerta oí como Kamov decía:

— Verifiquemos otra vez.

— Todo está en regla, Serguei Alexandrovich. A las siete y dos en punto — contestó Belopolski.

Paichadze estaba durmiendo en su hamaca y me daba pena despertarlo. Pero el pedido del comandante es una orden. Toqué levemente el hombro de Paichadze y enseguida abrió los ojos.

— Perdone — le dije— pero Serguei Alexandrovich lo llama al observatorio.

— ¿Qué ha ocurrido? — preguntó, alarmado.

— Nada, que yo sepa.

— ¿Dónde está Belopolski?

— En el observatorio.

La alarma de Paichadze era comprensible. Jamás había ocurrido a bordo que el sueño de alguien fuera interrumpido. Ni mi compañero ni yo sospechábamos siquiera la sorpresa que nos habían preparado nuestros amigos.

— ¡Felicitaciones por el fausto día! — le dije. Cuando penetramos, uno detrás del otro, por la puerta redonda del observatorio, Kamov y Belopolski estaban juntos en el tablero de mando. Ante ellos había unos envases suspendidos en el aire, evidentemente para el desayuno, que por lo general tomábamos a las nueve. No se leía ninguna preocupación en sus rostros y nos recibieron con felicitaciones.

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